Sumario
1. El hombre creado a imagen de Dios
2. El ser humano: creado por amor, creado para amar
3. Dimensiones del ser humano: inteligencia, voluntad, afectos
4. La sociabilidad humana
- Bibliografía
1. El hombre creado a imagen de Dios
El libro del Génesis nos dice que «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó»[1].
Sin duda se trata de una revelación de la máxima importancia. Después de la creación del mundo material, del mundo vegetal y del mundo animal, Dios crea —no consideramos aquí el mundo de los ángeles— la criatura humana. Hay una distinción neta y radical entre los seres no humanos y los seres humanos: solo los humanos son imagen de Dios; reflejan de Dios mucho más que simplemente ser creados por Él; participan de la divinidad de Dios de una manera superior a la naturaleza no humana, aunque lógicamente esa semejanza no anula la distinción entre la naturaleza humana y la naturaleza divina. «La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que “Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7)»[2].
Esta posición intermedia del ser humano, entre el mundo material-animal y la divinidad, puede negarse por los dos extremos. En el primer caso, el hombre se erige en señor absoluto de sí mismo y de toda la creación; en el segundo, se piensa el ser humano como un simple producto de la evolución animal, por compleja que se conciba, privado de espiritualidad y libertad.
Sin embargo, para evitar esos dos errores y aceptar más fácilmente esa verdad de fe, basta con reflexionar sobre la experiencia que tenemos de nuestro modo de ser.
Por un lado, son evidentes muchas limitaciones que manifiestan y constituyen nuestra finitud: por ejemplo, no logramos hacer todo lo que queremos (sea por obstáculos externos o por obstáculos internos); nos suceden muchas cosas que no controlamos, ni queremos ni prevemos; vivimos en un flujo de tiempo y de acontecimientos que no podemos invertir ni detener. De manera que nuestra finitud es evidente.
Pero, por otro lado, no son menos evidentes ciertos rasgos de nuestra vida que escapan a esa finitud, que de alguna manera la hacen porosa o la abren a lo infinito. Para empezar, constatamos el sorprendente hecho de que, siendo finitos, lo sabemos o tenemos conciencia de ello; pues si sabemos que somos finitos, es porque nuestro entendimiento rebasa de algún modo el límite de la propia finitud. Además, y respecto a las limitaciones antes señaladas, ciertamente no logramos muchas cosas que queremos, pero sí podemos concebirlas y desearlas, aunque se trate incluso de propósitos imposibles de realizar; necesariamente nos sobrevienen acontecimientos incontrolables, pero siempre podemos resistirlos o tomar postura interior ante ellos; el tiempo pasa verdaderamente para nosotros y en nosotros de un modo forzosamente irreversible, pero siempre vivimos en un continuo y permanente “ahora” desde el que podemos contemplar y dar sentido al pasado y en cierto modo al futuro.
En definitiva, somos indudablemente finitos viviendo además en un mundo material finito; pero también advertimos la capacidad de distanciarnos o despegarnos de los condicionamientos de la finitud. Esa capacidad solo es posible por ser espirituales, y en esto vemos lo que nos asemeja a Dios, Espíritu infinito y absoluto.
Cierta teoría humanista pretende sostener la idea de un ser humano con espíritu, pero un espíritu finito —más o menos ilustrado— que no sea ni imagen de Dios ni esté por tanto orientado a Él. Semejante concepción es problemática tanto teóricamente, pues la naturaleza de un espíritu es de suyo participar de lo absoluto y tender a ello; como prácticamente, pues la experiencia personal e histórica muestra que romper la relación con Dios termina diluyendo la dignidad de la persona humana. «Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal»[3].
2. El ser humano: creado por amor, creado para amar
Que «Dios creó al hombre a su imagen» implica también dos afirmaciones fundamentales: que hemos sido creados por amor y que hemos sido creados para amar.
En primer lugar, si Dios es perfecto y absoluto, no necesita de nada ni de nadie. De lo anterior se deduce que Dios es absolutamente trascendente y libre; es decir, que no ha creado el mundo ni el hombre por necesidad, sino libérrimamente. La creación es un don gratuito de Dios: con otras palabras, toda la creación es obra de su amor. Hemos de rechazar la frecuente tentación de someter a Dios, o la Voluntad de Dios, a nuestra lógica o nuestras condiciones.
En segundo lugar, si Dios nos ha creado a su imagen, es para entablar una posible relación con el hombre. Con otras palabras, si Dios nos ha hecho capaces de conocer y de amar más allá de lo material y finito, si nos ha creado con espíritu, es para que le conozcamos y amemos a Él. «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es “capaz de conocer y amar a su Creador” (Gaudium et Spes, 12,3); es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (Gaudium et Spes, 24,3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad»[4].
Desde otro punto de vista, puede decirse que la creación del hombre a imagen de Dios implica la posibilidad de una relación de comunicación mutua. Pero la iniciativa de esa comunicación, si se refiere a la intimidad, solo puede provenir de Dios, pues el conocimiento natural humano no puede de suyo acceder a la intimidad de Dios (en realidad, ni a ninguna otra intimidad si esta no se le abre). Y eso es lo que efectivamente Dios ha hecho: Dios se nos ha revelado, nos ha comunicado su naturaleza más íntima. Pues bien, esa profunda revelación nos viene de la manera más explícita por san Juan: «Dios es amor»[5].
Esto significa que el ser humano, al ser imagen de Dios y participar de Él, que es amor, es un ser capaz de amor: esta es su esencia y definición más profunda, lo que determina lo que es y llega a ser, «porque uno es lo que es su amor»[6]; y es capaz de amor porque, al ser creado por amor, ha recibido ya ese amor, ha sido amado primero: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó»[7]; «nosotros amamos, porque Él nos amó primero»[8]. Por eso todo el dinamismo de la vida moral, las virtudes, está informado por el amor, por la caridad. «La caridad ordena los actos de las demás virtudes al fin último, y por eso también da a las demás virtudes la forma. Por lo tanto, se dice que es forma de las virtudes»[9].
3. Dimensiones del ser humano: inteligencia, voluntad, afectos
Definir al hombre como ser amante o capaz de amor puede ser ambiguo en función de qué se entienda por amor, término con un uso actual demasiado amplio y diverso. En general, puede decirse que el amor es, o al menos alberga, un deseo; pero el ser humano puede desear de diversas maneras (egoísta o altruistamente), en niveles distintos de su naturaleza (sensible o espiritualmente) y, además, en dirección a objetos muy distintos (por ejemplo, inferiores o superiores al hombre mismo, objetos en sí buenos o malos, etc.) que caracterizan diversamente ese deseo y, por tanto, al sujeto mismo que desea. La luz de la fe nos indica que el modo de amar más propio del ser humano, imagen de Dios, es amar como ama Él.
Amar como Dios o amar espiritualmente significa, dicho sintéticamente, amar libremente en y con verdad. Con otras palabras, significa elevar la afectividad al nivel en que la razón discierna en ella verdad o falsedad, corrección o incorrección, y abra o dirija el amor hacia el otro; lo cual, evidentemente, solo se puede hacer de modo libre o voluntario. Se trata, entonces, de poner en juego las tres dimensiones fundamentales del ser humano en cuanto espíritu: la inteligencia o el logos que lúcidamente y de modo absoluto discierne la clase de amor y lo abre a otras personas; la voluntad que decide libremente cómo responde a ese requerimiento lúcido y amoroso a la vez; y la afectividad que, en su forma más profunda y suprema, constituye propiamente el amor.
Evidentemente, también constatamos en nosotros un nivel no espiritual donde falta lucidez, libertad o auténtico amor. De lo que se trata, entonces, es de integrar esas tres dimensiones humanas en su nivel superior o espiritual; sin ceder, por tanto, a reduccionismos que en el fondo suponen una idea del ser humano como un ser solo material, animal o socialmente gregario.
En ese plano espiritual, inteligencia y amor van de la mano armónica y simultáneamente. “No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor”[10].Eros y agapé, que a menudo se han radicalizado y opuesto entre sí (como amor de deseo y amor de benevolencia, amor ascendente y amor descendente, amor posesivo y amor oblativo, amor a uno mismo y amor al otro, etc.) se integran elevándose y purificándose. «En realidad, eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará “ser para” el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[11].
4. La sociabilidad humana
Al revelarnos Dios su esencia como amor, nos ha revelado además algo de cómo ama; y no solo de cómo ama a las criaturas humanas, sino cómo ama en sí mismo. Dios ama interpersonalmente; Dios es Trino, una Trinidad de personas que se conocen y se aman mutuamente. De manera que, si nosotros somos imagen de Dios, estamos llamados a amar así y poseemos ya en nosotros una huella o participación de ese amor interpersonal.
Esta dimensión del amor, el amor al otro, puede atisbarse ya en la experiencia natural tanto del amor como de la experiencia del otro en cuanto otra persona. Por un lado, si el amor es deseo, mueve, es movimiento; y lo natural es que saque al sujeto de sí mismo hacia lo superior, hacia otras personas. Por otro lado, la auténtica experiencia que tenemos de los otros no es simplemente la experiencia de otros “objetos” a los que acaso respondemos si queremos; es más bien la experiencia de otros “sujetos” que ya de entrada nos exigen respuesta, ante quienes nos sentimos primariamente interpelados. A su vez, este descubrimiento natural aparece reforzado por la verdad de fe que venimos considerando, el ser humano como imagen de Dios. En efecto, si el otro es imagen de Dios, amar al otro es amar la imagen de Dios, amar a alguien a quien Dios ama, amar a Dios mismo.
Por tanto, amor es amor esencialmente interpersonal: «Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es “lógos” que crea “diá-logos” y, por tanto, comunicación y comunión. (...) La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la caridad»[12]. Por eso el Nuevo Testamento presenta unidos los mandamientos del amor a Dios y amor al prójimo[13], de manera que uno lleva al otro: el amor a Dios lleva al amor al prójimo, y el amor al prójimo lleva al amor a Dios. «Si amas a tu hermano es necesario que ames al mismo amor. Ahora bien, el ‘amor es Dios’, luego es necesario que el que ama a su hermano ame también a Dios»[14].
Es en estos presupuestos antropológicos y éticos profundos donde se funda la sociabilidad humana, y no solo en una cuestión fáctica de necesaria y útil convivencia en comunidad. Por eso, también, la sociabilidad se alimenta del amor y se compone primeramente de las relaciones y comunidades propiamente amorosas: la familia y la amistad. Solamente a través de la socialización, del contacto con otros, el ser humano crece y se desarrolla en su naturaleza propia: «Un ser humano está hecho de tal manera que no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud ‘si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás’ (Gaudium et spes, n. 24). Ni siquiera llega a reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros»[15].
Así lo vemos en el mismo Evangelio, «Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre»[16], y de ello se extraen ricas consecuencias para la familia como célula básica de la sociedad. «Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano»[17].
Y respecto a la amistad —«A vosotros os he llamado amigos»[18]—, sucede lo mismo: se nutre del amor de Dios y construye comunidad. «Por la gracia que Él nos regala, somos elevados de tal manera que somos realmente amigos suyos. Con el mismo amor que Él derrama en nosotros podemos amarlo, llevando su amor a los demás, con la esperanza de que también ellos encontrarán su puesto en la comunidad de amistad fundada por Jesucristo»[19].
Bibliografía
—Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 355-368.
[1] Gn 1,27.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 362.
[3] Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n. 200.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 356.
[5] 1 Jn 4,8 y 16.
[6] San Agustín, Comentario a la Primera Carta de san Juan, tratado 2, n. 14.
[7] 1 Jn 4,10.
[8] 1 Jn 4,19.
[9] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, cuestión 23, artículo 8.
[10] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 30.
[11] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 7.
[12] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 4.
[13] Cf. Mt 22,40; 1 Jn 4,20 y 21; etc.
[14] San Agustín, Comentario a la Primera Carta de san Juan, tratado 9, n. 10.
[15] Francisco, Encíclica Fratelli tutti, n. 87.
[16] Mt 12,50.
[17] San Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11.
[18] Jn 15,15.
[19] Francisco, Christus vivit, n. 153.