Otros Cristos Construir la civilización del amor
Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (cf. Tertuliano, «Apologeticus», 17 [PL 1, 375]), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese «mandamiento nuevo del amor». Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás (Es Cristo que pasa 111).
Con la ascensión de Jesús al cielo, nuestra humanidad entra en la gloria. Los ángeles invitan a los apóstoles a que no sigan escudriñando las nubes. Con los pies en la tierra, son llamados a hacer presente a Cristo entre los hombres, pero también a descubrirle en los demás. Se quedan algo desamparados. ¿Cómo hacer? ¡Qué tentación de esperar la vuelta de Jesús, él que lo puede todo! Se fue a prepararles un lugar, y volverá para juzgar a los vivos y a los muertos.
Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. Porque en Cristo «agradó al Padre poner la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la Cruz» (Col 1, 19-20) (Es Cristo que pasa 111-112).
Reconocer a Cristo en los demás es asumir las propias responsabilidades en la familia, en la universidad, en el trabajo y en la sociedad donde se vive. Contribuir, si es posible, a que disminuya el paro, buscar soluciones para que las personas mayores no se encuentren solas, dar un techo a quien no lo tiene: alimentar y vestir a Cristo es todo eso.
Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo– han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres (Es Cristo que pasa 167).
Oh Dios, Padre de misericordia, por intercesión de Josemaría Escrivá, concédenos servir a los demás en todo momento, iluminando los caminos de la tierra con la luz de tu Espíritu de Amor.
La seguridad de ser hijos de Dios nos llena de una esperanza verdadera (cf. A 208), la que nace del amor que el Espíritu Santo difunde en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5). Virgen María, Madre de Dios y madre nuestra, nuestra esperanza, ¡enséñanos a amar con el Corazón de Jesús ! (cf. Surco 809).
Agradecemos a la editorial Ciudad Nueva que nos haya permitido reproducir algunos párrafos del libro “15 días con Josemaría Escrivá”, escrito por D. Guillaume Derville.
- 15 días con Josemaría Escrivá (textos anteriormente publicados)