Evangelio del domingo: el tesoro escondido

Comentario del 17.º domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A). “El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo”. También nosotros, al encontrar el tesoro, hemos sido atraídos al Señor y con el ánimo de dar mucha luz a nuestro alrededor.

Evangelio (Mt 13,44-52)

El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.

Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.

Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que, se echa en el mar y recoge todo clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.

¿Habéis entendido todo esto?

—Sí —le respondieron.

Él les dijo:

—Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de una casa, que saca de su almacén cosas nuevas y cosas antiguas.


Comentario

Jesús compara el Reino de los Cielos con un tesoro escondido bajo tierra. La reacción del hombre que lo encuentra no parece la más virtuosa, porque oculta su hallazgo al dueño del campo y empeña sus bienes para comprarle el terreno y quedarse con el tesoro por añadidura. Sin embargo, con la ambiciosa reacción del personaje de la parábola, Jesús subraya por contraste el enorme valor que tiene el Reino de Dios, un tesoro cuyo descubrimiento debería llenarnos de alegría y también de un decidido afán por hacerse con él.

En realidad, el tesoro del cristiano —o la perla preciosa a la que se refiere la siguiente parábola—, es Cristo mismo, que nos ofrece su amor y su amistad; por quien vale la pena posponerlo todo en la jerarquía de nuestros afectos e intereses. San Josemaría explicaba este sentido de la parábola así: “El tesoro. Imaginad el gozo inmenso del afortunado que lo encuentra. Se terminaron las estrecheces, las angustias. Vende todo lo que posee y compra aquel campo. Todo su corazón late allí: donde esconde su riqueza”[1]. Y añadía entonces el Fundador del Opus Dei: “Nuestro tesoro es Cristo; no nos debe importar echar por la borda todo lo que sea estorbo, para poder seguirle. Y la barca, sin ese lastre inútil, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios”[2].

El Papa Francisco identificaba también el tesoro del campo con el amor de Jesús: “quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!” (…) Puedes cambiar efectivamente de tipo de vida, o bien seguir haciendo lo que hacías antes —aclara el Papa— pero eres otro, has renacido: has encontrado lo que da sentido, lo que da sabor, lo que da luz a todo, incluso a las fatigas, al sufrimiento y también a la muerte”[3].

Jesús compara el Reino de los Cielos, a su vez, con una red barredera que abre sus brazos a todos sin distinción. Y al final, todos pasan también por un examen, un juicio, como el que hacen los pescadores con los peces en la orilla, para desechar los que no son buenos. Esta parábola es por tanto una metáfora del fin del mundo, del juicio final que precede a la posesión definitiva del Reino por parte de quienes lo han merecido durante su vida. La parábola de la red barredera se relaciona además con las anteriores del tesoro y la perla: precisamente porque el Reino (el amor de Cristo) es tan valioso como un tesoro o una perla finísima, por eso también se nos pedirá cuentas de cómo lo hemos buscado y amado en esta vida: “Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo”[4], solía recomendar san Josemaría a quienes trataba, animándoles a poner afán generoso en su amistad con Cristo, en su amor por Él.

“Es de notar —señala Santo Tomás de Aquino— que la bienaventuranza se otorga en proporción a la caridad y no en proporción a cualquier otra virtud”[5]. En definitiva, la mejor forma de comprar el tesoro en el campo o la perla preciosa, lo que nos hará realmente buenos peces, será nuestro amor a Dios y a los demás. Y de eso se nos juzgará: “a la tarde —escribió san Juan de la Cruz— te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado”[6].


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 254.

[2] Ibídem.

[3] Papa Francisco, Ángelus, 27 de julio de 2014.

[4] San Josemaría, Camino, n. 382.

[5] Santo Tomás de Aquino, Sobre la caridad, 1, 204.

[6] San Juan de la Cruz, Avisos espirituales, n. 60.

Pablo M. Edo