La infancia de Álvaro del Portillo

La historia de cualquier persona está salpicada de pequeñas y grandes anécdotas que ilustran su carácter, el modo de afrontar la vida, las circunstancias en la que toman decisiones… En la biografía del futuro beato Álvaro del Portillo, aportan matices que dejan ver la normalidad de una vida vivida cara a Dios. Iniciamos hoy una serie de anécdotas sobre el sucesor de san Josemaría, extraídas del libro "Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012.

Foto de la clase de Álvaro del Portillo, en 1921.

Príncipe destronado

Álvaro quería mucho a sus padres y a sus hermanos, pero cuando al nacer su hermana Pilar dejó de ser el pequeño de la casa, comenzó a mostrarse celoso ante los mimos que todos dirigían hacia su hermanita.

Sus padres le decían que “la envidia pone la cara amarilla". Y un día le sorprendieron delante del espejo de un armario, comentando en voz alta: «Dicen que los niños que tienen envidia se ponen amarillos; yo tengo una envidia grandísima y estoy bien blanco».

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. Págs. 38-39

Al colegio en ayunas

Álvaro hizo su Primera Comunión el 12 de mayo de 1921 en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, como era costumbre en el Colegio. Desde aquel día, comenzó a recibir la Santísima Eucaristía con frecuencia, observando el ayuno previsto por las normas litúrgicas –no tomar nada, solo agua- para prepararse también corporalmente para recibir la Comunión.

Actualmente se guarda este ayuno una hora antes de comulgar, pero entonces se extendía desde la medianoche anterior.

Eso suponía —comentaba su hermana Pilar— marcharse al colegio todas las mañanas sin probar bocado. Es duro para un chico joven empezar el día sin desayunar. Sin embargo, él lo hacía todos los días sin darle importancia: se iba sin tomar nada, sonriente, solo con un pedazo de pan que guardaba, envuelto, en el bolsillo, para después de haber oído la Santa Misa, a la hora del descanso. —Álvaro, ¿no desayunas?, le preguntábamos. —No, no, me basta con esto —nos decía, señalando el panecillo. Y así, un día y otro, desde muy pequeño.

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. P. 46

Profundamente bueno

En octubre de 1922, pasó de curso a Elemental. Un compañero ha dejado escrito un recuerdo sobre el carácter y la personalidad de Álvaro. Tenían ocho años:

“Era mi compañero de pupitre. Álvaro me cayó muy bien desde el primer momento, por su bondad, por su sencillez y por su alegría. Era profundamente bueno.

Un día amaneció especialmente soleado, y don Vicente, el profesor, nos dijo de repente: —Como hace tan buen día, en vez de dar clase, vamos a dar un paseo por el Retiro. -¡Vivaaaa!, grité yo, todo contento, levantándome de un brinco y dándole varios abrazos a Álvaro: ¡qué alegría cambiar el aula y los libros por los árboles y el estanque con barcas del Retiro!

Pero al profesor no le gustaron nada mis súbitos entusiasmos ni mis gritos y consideró que aquel júbilo y aquellos abrazos constituían una falta de disciplina y de educación graves. Y castigó a toda la clase sin paseo.

Me quedé perplejo ante la reacción del profesor y un poco asustado por la opinión de mis compañeros. Entonces, para asombro mío, Álvaro, en vez de decirme que era un tonto y que, por mi culpa, nos habíamos quedado todos sin excursión al Retiro, me disculpó con aquella sonrisa y aquella simpatía tan suya".

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. Págs. 48-49

“¡Qué suertasa tienen ustedes!"

En los últimos años de su infancia, Álvaro padeció un tipo de reuma que en sus fases agudas le obligaba a tomar fuertes dosis de salicilatos (medicinas) y a someterse a una dieta rígida, que seguía de acuerdo con las prescripciones del médico y las indicaciones de sus padres, que le controlaban con cariño y exigencia.

Así, mientras los demás hermanos tomaban un buen desayuno, al estilo mexicano, a él le correspondía solamente la medicación, incompatible con los otros alimentos. Soportaba esta carga con buen humor, y hablando con ellos, con tono y modos de decir mexicanos, a veces comentaba: “qué suertasa tienen ustedes, pueden tomar huevo frito con frijoles, y a mí solamente me dan salisilatos".

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. P. 52