Isidoro y los años de guerra en Madrid

La dificultad que entraña para la propia subsistencia un conflicto bélico, se hace más grande cuando, además de conservar la vida, se quiere mantener la fe y extenderla, siendo esta coherencia de vida la causa de la persecución y de la muerte. En esas circunstancias, Isidoro da una heroica lección de entrega y disponibilidad al servicio de los planes de Dios en el Opus Dei, sabiendo ser fiel a todo lo que san Josemaría le va pidiendo.

Los años de la Guerra Civil supusieron para san Josemaría y los demás fieles del Opus Dei —entre los que se hallaba Isidoro—, como para tantos otros españoles, una grave alteración en sus vidas. Los planes de comenzar la labor apostólica del Opus Dei en nuevas ciudades (Valencia y París) y el deseo de hacer crecer el trabajo en Madrid se vieron violentamente truncados por el inicio de la contienda.

Además, para san Josemaría y las personas del Opus Dei, las circunstancias se agravaron por la cruel persecución que sufrieron la Iglesia y sus fieles: a cuatro miembros de la Obra la guerra los sorprendió en Valencia; al resto, en Madrid. Estos pasaron por situaciones difíciles: unos encarcelados, otros refugiados, alguno desaparecido. Los registros domiciliarios y las denuncias hicieron recorrer al fundador un penoso viacrucis de refugios precarios, alojamientos negados y deambular por las calles

Isidoro tuvo que pasar dos meses sin salir de casa pues desde Málaga habían enviado sus datos y alguna fotografía, para detenerlo. La Embajada de Argentina le proporcionó un certificado de haber nacido en Buenos Aires y un brazalete con la bandera nacional. Isidoro descubrió más adelante que se trataba de una documentación bastante precaria, ya que no se le reconocía como súbdito argentino por no haber cumplido el servicio militar en ese país. Pero servía para callejear si uno estaba dispuesto a correr riesgos. Y él lo estaba. San Josemaría, al considerar su origen argentino, pensó que podía moverse con una cierta relativa libertad, y por eso le pidió que ayudara como director a los de la Obra, dispersos o encarcelados. Cumplió el mandato con inmenso espíritu de sacrificio, constancia y caridad.

Visitaba a las familias de los miembros del Opus Dei. Por ellas se enteraba de sus paraderos y andanzas. Así informaba al fundador y podía actuar “de mensajero del Padre para llevar a todos los que estábamos desperdigados sus consignas. Y esto lo hacía desde el principio visitándonos en las cárceles, embajadas y otros refugios donde vivíamos y lo hacía incluso arriesgando su vida, pues al principio no creo que tuviera arreglada su documentación de argentino; lo que logró más adelante teniendo con esto mayor libertad”.[1]. Cruzaba diariamente Madrid hasta la casa de la madre del fundador, doña Dolores Albás, para llevarle noticias de su hijo y guardar la correspondencia y otros papeles del Opus Dei.

Isidoro cada vez se arriesgaba más por sus hermanos encarcelados: cuando confirmó que Juan Jiménez Vargas, preso en la cárcel de Porlier, iba a ser liberado, acudió a comunicárselo en persona. Se acercó también al penal de San Antón, para ver y confortar a José María Hernández Garnica, que sería trasladado poco después al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia. Así lo relató su madre: “Se tomó gran interés por sacar a mi hijo; consiguiéndolo, pues le declararon enfermo y le admitieron en un sanatorio, donde no pudo ir porque le trasladaron a Valencia. Venía a vernos y a consolarnos, trayéndonos siempre noticias satisfactorias y, cuando le decíamos que se arriesgaba mucho, decía que él no tenía que temer, por ser súbdito argentino; cuando todos sabíamos que a muchos extranjeros no les había defendido de la muerte el serlo”[2].

También en San Antón estaba Manuel Sainz de los Terreros. Isidoro lo visitaba casi todos los días. Le llevaba el Santísimo Sacramento para que pudiera comulgar, y hubo día en que fue el único visitante que se acercó a la prisión: “Estimo heroico el afán persistente con que practicaba estas visitas a la cárcel de San Antón, pues que el acceso era muy difícil aun para un argentino, como lo comprueba el hecho siguiente: el 17 de febrero de 1937 por poco le cuesta quedar prisionero en razón a que forcejeó por entrar mientras que el personal de la prisión trataba de impedirlo. Igualmente, en otra ocasión, el 11 de abril del mismo año cayeron varios obuses en las inmediaciones (...). Ese día fue un día en que la cárcel no tuvo visita ninguna, excepción de la de Isidoro a quien, reprochándole el que hubiera tenido tanta intrepidez, él respondía como si esta hazaña hubiera sido el cumplimiento natural de su sencillo deber”[3].

No era fácil atenderlos a todos en aquellas circunstancias. Acercarse con frecuencia a las legaciones extranjeras podía levantar sospechas. Eso no impidió que Isidoro siguiera yendo a la de Noruega para ver a Vicente[4]. En la Legación de Honduras (donde estaban refugiados san Josemaría y otros) recelaban de sus visitas, llegando, una persona del Consulado, a prohibirle la entrada con malos modos: “Un buen día vino, como de costumbre. Le correspondía la visita, pero no pudimos verle. Como la casa era tan pequeña y estábamos tan hacinados en ella, hubimos de oír muchos desde cerca de la puerta de la salita cómo una de las “autoridades” del Consulado le expulsaba de mala manera, gritando sin educación ni decoro: «¡No tiene Vd. por qué venir tanto por aquí! ¡Está comprometiendo a todos los refugiados!»”[5]. No era cierto; pero Isidoro aguantó en silencio los gritos, y al día siguiente apareció de nuevo. ¿Cómo iba a dejar al fundador sin noticias de su familia y de sus hijos; ni a éstos, sin saber del Padre? De todas maneras, san Josemaría le aconsejó espaciar sus visitas hasta se apaciguasen los ánimos.

Durante una temporada hizo verdaderos equilibrios para recoger los mensajes del fundador, entregar los suyos, conseguir víveres, o llevar a cabo otros encargos que se le hacían. En ocasiones, los hermanos pequeños de Álvaro hicieron de mensajeros entre Isidoro y san Josemaría[6].

En su celo por avivar la vida interior de los que estaban con él, el fundador les dirigía a diario la meditación. Uno de ellos las reconstruía por escrito, se las hacía llegar a Isidoro, que las transmitía a los de fuera. Como esas notas podían ser comprometedoras, decidió aprender de memoria los textos, lo cual “era extraordinariamente meritorio en él que, aunque dotado de buena inteligencia, era frágil de memoria”[7].

Desde la Embajada argentina ofrecieron a Isidoro la posibilidad de ser evacuado. Se lo expuso al fundador que, dejándole plena libertad en su decisión, le aconsejó permanecer en la ciudad, porque hacía mucha falta, y era el único que podía tener cierta libertad de movimiento, por haber nacido en Buenos Aires[8]. Sin dudarlo y sin decir que carecía de la nacionalidad argentina, comunicó a san Josemaría su decisión de seguir cuidando de todos. Fue una decisión heroica en aquellas circunstancias.

Circunstancias que se hacían más difíciles, porque en el Madrid asediado escaseaba toda clase de productos, especialmente para los refugiados. Así las cosas, Isidoro asumió la responsabilidad de proveer a las necesidades del fundador y de los miembros del Opus Dei que lo acompañaban. Desde facilitarles, por ejemplo, la vida eucarística, hasta suministrarles mil menudencias de tipo material: una bolsa para guardar el pan, una medicina, un manual de latín, unas cuerdas, jabón, un insecticida contra los piojos o unos gramos de acíbar (que san Josemaría solía tomar en la comida como penitencia, para desagraviar al Señor por el odio desencadenado por la guerra). Llevaba a arreglar un despertador o unas prendas a estrechar, que se habían quedado grandes a causa del hambre. Conseguía copias de fotos-carnet para futuras documentaciones, o unas gafas de camuflaje, por si llegaban a ser evacuados. Incluso, acompañó a san Josemaría un día que salió a la calle para hacerse unas fotografías ante la posibilidad de obtener una documentación.

Buscaba alimentos en los más diversos lugares: a través del economato de la cárcel donde estaba Manolo; en uno de la UGT o en el de la Embajada Argentina (en este incluyó a la madre del Fundador en su propia cartilla). También llegaban paquetes desde Valencia —que enviaban los de la Obra— y desde Daimiel, de parte de los Fisac.

Consiguió vino para la Misa que celebraba san Josemaría y, para los que podían circular por Madrid, encontró una casa donde se celebraba el Santo Sacrificio, en la que había que entrar sin ser vistos. Algo más tarde, pudo escribir que los miembros del Opus Dei: “Desayunan con D. Manuel todas las mañanas”[9]. También consiguió que, periódicamente, un sacerdote celebrase en casa de la madre de san Josemaría.

Por indicación del fundador, Isidoro acometió otra tarea comprometida: reclamar, como extranjero, al gobierno de la República española, por los daños y perjuicios que había sufrido la residencia de Ferraz. Realizó numerosas gestiones para rehacer escrituras, preparar inventarios y buscar otras firmas reclamantes. Una de las dificultades que retrasaban esas gestiones consistía en que, rigurosamente hablando, él no era legalmente argentino: lo fue a partir del 29 de julio de 1937, después que una ley concedió la amnistía a los que, por no haber efectuado el servicio militar en Argentina, eran considerados como prófugos.

La situación de san Josemaría se hacía cada vez más difícil. Isidoro realizó innumerables gestiones para sacarlo de Madrid. Trató de conseguir alguna documentación más o menos segura[10] y que lo evacuasen a través de las embajadas de Argentina, Francia, Chile o Turquía, pero no tuvo éxito.

Por fin, en octubre de 1937, sus hijos vencieron la resistencia del fundador y lograron que, con los que tenían los documentos más o menos en regla, saliese de Madrid y pasase a la otra zona, donde podría ejercer con libertad su labor sacerdotal.

Como Isidoro, en esas fechas, ya era argentino —al menos según su país—, fue la persona indicada para quedar como cabeza de los que debían permanecer en la zona republicana: bien por estar movilizados por la milicia o por carecer de documentación personal adecuada.

El fundador, una vez establecido en Burgos, le escribía con frecuencia para apoyarle en su labor: “El abuelo se acuerda mucho de este hijo que es, para sus hermanos, como un padre. [...] Y suple al abuelo, con reciedumbre y suavidad. [...] ¡Qué abrazo tan grande te mando!”[11].

Con insistencia les recordaba —como había aprendido del fundador— la necesidad de vivir un profundo sentido de la filiación divina y de practicar el abandono y la confianza en Dios. Aprovechaba todas las ocasiones para plantear en los miembros del Opus Dei un modo sobrenatural de ver los acontecimientos: “En esta temporada en que D. Manuel nos concede la gracia de ayudarle a llevar su carga, debemos de aprovecharla bien considerando que cada uno de los instantes que pasan tiene repercusión eterna. Esta carga la debemos de llevar a plomo —como nos dice siempre el abuelo— con alegría y paz, reflejo del espíritu que nos anima y que constituye el aire de familia que nos es peculiar. De esta forma, aunque aparentemente no se vea nuestra labor, para D. Manuel, que ve en lo oculto, tiene más valor que si estuviéramos actuando en primera línea. Arranquemos y echemos lejos de nosotros todo asomo de pesimismo y melancolía y cumplamos la voluntad de D. Manuel con optimismo, con mucho optimismo”[12].

Les ayudaba a descubrir las oportunidades, de santidad personal y de apostolado, que proporcionaba la guerra: “Dª María se porta muy bien. Nos ayuda con su eficacia a explotar el filón espiritual que estamos disfrutando hace dos años, con variadísimas vetas que le dan mayor colorido y riqueza: la veta de la separación, la veta del ambiente, la familiar —que es una de las que presenta mayor densidad— la de la vecindad [...], la callejera, etc., etc.”[13]. No cesaba en sus llamadas para que todos fueran fieles a la vocación recibida de Dios y al fundador del Opus Dei.

También atendió a los parientes de los miembros del Opus Dei. Asistió a la muerte del padre de Álvaro del Portillo (“Ya sabrás por tu madre que asistí a los últimos momentos de tu padre. Fue providencial. Siquiera le serví de compañía en esos instantes. Te cabe la tranquilidad de que murió santamente, que es lo único que deseamos de los nuestros. No pases cuidado por ella y tus hermanos, pues están perfectamente atendidos y ya sabes que yo les ayudaré en lo que sea menester”)[14].

Daba clases diarias de matemáticas e idiomas a Santiago Escrivá. Con el mismo Santiago buscaba, en una fábrica, galletas rotas que cambiaban, después, por otros alimentos para distribuirlos entre los demás. Santiago recordaba cómo, “acudían juntos a los cuarteles donde repartían rancho para los soldados que estaban de tránsito por Madrid. Allí obteníamos lo que podíamos”[15].

La “intendencia” suponía un grave problema. Aunque procuraba atender tanta necesidad, a veces no era posible. A los refugiados en la legación de Honduras les escribió: “De comestibles andamos muy mal [...], pan, tenemos que pedir nosotros. No disponemos de nada, por ahora, que se os pueda enviar”[16]. Álvaro del Portillo supo después y declaro, que Isidoro con Carmen[17] “acudía periódicamente a un servicio de la Cruz Roja escocesa, para procurarnos comida. Tenían que hacer largas colas y aguantar chubascos de groserías e impertinencias de los encargados del reparto. Nosotros nunca nos enteramos de esto”[18].

El primer destinatario de los víveres era Vicente, pues Isidoro estaba preocupado porque lo veía cada vez más delgado. Él mismo pesaba sólo 45 kilos, encontrándose tan débil que necesitaba sentarse con frecuencia. Vicente advirtió que Isidoro necesitaba tanto como él aquellos víveres; por eso, “le suplicaba y le rogaba que no trajese más, porque a mí se me hacía cargo de conciencia aceptarlo de él”[19].

Suplía esa debilidad corporal con una sólida piedad: Misa y comunión; por lo menos, dos medias horas diarias de oración mental; las tres partes del Santo Rosario; lectura del Evangelio y de algún libro de espiritualidad cristiana; exámenes de conciencia y, sobre todo, una continua presencia de Dios. De ahí sacaba la fortaleza que trasmitía a los otros: “¡al Padre no le ha pasado nada!” dijo, absolutamente confiado en la Providencia divina, cuando alguno expresó temores porque no sabían nada del fundador. De hecho, no tardó en recibir una carta de san Josemaría, desde Les Escaldes (Andorra), donde se comunicaba la noticia de que había logrado llegar a la zona nacional[20].

Ejerció la prudencia y la firmeza con los miembros del Opus Dei que quedaron en Madrid, como se puso de manifiesto cuando Álvaro, José María y Eduardo le pidieron permiso para salir de su refugio madrileño y pasar, por el frente, a la zona nacional. Era demasiado grande el riesgo de que pudiesen descubrirlos y matarlos: “No creo sea conveniente salir de ahí hasta que no sea una cosa decisiva”[21], contestó al primer permiso solicitado. Meses más tarde, Álvaro insistía: “Piénsalo con D. Manuel y, después, que sea lo que él quiera [...]”[22]. La negativa fue de nuevo categórica: “Hemos considerado el asunto por el entusiasmo que habéis puesto en él; pero no porque a nuestro modo de ver quepa el discutirlo”[23]. Siguieron las insistencias y las negativas.

Su prudencia no era tozudez, por eso cambió de opinión cuando, tras mucha oración y gracias a una intervención extraordinaria de la Providencia divina, vio claro que ése era el querer de Dios: “Con la ayuda de D. Manuel he pensado detenidamente en tus proyectos. [...] que D. Manuel y Dª María llenen tus deseos que son los nuestros”[24]. Escribió al Fundador, el 25-VI-1938, comunicándole estos planes.

No se limitó a darles permiso, sino que tomó las riendas de la operación: habló con un amigo militar para conseguir información sobre los puntos más favorables para el posible paso, estudió el funcionamiento de las Cajas de reclutamiento, etc. Finalmente, una serie de hechos providenciales hicieron que los tres coincidieran en el mismo cuerpo, regimiento, batallón, compañía y sección.

Siguió cuidando de los pocos miembros de la Obra que quedaron en la zona republicana: “De toda mi familia, tengo excelentes noticias. José Mari espera poder pasar una temporadita con el abuelo [...]. Marcos continúa ausente con motivo de sus ocupaciones profesionales; espero que, a primeros de año, regrese. Chiqui nos ha dejado extrañadísimos porque nos ha escrito una carta bastante larga; cree poder acompañarnos unos días a primeros de año. Rafa continúa mejorando; escribe con bastante frecuencia y sus cartas están llenas de afecto y entusiasmo por el abuelo y los peques. [...] La abuela y los tíos continúan perfectamente; el pequeño Santi es ya una notabilidad en Francés e Inglés”[25]. Y los atendía tanto en lo material como en lo espiritual: a José María, por ejemplo, le telefoneaba para recordarle la hora de la meditación. Escribía una y otra vez a Chiqui[26]. Seguía los altibajos de la enfermedad de Rafael. En buena medida, debían su perseverancia en la vocación a la solicitud de Isidoro.


[1] Testimonio de Juan Jiménez Vargas (AGP, IZL T‑406).

[2] Testimonio de Adela Garnica Echeverría (AGP, IZL T-389).

[3] Testimonio de Manuel Sainz de los Terreros (AGP, IZL T-206).

[4] “Nunca sabré expresar lo que sentí la primera vez que me entrevisté con Isidoro en el zaguán de la Embajada [...]. Estaba sediento de noticias del Padre, de los demás, de hablar de la Obra. Isidoro, mucho más delgado, era, sin embargo, el mismo. Trascendía de él una confianza tan enorme en Dios, hablaba con tanta naturalidad y sencillez de lo que el Señor iba a hacer por medio de la Obra, muy poco tiempo después, si nosotros éramos fieles, que mi fe se agigantaba al ponerse en contacto con la suya. [...] A veces se le escapaba decirme: “Hoy me he colado en la portería de rondón, sin que me vean los guardias. No quiero que me fichen”. Cuando haciendo hincapié en eso, [yo] le advertía que no viniese a verme con frecuencia [...], él se sonreía y me contestaba que, poniendo los medios, Dios no podía por menos que favorecernos. En efecto, consideraba muy conveniente el visitarme, para traerme, como él decía, calor de familia”. Testimonio de Vicente Rodríguez Casado (AGP, IZL T-362).

[5] Testimonio de Álvaro del Portillo y Diez de Sollano (AGP, IZL T-94).

[6] Por su corta edad —en torno a los diez años— no levantaban sospechas con sus entradas y salidas. A menudo llevaron a Isidoro cartas y notas (poco comprometedoras), escondidas en los zapatos.

[7] Testimonio de Vicente Rodríguez Casado (AGP, IZL T-362).

[8] Cfr. Diario de Isidoro, 28-III-1937 (AGP, IZL D‑1122).

[9] Carta a san Josemaría Escrivá, 5-VII-1938 (Epistolario de Isidoro, nº 368). “D. Manuel” era el término utilizado para referirse a Dios (de Manuel: “Dios con nosotros”), evitando así la censura.

[10] Resultaba muy difícil conseguir una acreditación personal de garantía: sobre todo el indispensable certificado de trabajo. De todas formas, Isidoro consiguió dos carnets del sindicato de abogados de la CNT: uno para san Josemaría y otro para Juan Jiménez Vargas. Estuvo en esas gestiones del 11 de mayo al 13 de agosto.

[11] Carta de san Josemaría, 17-II-1938.

[12] Carta a los de la legación de Honduras, 5-III-1938 (Epistolario de Isidoro, nº 317).

[13]Idem, nº 330-3.

[14] Carta a Álvaro del Portillo, 16-X-1937 (Epistolario de Isidoro, nº 265).

[15] Declaración de Santiago Escrivá de Balaguer (AGP, RHF T-07921).

[16] Carta a los de la legación de Honduras, 11 y 27-XI-1937 (Epistolario de Isidoro, nº 276 y 282-2).

[17] Carmen Escrivá, hermana de san Josemaría.

[18] Testimonio de Álvaro del Portillo (AGP, IZL T-94).

[19] Testimonio de Vicente Rodríguez Casado (AGP, IZL T-362).

[20] Cfr. Diario de Isidoro 7-XII-1937 (AGP, IZL D-1122).

[21] Carta a Álvaro del Portillo, 2 y 15-XI-1937 (Epistolario de Isidoro nº 274 y 278).

[22] Carta de Álvaro del Portillo, 16-IV-1938 (AGP, IZL D-1105).

[23] Carta a Álvaro del Portillo, 16-IV-1938 (Epistolario de Isidoro nº 334).

[24] Carta a Álvaro del Portillo, 15-VI-1938 (Epistolario de Isidoro nº 359). Años después, estando ya próximo a morir, se supo que Isidoro había recibido entonces unas luces extraordinarias de Dios, mientras rezaba ante su crucifijo de bolsillo (cfr. Testimonio de José Javier López Jacoiste, AGP, IZL T-495).

[25] Carta a san Josemaría, 26‑XII‑1938 (Epistolario de Isidoro, nº 390).

[26] Le toreé lo indecible [...], y él, con paciencia extraordinaria, no dejaba de escribirme y animarme, aunque muchas veces no recibiese respuesta en largo tiempo. Testimonio de José María Hernández Garnica (AGP, IZL T‑313).