— Padre, soy médico...
— San Josemaría: Bien.
— Y soy cirujano y traumatólogo. ¡Y se ve cada destrozo, Padre, cada destrozo! Y estamos con los enfermos hasta los últimos momentos.
Entonces, sabemos que tenemos un gran peligro sobre nosotros, que es la rutina, la tibieza en la actuación.
Padre, ¿cómo, en esos momentos, acercar, ¡empujar! a Dios a nuestros enfermos?
—San Josemaría: Ten presencia de Dios. Invoca a la Madre de Dios, que tú lo haces.
Yo ayer estuve con un enfermo, un enfermo al que quiero con todo mi corazón ¡de Padre! y comprendo la gran labor ¡sa-cer-do-tal! que hacéis los médicos.
Pero no te pongas orgulloso, porque todas las almas son almas sacerdotales, ¿eh?
— Sí, Padre.
— San Josemaría: ¡Hay que actuar ese sacerdocio!
Cuando te laves las manos, cuando te pongan la bata, cuando te metas los guantes… tú piensa en Dios. Y piensa en ese sacerdocio real del que habla San Pedro.
Y tú, entonces, no tendrás rutina. Harás bien a los cuerpos y a las almas.