«Amar al mundo apasionadamente»

El 8 de octubre de 1967, san Josemaría celebró una Eucaristía en el campus de la Universidad de Navarra. La homilía -que se ofrece con su voz- condensa de manera singular toda la predicación de su autor sobre la santidad en la vida ordinaria.

Texto de la homilía «Amar al mundo apasionadamente» (Descarga en PDF)

Escucha «Amar al mundo apasionadamente» (voz de san Josemaría).

• Vídeo con imágenes de la homilía del Campus (8 de octubre de 1967).

Reportaje multimedia Amar al mundo apasionadamente, con motivo del 50 aniversario.

• Amar al mundo apasionadamente: conversación con Mons. Fernando Ocáriz.

Palabras de Juan Pablo II sobre el mensaje de este texto de san Josemaría

• La homilía en Spotify y en YouTube.



 «Amar al mundo apasionadamente»

(Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967)

Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura, correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de Navarra.

Considerar unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (Cfr. Apoc 21, 4). Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.

Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.

En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra...

¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres.

Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (Cfr. Gen 1, 7 y ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.

Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.

Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.

No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo.

El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu.

¿Qué son los sacramentos —huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos— sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et Spes 38).

Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1 Cor 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que —en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1 Cor 10, 31).

Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas (A. Machado, Poesías completas CLXI.— Proverbios y cantares XXIV. Espasa-Calpe. Madrid, 1940).

Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...

Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Luc 24, 39).

Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.

Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical que ha de llevar a tres conclusiones:

— a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;

— a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;

— y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas.

Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen —a la vez— la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable.

Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis —¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional—, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré de un modo positivo—, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social.

Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que volver a afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los demás que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad —hasta las últimas conclusiones— su vocación cristiana?

Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo —su contemptus mundi que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo.

Quienes han seguido a Jesucristo —conmigo, pobre pecador— son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo —que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano—, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres —de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas— que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad —repito—, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares.

También las obras, que —en cuanto asociación— promueve el Opus Dei, tienen esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá jamás como misión regir Seminarios diocesanos, donde los Obispos instituidos por el Espíritu Santo (Act 20, 28). preparan a sus futuros sacerdotes.

Fomenta, en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de capacitación campesina, de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan variadas labores más, en todo el mundo, porque su afán apostólico —escribí hace muchos años— es un mar sin orillas.

Pero ¿cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es más elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de Navarra, sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración, vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal; atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser sostenida por el pueblo.

Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a nuestra Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región navarra; los Amigos procedentes de toda la geografía española y —con particular emoción lo digo— los no españoles, y aun los no católicos y los no cristianos, que han comprendido, y lo muestran con hechos, la intención y el espíritu de esta empresa.

A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base de la labor universal, que busca el incremento de las ciencias humanas, la promoción social, la pedagogía de la fe.

Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que reconoce también en su Universidad ese factor de promoción económica para la región y, especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus hijos un acceso a las profesiones intelectuales, que —de otro modo— sería arduo y, en ciertos casos, imposible. El entendimiento del papel que la Universidad habría de jugar en su vida, es seguro que motivó el apoyo que Navarra le dispensó desde un principio: apoyo que sin duda habrá de ser, de día en día, más amplio y entusiasta.

Sigo manteniendo la esperanza —porque responde a un criterio justo y a la realidad vigente en tantos países— de que llegará el momento en el que el Estado español contribuirá, por su parte, a aliviar las cargas de una tarea que no persigue provecho privado alguno, sino que —al contrario— por estar totalmente consagrada al servicio de la sociedad, procura trabajar con eficacia por la prosperidad presente y futura de la nación.

Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto —particularmente entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían.

El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano.

Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio amor, que Ella bendice.

¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1 Cor 6, 19). ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios.

La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma —mi ser entero— son de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo (1 Cor 6, 20).

Por otra parte, no podéis desconocer que sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano, puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús (Cfr. Mt 19, 11), que es un puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno.

Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al hablaros de vivir santamente la vida ordinaria: porque una vida santa en medio de la realidad secular —sin ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei (Eccli 18, 4), de esas portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer, para salvar al mundo?

Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul (Ps 33, 4); engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe.

Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que es la Palabra de Dios. Así nos anima el Apóstol San Pablo en la epístola a los de Efeso (Ephes 6, 11 y ss.), que hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente.

Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria.

Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mysterium fidei (1 Tim 3, 9), a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres.

Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre este ara, va a renovarse la obra de nuestra Redención (Secreta del domingo IX después de Pentecostés). Fe, para saborear el Credo y experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una (Act 4, 3), un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana, que para nosotros es tanto como universal.

Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.