Tema 31. El quinto mandamiento

Nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. El quinto mandamiento prohíbe también golpear, herir o hacer cualquier daño injusto a uno mismo y al prójimo en el cuerpo, ya por sí, ya por otros; así como agraviarle con palabras injuriosas o quererle mal. En relación con el aborto y la eutanasia es necesario recordar que el respeto de la vida debe ser reconocido como el confín que ninguna actividad individual o estatal puede superar.

Sumario

• La vida humana es sagrada
• El deber moral de conservar la vida y la salud
• El aborto
• El suicidio y la eutanasia
• La pena de muerte
• Bibliografía


La vida humana es sagrada

«La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin [...]; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Catecismo, 2258).

El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Cf. Gn 1, 26-27). Es alguien singular: la única criatura de este mundo a la que Dios ama por sí misma[1]. Está destinado a conocer y amar eternamente a Dios. Aquí radica el fundamento último de la sacralidad y de la dignidad humana; y en su vertiente moral, del mandamiento “no matarás”. La encíclica Evangelium vitae (1995), que ofrece una bella meditación sobre el valor de la vida humana y su llamada a la vida eterna de comunión con Dios, explica que «de la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable» (n. 40). Tras el diluvio, en la alianza con Noé, aparece claramente establecida la imagen de Dios como base de la condena del homicidio (Cf. Gn 9, 6).

El poner la vida en manos del hombre implica un poder de disposición, que conlleva saber administrarlo como una colaboración con Dios. Esto exige una actitud de amor y de servicio, y no de dominio arbitrario: se trata de un señorío ministerial, no absoluto, reflejo del único señorío de Dios[2].

El libro del Génesis presenta el abuso contra la vida humana como consecuencia del pecado original. Yahvé se manifiesta siempre como protector de la vida: incluso de la de Caín, después de haber matado a su hermano Abel. Nadie debe tomarse la justicia por su mano, y nadie puede abrogarse el derecho de disponer de la vida del prójimo (Cf. Gn 4, 13-15).

Aunque este mandamiento hace referencia específicamente a los seres humanos nos recuerda la necesidad de cuidar al resto de criaturas vivientes y a nuestra casa común. En la encíclica Laudato sí (2015) se lee: «Cuando el corazón está auténticamente abierto a una comunión universal, nada ni nadie está excluido de esa fraternidad. Por consiguiente, también es verdad que la indiferencia o la crueldad ante las demás criaturas de este mundo siempre terminan trasladándose de algún modo al trato que damos a otros seres humanos. El corazón es uno solo, y la misma miseria que lleva a maltratar a un animal no tarda en manifestarse en la relación con las demás personas. Todo ensañamiento con cualquier criatura “es contrario a la dignidad humana”» (n. 92).

Este mandamiento, como el resto, encuentra su plenitud de sentido en Jesucristo, y concretamente en el sermón de la montaña: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5, 21-24). El mandamiento de salvaguardar la vida del hombre «tiene su aspecto más profundo en la exigencia de la veneración y amor hacia la persona y su vida»[3].

El deber moral de conservar la vida y la salud

La vida humana se recibe como un don de Dios muy preciado que se ha de proteger y conservar. El Catecismo explica que debemos cuidar de la salud de modo razonable, teniendo siempre en cuenta las necesidades de los demás y del bien común (n. 2288). Al mismo tiempo recuerda que no es un valor absoluto: la moral cristiana se opone a una concepción neopagana que promueve el culto al cuerpo, y que puede conducir a la perversión de las relaciones humanas (n. 2289).

«La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables» (n. 2290). Por eso también, el uso de drogas es una falta grave, pues supone un daño serio para la salud (n. 2291).

La carta Samaritanus bonus (2020) explica que el desarrollo de la medicina nos ayuda en nuestro deber de conservar y cuidar la vida y la salud. Al mismo tiempo nos recuerda la necesidad de utilizar todas las posibilidades diagnósticas y terapéuticas con una sabia capacidad de discernimiento moral, evitando todo aquello que pueda ser desproporcionado e incluso deshumanizante.

En este contexto se mueve la reflexión sobre los trasplantes de órganos. La Iglesia enseña que la donación de órganos para trasplantes es legítima y puede ser un acto de caridad, si se trata de una acción plenamente libre y gratuita[4], y respeta el orden de la justicia y de la caridad. «Una persona sólo puede donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o daño para su propia vida o identidad personal, y por una razón justa y proporcionada. Resulta obvio que los órganos vitales sólo pueden donarse después de la muerte»[5].

El quinto precepto manda no matar. Condena también golpear, herir o hacer cualquier daño injusto a uno mismo y al prójimo en el cuerpo, ya por sí, ya por otros; así como agraviarle con palabras injuriosas o quererle mal. En este mandamiento se prohíbe igualmente darse a sí mismo la muerte (suicidio). La encíclica Evangelium vitae dedica la tercera parte a tratar de los atentados contra la vida, recogiendo la tradición moral anterior. En esta sección aparece de modo solemne la condena del homicidio voluntario, del aborto y de la eutanasia.

«El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza al cielo (Cf. Gen 4, 19)» (Catecismo, 2268)[6].Evangelium vitae ha formulado de modo definitivo e infalible la siguiente norma negativa: «con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (Cf. Rom 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal»[7].

Esta condena no excluye la posibilidad de la legítima defensa, que en ocasiones aparece como una verdadera paradoja. Como enseña también Evangelium vitae, «la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad. Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación» (n. 55).

El aborto

«La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción» (Catecismo, 2270). Por eso, «el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente»[8]. «Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón y proclamada por la Iglesia»[9].

En el contexto social de muchos países el aborto se considera un derecho y medio indispensable para seguir mejorando la salud reproductiva de las mujeres. Esto provoca una dificultad para entender las enseñanzas de la Iglesia y es una de las razones que explica que muchas personas acudan a estas intervenciones con una ignorancia, que no pocas veces es invencible. Además, ante el embarazo no deseado la presión social y familiar puede ser tan grande que con frecuencia la responsabilidad personal de la mujer que acude al aborto está disminuida.

Son por ello dignas de alabanza todas aquellas iniciativas que ayudan a las madres a seguir adelante con su embarazo, sobre todo cuando tiene que afrontar dificultades particulares. En este ámbito el estado tiene un papel de primer orden, pues se trata de la defensa de una población especialmente vulnerable. También es muy loable el trabajo que se hace por informar adecuadamente sobre la realidad del aborto y sus consecuencias psicológicas y existenciales negativas -en ocasiones graves- que inciden en la vida de las que eligen esta opción.

El suicidio y la eutanasia

Algunos piensan erróneamente que la prohibición de no matar se refiere solamente a otros, pero que el cristianismo no sería contrario al suicidio, al menos en algunas circunstancias, diciendo que no hay una condena explícita en la Sagrada Escritura. Sin embargo, como recuerda Evangelium vitae (n. 66), «el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala». El Catecismo lo explica señalando que «es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo» (n. 2281)[10]. Cosa distinta es preferir la propia muerte para salvar la vida de otro, lo que supone un acto de caridad heroica.

Es verdad que algunos condicionamientos psicológicos, culturales y sociales pueden atenuar o incluso anular la responsabilidad subjetiva del gesto suicida, y la Iglesia encomienda a Dios las almas de los que han llegado a este acto extremo. Sin embargo, esto no significa que se justifique la opción de provocar intencionalmente la propia muerte.

En los últimos decenios al suicidio se ha añadido la eutanasia, donde una tercera persona realiza la acción letal, a petición del interesado. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La Iglesia ha enseñado siempre que se trata de «una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana [...]. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio»[11]. Se trata de una de las consecuencias, gravemente contrarias a la dignidad de la persona humana, a las que puede llevar el hedonismo y la pérdida del sentido cristiano del dolor.

Es importante distinguir la eutanasia de otras acciones que se realizan en el marco de una adecuada asistencia médica al final de la vida, como la interrupción de algunos tratamientos, que se consideran en un cierto momento extraordinarios o desproporcionados para los objetivos que se pretenden. También es distinta de la llamada “sedación paliativa”, que es una herramienta terapéutica para algunas situaciones terminales en la que los tratamientos ordinarios no son suficientes para evitar al paciente graves sufrimientos. En algunas ocasiones no es fácil determinar cuáles son las elecciones más adecuadas. Por ese motivo la carta Samaritanus bonus ofrece algunos criterios que pueden ayudar a realizar buenas decisiones.

En relación con el aborto y la eutanasia es necesario recordar que el respeto de la vida debe ser reconocido como el confín que ninguna actividad individual o estatal puede superar. El derecho inalienable de toda persona humana inocente a la vida es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación y como tal debe ser reconocido y respetado tanto por parte de la sociedad como de la autoridad política (Cf. Catecismo, 2273)[12].

Por ello, las leyes que permiten el aborto “no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia[13].

La pena de muerte

Durante siglos se ha justificado la pena de muerte como un medio eficaz para garantizar la defensa del bien común, e incluso como modo de restituir la justicia en casos de graves delitos. El Magisterio de la Iglesia ha ido evolucionando progresivamente, teniendo en cuenta las siempre mejores posibilidades de proteger el bien común de los ciudadanos a través de sistemas de detención adecuados, hasta llegar a la formulación actual del Catecismo (n. 2267), que considera inadmisible la pena de muerte por atentar contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, señalando que la Iglesia se compromete a su total abolición en todo el mundo.

Los secuestros y el tomar rehenes son moralmente ilícitos: es tratar a las personas sólo como medios para obtener diversos fines, privándoles injustamente de la libertad. También son gravemente contrarios a la justicia y a la caridad el terrorismo y la tortura.

«Exceptuados los casos de prescripciones médicas de orden estrictamente terapéutico, las amputaciones, mutilaciones o esterilizaciones directamente voluntarias son contrarias a la ley moral» (Catecismo, 2297).

El Catecismo, al tratar del 5º mandamiento, después de mencionar las ofensas al cuerpo de las personas hace una referencia a las “ofensas del alma”, y menciona el escándalo. Ya Jesús lo había condenado predicando a sus discípulos: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino y le echen al mar» (Mt 18, 6). Se trata de una «actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal»[14]. Es una falta grave, pues arrastra, tanto por una acción como por una omisión a que otros cometan un pecado. Se puede causar escándalo por comentarios injustos, por la promoción de espectáculos, libros y revistas inmorales, por seguir modas contrarias al pudor, etc.[15].

La encíclica Fratelli tutti (2020) invita a considerar «una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite» (n. 1). Esta fraternidad es capaz de fundar una verdadera paz social e internacional.

«Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 8). Característica del espíritu de filiación divina es ser sembradores de paz y de alegría[16]. «La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad [...]. Es obra de la justicia (Cf. Is 32, 17) y efecto de la caridad» (Catecismo, 2304).

La historia de la humanidad ha visto, y sigue contemplando, tantas guerras que promueven destrucción y odio. Aunque se presentan en ocasiones como eventos irremediables, son «falsas respuestas, que no resuelven los problemas que pretenden superar y que en definitiva no hacen más que agregar nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad nacional y universal»[17]. «A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 81,4)» (Catecismo, 2307). El Catecismo explica que existe una «legítima defensa mediante la fuerza militar». Pero «la gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral» (Catecismo, 2309). Y señala: «Es preciso a la vez: que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición»[18].

La carrera de armamentos, «en lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación de armas siempre más modernas impide la ayuda a los pueblos indigentes, y obstaculiza su desarrollo» (Catecismo, 2315). La carrera de armamentos «es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 81). Las autoridades tienen el derecho y el deber de regular la producción y el comercio de armas (Cf. Catecismo, 2316)[19].

Pablo Requena / Pau Agulles


Bibliografía

— Catecismo de la Iglesia Católica, 2258-2330.

— Juan Pablo II, Evangelium vitae, 25-III-95, cap. III.


[1] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24.

[2] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 25-III-95, 52.

[3] Ibíd., 41.

[4] Cf. Juan Pablo II, Discurso, 22-6-1991, 3; Catecismo, 2301.

[5] Ibíd., 4.

[6] También «prohíbe hacer algo con intención de provocar indirectamente la muerte de una persona. La ley moral prohíbe exponer a alguien sin razón grave a un riesgo mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro» (Catecismo, 2269).

[7] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 57.

[8] Ibíd., 62.

[9] Ibíd., 62. Es tal la gravedad del crimen del aborto, que la Iglesia sanciona este delito con pena canónica de excomunión latae sententiae (Cf. Catecismo, 2272).

[10] Sin embargo, «no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida» (Catecismo, 2283).

[11] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 65.

[12] «Estos derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos ni a los padres, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado: pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que la ha originado [...]. Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos ante la ley. Cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del estado de derecho” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae, 22-II-87, 3).

«¡Cuántos crímenes se cometen en nombre de la justicia! Si tú vendieras armas de fuego y alguien te diera el precio de una de ellas, para matar con esa arma a tu madre, ¿se la venderías?... Pues ¿acaso no te daba su justo precio?...

Catedrático, periodista, político, hombre de diplomacia: meditad» (San Josemaría, Camino, 400).

[13] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 73.

[14] Catecismo, 2284.

[15] «Se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a “condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos” (Pío XII, Discurso, 1-VI-1941)» (Catecismo, 2286).

[16] Cf. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 124.

[17] Francisco, Fratelli tutti, 255.

[18] Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la “guerra justa”. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común» (Catecismo, 2309). Además, «existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios» (Catecismo, 2313).

[19] Francisco, Fratelli tutti, 256-262.