Sumario
1. Introducción: ¿puede Dios intervenir en la historia?
2. Providencia y conservación
3. La Providencia en la Biblia
4. Providencia y libertad
5. El mal
6. Providencia y vida cristiana
- Bibliografía básica
1. Introducción: ¿puede Dios intervenir en la historia?
Algunas formas de practicar la religiosidad pueden constituir auténticas deformaciones de la imagen del Dios providente de la1 Biblia. Mientras todo va bien, muchos casi ni se acuerdan de Dios, pero cuando experimentan las dificultades de la vida, se dirigen a Dios como si se hubiera olvidado de ellos, haciéndole culpable de los males que les ocurren, y exigiéndole una intervención urgente que ponga fin a la situación de malestar. Es la concepción de un Dios tapa-agujeros, verdadera caricatura del Dios revelado en las Escrituras.
Más allá de estas representaciones, difundidas en mayor o menor medida a nivel popular, es lícito preguntarse por la posibilidad y la efectividad de las intervenciones divinas en nuestro mundo. Para algunos, Dios no puede intervenir por principio, pues una vez que ha creado el mundo se ha retirado de él, ya que éste funciona por su cuenta con sus propias leyes; otros sostienen que Dios interviene en algunos momentos, sobre todo cuando hay que corregir el rumbo de los acontecimientos; hay, en fin, quien piensa que Dios está constantemente actuando en una creación frágil y corrompida. Si fuera verdadera la primera o la segunda opinión, ¿dónde quedaría la omnipotencia de un Creador incapaz de dirigir su obra? Si fuera correcta la última, ¿dónde quedaría la autonomía y la libertad de las criaturas en su obrar?
2. Providencia y conservación
La creación no está acabada desde el principio, sino que Dios la hizo in statu viae, es decir, hacia una meta última todavía por alcanzar. Por eso, no se reduce a los comienzos; una vez producida, «Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo, 301). La Sagrada Escritura compara esta actuación de Dios en la historia con la acción creadora (cf. Is 44,24; 45,8; 51,13). La literatura sapiencial explicita la acción de Dios que mantiene en la existencia a sus criaturas. «¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado?» (Sb 11,25). San Pablo va más lejos y atribuye esta acción conservadora a Cristo: «Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él» (Col 1,17).
El Dios cristiano no es un relojero o arquitecto que, tras haber realizado su obra, se desentiende de ella. Estas imágenes son propias de una concepción deísta, según la cual Dios no se inmiscuye en los asuntos de este mundo. Pero esto supone una distorsión del auténtico Dios creador, pues separa drásticamente la creación de la conservación y gobierno divino del mundo. El deísmo implica un error en la noción metafísica de creación, pues ésta, en cuanto donación de ser, lleva consigo una dependencia ontológica por parte de la criatura, que no es separable de su continuación en el tiempo. Ambas constituyen un mismo acto, aun cuando podamos distinguirlas conceptualmente: «La conservación de las cosas no la hace Dios por una acción nueva, sino por continuación de la misma acción por la que les da el ser, la cual se efectúa sin movimiento ni tiempo»[1]. La noción de conservación, por tanto, “hace de puente” entre la acción creadora y el gobierno divino del mundo (providencia). Dios no sólo crea el mundo y lo mantiene en la existencia, sino que además «conduce a sus criaturas a la perfección última, a la que Él mismo las ha llamado» (Compendio, 55).
3. La Providencia en la Biblia
La Sagrada Escritura presenta la soberanía absoluta de Dios, y testimonia constantemente su cuidado paterno, tanto en las cosas más pequeñas como en los grandes acontecimientos de la historia (cf. Catecismo, 303). La autoridad del Creador (“gobierna”) se expresa como solicitud del Padre (“custodia”)[2]. Los antiguos símbolos de la fe aludían al aspecto del gobierno con el término griego Pantokrator, que debe entenderse en sintonía con la imagen del Pastor: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23 [22],1). Cuidado y autoridad divina son presididas por la sabiduría, que «se despliega con vigor (fortiter) de un confín a otro y todo lo gobierna con acierto (suaviter)» (Sb 8,1). En el Nuevo Testamento Jesús confirma esta visión con sus acciones y con sus enseñanzas. En efecto, se revela como la providencia “encarnada” de Dios, que atiende como Buen Pastor las necesidades materiales y espirituales de los hombres (Jn 10,11.14-15; Mt 14,13-14), y nos enseña a abandonarnos a su cuidado (Mt 6,31-33; Mt 10,29-31; Lc 12,24-31; Lc 21,18). Así, el mismo Verbo que ha creado, sostiene y guía todo, una vez encarnado, muestra de un modo visible su cuidado providente.
Con esto no hemos llegado todavía al nivel más profundo de esta doctrina, que se alcanza al observar que el destino al que hemos sido llamados, el Reino de Dios, es un designio del Padre que precede a la creación, porque «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,4-6). «La predestinación del hombre y del mundo en Cristo, Hijo eterno del Padre, confiere a toda la doctrina sobre la Providencia Divina una decisiva característica soteriológica y escatológica»[3], situándola en un nivel distinto de la concepción del destino de los antiguos. No estamos abocados a un horizonte inexorable, sino que nos encaminamos hacia el encuentro con nuestro Creador y Padre.
4. Providencia y libertad
Una vez excluida la visión según la cual Dios no puede obrar en el mundo, se abren otras preguntas: ¿eso significa que las criaturas, particularmente las libres, no son verdaderas causas? Si todo lo que sucede es gobernado por un Dios amoroso, ¿por qué existe el mal? ¿Dios actúa siempre, solo algunas veces, o quizá hemos de resignarnos a que no actúe nunca?
Dios conserva las criaturas tanto en su ser como en su obrar. Las cosas no solo permanecen, sino que obran en el tiempo produciendo efectos. Las criaturas espirituales actúan libremente. Sus obras son suyas, no de Dios, quien, sin embargo, las sustenta como garante de su libertad. Así pues, conviene distinguir con Santo Tomás la causalidad creadora de Dios de la causalidad de las criaturas, es decir, la causa primera de las causas segundas[4]. Cada una es causa al cien por cien en su orden, y por eso no hay contraposición entre reconocer que sin Dios no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5) y que nuestras acciones son nuestras y no de Dios.
Que Dios gobierne todo no significa que no respete la autonomía de lo creado. La imagen de un Dios demasiado “entrometido” es típica de los planteamientos que confunden creación y providencia en virtud de una concepción “actualista”, como si Dios tuviese que estar constantemente corrigiendo el rumbo del mundo. A esta imagen se opone una concepción deísta, según la cual Dios no interviene en la historia (o, como mucho, interviene solo en los momentos críticos). Si el actualismo subraya la continua intervención divina en la creación, el deísmo insiste en la trascendencia divina y la consiguiente autonomía de lo creado. El primero une demasiado creación y providencia, el segundo las separa excesivamente.
Según el Aquinate, para gobernar el mundo Dios se vale de la acción de las causas segundas, respetando su ámbito propio. Esto manifiesta su bondad, que quiere contar con las criaturas para conducir la creación a su fin[5]. Como Dios lo guía todo, de algún modo las causas segundas sirven a los designios de la providencia. Las criaturas, especialmente las libres, son llamadas a cooperar con Dios en el cumplimento de su plan[6]. Esta afirmación vale en primer lugar para los ángeles, que la Escritura presenta como especialmente partícipes de la providencia. «Bendecid al Señor, ángeles suyos, poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra» (Sal 103 [102], 20)[7]. Y vale también para el ser humano, a quien Dios ha confiado el dominio sobre el mundo material (cf. Gen 1,28). Siendo libres, ángeles y hombres pueden también oponerse a la voluntad de Dios o comportarse de modo contrario a ella. ¿Significa esto que la providencia no se cumple? ¿Cómo se explica, pues, la presencia del mal en el mundo?
5. El mal
Si Dios crea, sostiene y dirige todo con bondad, ¿de dónde proviene el mal? «A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta [...]. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal» (Catecismo, 309).
Es necesario, pues, afrontar la cuestión del mal en un mundo bueno creado por un Dios bueno. Tomás de Aquino argumenta que la providencia divina no excluye el mal en las cosas. Dios no lo causa, pero tampoco suprime la acción de las causas segundas, las cuales pueden fallar; el defecto en un efecto de la causa segunda es debido a ella, y no es imputable a la causa primera[8].
Se suele hablar de la “permisión” divina del mal; esto significa que el mal está sometido a la providencia. «Dios omnipotente [...], siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal»[9]. El Aquinate afirma que Dios prefiere sacar el bien del mal antes que no permitir en absoluto la existencia de algún mal. Pertenece a la bondad de Dios la permisión de los males y la obtención de bienes mayores a partir de ellos. Dios es «previsor universal de todo ser (universalis provisor totius entis)»[10].
Concediendo a los hombres una participación en la providencia, Dios respeta su libertad incluso cuando obran mal (cf. Catecismo, 302, 307, 311). Sorprende que Dios, «en su providencia todopoderosa puede sacar un bien de las consecuencias de un mal» (Catecismo, 312). Toda la historia puede ser interpretada según esta clave de lectura, en conexión con las palabras de San Pablo: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21)[11].
Tantas veces el mal parece más fuerte que el bien; sin embargo, es difícil desarraigar la tendencia humana natural a confiar en que al final el bien debe triunfar, y triunfa de hecho, pues el amor es más potente. La experiencia del mal pone ante los ojos la tensión entre omnipotencia y bondad divina en su obrar en la historia, que recibe una respuesta misteriosa en el evento de la Cruz de Cristo[12], que revela el “modo de ser” de Dios.
La definición del mal como privación, y no como parte constitutiva del universo, es cristiana. Sostener que el mal existe, pero que no tiene sustancia, significa superar el dilema en el que sucumbe, por una parte, quien niega la realidad del mal en nombre de la bondad y del poder infinito de Dios; y por otra, quien niega la bondad y el poder infinito de Dios, en nombre de la realidad del mal. La verdad de la creación, llevada a sus últimas consecuencias, implica que no hay privación sin un ser que se ve desprovisto de algo, es decir, no hay un mal sin un bien que lo soporte. El mal absoluto es imposible. El bien es más fundamental y potente que el mal[13].
A la cuestión «si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?», Tomás de Aquino responde: «Si el mal existe, Dios existe. Pues el mal no existiría si desapareciese el orden del bien, cuya privación es el mal. Y tal orden no existiría si Dios no existiera»[14]. El mundo, aunque imperfecto, con el mal dentro de sí, existe; por tanto, Dios existe. El mal necesita de un sujeto en el que encontrarse (no habría ceguera sin alguien que se ve privado de la vista). Sin paradoja alguna, el mal prueba la existencia de Dios, puesto que hace descubrir que la existencia de un sujeto contingente postula la existencia del Absoluto.
6. Providencia y vida cristiana
Leyendo la Escritura, caemos en la cuenta de que hay textos explícitos sobre la providencia, sobre todo en los libros sapienciales, y también textos implícitos, de tipo histórico-salvífico. En estos últimos, se puede tener la impresión de que Dios interviene a veces, y otras no, como si hubiera lagunas, momentos en los que parece esconderse. ¿Qué decir ante esto? ¿Existe una contradicción en la Biblia? En realidad, no es así. La Providencia es constante, real y continua. Son los hombres los que no siempre saben considerar lo que sucede como providencia de Dios. Dios se manifiesta tanto en lo que parece bueno como también permitiendo el mal y el sufrimiento. El Antiguo Testamento enseña que conviene buscar y encontrar las huellas de Dios en todo, como indica la respuesta de Job a su mujer tras haber perdido hijos, bienes y salud: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?» (Jb 2,10)[15].
La aparente ambivalencia de la providencia recibe una respuesta definitiva en Cristo crucificado, «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,24). «Si descubrimos mediante la fe este poder y esta "sabiduría", nos encontramos en las sendas salvadoras de la Divina Providencia [...]. La Providencia Divina se revela así como el caminar de Dios junto al hombre»[16]. Del misterio de la pasión y muerte de Jesús, que es la mayor injusticia de la historia, Dios ha sacado el mayor de los bienes, la redención de los hombres.
Esta consideración tiene consecuencias para la espiritualidad cristiana. Es una liberación para el hombre saberse gobernado por un Dios Padre y Providente, y no por un destino ciego. El testimonio de los santos (cf. Catecismo, 313) anima a los cristianos a descubrir la necesidad de entender que «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28)[17]. La aceptación cotidiana de la providencia es un acto de esperanza teologal, que no excluye el ejercicio responsable de la libertad, que entra en el plan de Dios. Así, la fe en la providencia lleva al cristiano a una actitud de confianza filial en Dios en todas las circunstancias: con agradecimiento ante los bienes recibidos, y con sencillo abandono ante lo que pueda parecer malo, pues Dios saca de los males mayores bienes.
Bibliografía básica
—Catecismo de la Iglesia Católica, 302-324; Compendio, 55-58.
—Juan Pablo II, catequesis de Juan Pablo II sobre la Providencia, desde el 30 de abril al 25 de junio de 1986.
—Juan Pablo II,Creo en Dios Padre. Catequesis sobre el Credo (I), Palabra, Madrid 1996, pp. 219-253.
[1] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 104, a. 1, ad 4.
[2] Cf. Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 14-05-1986.
[3] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 28-05-1986.
[4] Cf. Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 3, cap. 95; ibid., cap. 148.
[5] «La operación divina no excluye la de las causas segundas. Además, los efectos procedentes de las operaciones de las causas segundas están sujetos a la divina providencia, ya que Dios ordena por sí mismo lo singular, según se declaró. Luego las causas segundas son las ejecutoras de la divina providencia» (Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 3, cap. 77).
[6] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 30.04.1986.
[7] «Este último versículo del Salmo 102 indica que los ángeles toman parte, a su manera, en el gobierno de Dios sobre la creación, como “poderosos ejecutores de sus órdenes” según el plan establecido por la Divina Providencia» (Id., Discurso en la audiencia general, 30-07-1986).
[8] Cf. Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 3, cap. 71. Tomás presupone la distinción agustiniana entre el mal como culpa y como pena; aquí está hablando de la culpa, ya que interpreta Is 45,6-7 («Yo soy el Señor y no hay otro, el que forma la luz y crea las tinieblas; yo construyo la paz y creo la desgracia. Yo, el Señor, realizo todo esto»), como referido a la pena; cf. también id., Summa Theologiae, I, q. 49, a. 2.
[9] Agustín de Hipona, Manual de fe, esperanza y caridad, 3,11.
[10] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 22, a. 2, ad 2.
[11] Cf. Juan Pablo II, Memoria e identidad, La Esfera de los Libros, Madrid 2005, pp. 13-43.
[12] «A la pregunta sobre cómo conciliar el mal y sufrimiento en el mundo con la verdad de la Providencia Divina, no se puede ofrecer una respuesta definitiva sin hacer referencia a Cristo. Efectivamente, por una parte, Cristo –el Verbo encarnado– confirma […] que Dios está al lado del hombre en su sufrimiento; más aún, que Él mismo toma sobre Sí el sufrimiento multiforme de la existencia terrena del hombre. Jesús revela al mismo tiempo que este sufrimiento posee un valor y un poder redentor y salvífico […]. La verdad de la Providencia adquiere así mediante "el poder y la sabiduría" de la cruz de Cristo su sentido escatológico definitivo. La respuesta definitiva a la pregunta sobre la presencia del mal y del sufrimiento en la existencia terrena del hombre la ofrece la Revelación divina en la perspectiva de la "predestinación en Cristo", es decir, en la perspectiva de la vocación del hombre a la vida eterna» (id., Discurso en la Audiencia general, 11-06-1986).
[13] Una reflexión amplia sobre la cuestión puede verse en C. Journet,El mal: estudio teológico, Rialp, Madrid 1965.
[14] Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 3, cap. 71.
[15] Comenta San Gregorio Magno: «Los bienes son dones de Dios, tanto los temporales como los eternos. Los males, sin embargo, son las desgracias presentes de los cuales el Señor habla, cuando dice por el profeta: “Yo soy el Señor y no hay otro, que formo la luz y creo las tinieblas; que hago la paz y creo los males” (Is 45,5.6.7) […]. Formo la luz y creo las tinieblas, porque mediante los azotes del dolor que crean las tinieblas en el exterior, se enciende la luz de la enseñanza en el interior. Hago la paz y creo los males, porque con Dios se nos devuelve la paz, pero, cuando lo que ha sido creado bueno lo empleamos perversamente, lo que es bueno en sí se convierte en desgracia para nosotros. Por el pecado nos enfrentamos a Dios; es justo, pues, que volvamos a su paz por medio de las desgracias. De esa forma, cuando una cosa creada buena se convierte para nosotros en causa de dolor, somos corregidos y nuestra mente retorna humildemente a la paz del Creador» (Gregorio Magno, Libros morales, 3,9,15; vol. 1, Ciudad Nueva, Madrid 1998, pp. 197-198).
[16] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 11-06-1986.
[17] En continuidad con la experiencia de tantos santos de la historia de la Iglesia, esta expresión paulina se encontraba frecuentemente en los labios de San Josemaría, que vivía y animaba así a vivir en una gozosa aceptación de la voluntad divina (cf. Josemaría Escrivá, Surco, 127; Via Crucis, IX, 4; Amigos de Dios, 119).