“Que no me apegue a nada”

Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso...

–Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor. (Forja, 41)

Nos oye el Señor, para intervenir, para meterse en nuestra vida, para librarnos del mal y llenarnos de bien: eripiam eum et glorificabo eum, lo libraré y lo glorificaré, dice del hombre. Esperanza de gloria, por tanto: ya tenemos aquí, como otras veces, el comienzo de ese movimiento íntimo, que es la vida espiritual. La esperanza de esa glorificación acentúa nuestra fe y estimula nuestra caridad. De este modo, las tres virtudes teologales, virtudes divinas, que nos asemejan a nuestro Padre Dios, se han puesto en movimiento. (...)

No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20.). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas. Por eso, si no se hace más grande, va camino de extinguirse (Es Cristo que pasa, 57-58).

Recibir mensajes por correo electrónico

email