Sumario
• El primer mandamiento
• Sentido del primer mandamiento
• El amor a Dios
• La fe y la esperanza en Dios
• Amor a los demás y a sí mismo por amor a Dios
• Pecados contra el primer mandamiento
• El segundo mandamiento
• El nombre del cristiano
• Bibliografía básica
El primer mandamiento
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). Esas palabras del Deuteronomio llaman al hombre para que crea en Dios, espere en él y lo ame sobre todas las cosas (Cf. Catecismo, 2134).
Aunque solemos expresarlo sintéticamente con la formulación «amarás a Dios sobre todas las cosas», en realidad, «el primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad» (Cf. Catecismo, 2086), porque la caridad nos capacita para amar al modo divino, pero no es posible que seamos movidos al amor que Dios merece sin conocerlo verdaderamente, con la luz de la fe, y sin reconocerlo como el bien total al que aspiramos y que confiamos alcanzar, por la esperanza.
Jesús mismo confirmó que «el primer mandamiento es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12,28-30). Para la vida de cada persona es esencial que este mandamiento ocupe verdaderamente su lugar: es el primero, no solo en el orden del decálogo que hemos aprendido, sino en importancia existencial, porque es el único fundamento posible para configurar una vida humana lograda.
Sentido del primer mandamiento
Nuestra libertad nos permite proponernos fines diversísimos y movernos hacia ellos, tomando decisiones. Muchos de esos fines son buscados como medios para alcanzar otros fines. Pero siempre hay uno, al que podemos llamar fin último, que no se quiere para otro fin, sino por sí mismo. Es aquello que la persona considera su bien máximo, al que subordina su selección y persecución de todos los fines intermedios: elige y actúa en la vida según considere que algo le acerca a su fin o no, lo favorece más o menos; y juzga con el mismo criterio si valen la pena los esfuerzos y empeños que le exigirían unos u otros fines intermedios. El fin último que alguien se propone determina el orden del amor en su vida.
Pero, si alguien se propone, o actúa como si se hubiera propuesto, un fin último equivocado, que no es capaz de colmar su vida, aunque parezca prometerlo —la fama, las riquezas, el poder...—, todas sus decisiones sobre los fines intermedios se ven condicionadas por ese desorden del amor; y la libertad, sometida a esa mentira en su ejercicio, acaba dañando a la persona, o incluso destruyéndola (Cf., por ejemplo, Catecismo, 29).
Porque hemos sido hechos a la medida de Dios: «El hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar. La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Gaudium et spes, 19,1).
Todo nuestro bien está en Dios, y fuera de Él no hay bien verdadero y total. Ese es, objetivamente, nuestro fin último. Aunque podemos no saberlo, o no entenderlo con claridad en algunos momentos de nuestra vida, solo Dios puede colmar nuestro deseo de felicidad. Y todo amor que no nos lleva a Dios, que nos aparta de Él, es a la vez una traición a nosotros mismos, una condena a la frustración futura.
Nuestro corazón está hecho para llegar a amar a Dios y para dejarse colmar de su amor, no hay sucedáneo ni alternativa real. Por eso, la única medida adecuada para acoger el amor infinito que Dios nos ofrece es “todo”: amar con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Si no le damos un amor a la medida de sus anhelos, «el corazón se venga..., y se convierte en una gusanera» (Forja, n. 204).
El amor a Dios
El amor a Dios al que se refiere el primer mandamiento comporta:
A) Elegirlo como fin último de todo lo que decidimos hacer. Procurar hacer todo por amor a Él y para su gloria: «ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10,31). «"Deo omnis gloria". —Para Dios toda la gloria»[1]. No ha de haber un fin preferido a este, porque ningún amor merece estar por encima del amor a Dios: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). No sería verdadero, ni bueno, un amor que excluyera o subordinara el amor a Dios.
B) Cumplir su voluntad con obras: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). Cumplirla también cuando exige sacrificio: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42), convencidos de que vale la pena, porque ahí se encierra nuestro mayor bien.
La voluntad de Dios es que seamos santos (Cf. 1Ts 4,3), que sigamos a Cristo (Cf. Mt 17,5), poniendo por obra lo necesario para vivir siguiendo la guía de sus mandamientos (Cf. Jn 14,21). «¿Quieres de verdad ser santo? —Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»[2].
C) Vivir sabiéndose en deuda con Él —la deuda de un hijo con su padre bueno— y queriendo corresponder a su amor. Él nos amó primero, nos ha creado libres y nos ha hecho hijos suyos (Cf. 1 Jn 4,19). El pecado es rechazar el amor de Dios (Cf. Catecismo, 2094), pero Él perdona siempre, se nos entrega siempre: la lógica de Dios es la sobreabundancia. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10; Cf. Jn 3,16). «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). «Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega»[3]. No es un sentimiento sino una determinación de la voluntad que puede ir, o no, acompañada de manifestaciones sensibles.
El deseo de corresponder por amor lleva al empeño de cultivar, de diversas formas[4], la relación con Dios, el trato personal con Él que, a su vez, forma y alimenta el amor. Por eso el primer mandamiento incluye diversas manifestaciones de la religión:
—«La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador» (Catecismo, 2628). Es la actitud más fundamental de la religión (Cf. Catecismo, 2095). «Al Señor tu Dios adorarás y solamente a Él darás culto» (Mt 4,10). «Que tu oración sea siempre un sincero y real acto de adoración a Dios»[5]. La adoración a Dios libera de las diversas formas de idolatría, también actuales, que llevan a la esclavitud.
—La acción de gracias (Cf. Catecismo, 2638), porque todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (1 Co 4,7).
—La petición: de perdón, por las decisiones y actitudes que nos separan de Dios (el pecado); y de ayuda, también para los demás, la Iglesia y la humanidad entera. Jesús incluye en el padrenuestro esos dos tipos de petición. La oración de petición del cristiano está llena de seguridad, porque es un ruego filial, por medio de Cristo: «si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16,23; Cf. 1Jn 5,14-15).
—El amor se manifiesta también con el sacrificio, que es el ofrecimiento a Dios de un bien como expresión de la entrega interior de la propia voluntad, es decir, de obediencia. Cristo nos redimió por el Sacrificio de la Cruz, que manifiesta su perfecta obediencia al Padre hasta la muerte (Cf. Flp 2,8).
—La oración y el sacrificio son inseparables: «la oración se avalora con el sacrificio»[6]. Ambos, en sus diversas formas, forman parte del culto a Dios, que se llama culto de latría o adoración. El acto de culto por excelencia es la Santa Misa, en la que Cristo mismo ofrece al Padre, por el Espíritu Santo, la perfecta adoración, acción de gracias, petición de perdón por los pecados y súplica de su gracia. Los cristianos, hechos miembros de Cristo por el bautismo, hemos recibido la capacidad de ofrecernos en Él, especialmente en la celebración eucarística, dejando que Jesús asuma nuestros sacrificios y los presente, unidos al suyo, al Padre por el Espíritu Santo (Cf. Catecismo, 2100).
—El amor a Dios debe manifestarse en la dignidad del culto: observancia de las prescripciones de la Iglesia, «urbanidad en la piedad»[7], cuidado y limpieza de los objetos destinados al culto divino. «Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. -Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco»[8].
La fe y la esperanza en Dios
Fe, esperanza y caridad son las tres virtudes “teologales” (virtudes que se dirigen a Dios). La mayor es la caridad (Cf. 1Co 13,13), que da “forma” y “vida” sobrenatural a la fe y a la esperanza (de modo semejante a como el alma da vida al cuerpo). Pero la caridad presupone la fe, porque solo puede amar a Dios —como fruto de su libertad— quien le conoce; y presupone la esperanza, porque solo puede amar a Dios quien pone su deseo de felicidad en la unión con Él, de lo contrario amará, para su mal, aquello en lo que pone sus deseos.
La fe es un don de Dios, luz en la inteligencia que nos permite conocer la verdad que Dios ha revelado y asentir a ella, hacerla nuestra. Implica creer lo que Dios ha revelado, pero también creer a Dios mismo que lo ha revelado (confiar en Él).
No hay ni puede haber oposición entre fe y razón. La razón, guiada por la luz de la fe, es imprescindible para asimilar la fe y profundizar en ella, haciendo cada vez más nuestra, por decirlo así, la mirada de Dios sobre la realidad.
La formación doctrinal es importante para alcanzar una fe firme y, así, alimentar el amor a Dios y a los demás por Dios: para la santidad y el apostolado. La vida de fe es una vida apoyada en la fe y coherente con ella.
La esperanza es también un don de Dios que lleva a desear la unión con Él, en la que consiste nuestra felicidad, sin desalentarnos por considerarla inalcanzable, porque confiamos en que nos dará, aunque no sepamos cómo, la capacidad y los medios para alcanzarla (Cf. Catecismo, 2090).
Los cristianos hemos de estar «alegres en la esperanza» (Rm 12,12), porque si somos fieles nos aguarda la felicidad del Cielo: la visión de Dios cara a cara (1 Co 13,12), la visión beatífica. «Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados» (Rm 8,17).
La vida cristiana es un camino de felicidad, no solo futura, sino también en esta tierra, porque ya ahora, por la certeza que nos da la verdadera esperanza, gustamos anticipadamente algo de esa felicidad eterna. Mientras dura nuestra vida terrena, sabemos que es una felicidad compatible con el dolor, con la cruz. La esperanza nos permite vivir seguros de que vale la pena trabajar y sufrir, por Amor[9], para que se cumplan con nuestra cooperación los maravillosos designios de Dios sobre nuestra vida.
«La esperanza no defrauda. No está fundada sobre lo que nosotros podemos hacer o ser; y tampoco sobre lo que nosotros podemos creer. Su fundamento, el fundamento de la esperanza cristiana, es lo más fiel y seguro que puede existir: el amor que Dios mismo tiene por cada uno de nosotros» (Francisco, Audiencia general, 15-II-2017).
Amor a los demás y a sí mismo por amor a Dios
Al responder a la pregunta sobre el principal mandamiento, antes recordada, Jesús añadió: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). No se refiere al mandamiento formulado como segundo en el decálogo, sino al segundo núcleo esencial, junto con el amor a Dios, que incluye varios mandamientos del decálogo. Jesús lo describe como “semejante” al primero: es distinto, no es equivalente o intercambiable, pero sí inseparable. Por eso su importancia es semejante a la del primero.
El amor a Dios debe comprender el amor a quienes Dios ama. «Si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,19-21). No se puede amar a Dios sin amar a todos los hombres, creados por Él a su imagen y semejanza y llamados a ser hijos suyos por la gracia (Cf. Catecismo, 2069).
«Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios»[10]:
A) Portarse como hijo de Dios, como otro Cristo. El amor a los demás tiene como regla el amor de Cristo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Jn 13,34-35). El Espíritu Santo ha sido enviado a nuestros corazones para que podamos amar como hijos de Dios, con el amor de Cristo (Cf. Rm 5,5).
B) Ver en los demás a hijos de Dios, a Cristo: «cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Querer para ellos su verdadero bien, lo que Dios quiere: que sean santos y, por tanto, felices. La primera manifestación de caridad es el apostolado. También lleva a preocuparse de sus necesidades materiales. Comprender —hacer propias— las dificultades espirituales y materiales de los demás. Saber perdonar. Tener misericordia (Cf. Mt 5,7). «La caridad es paciente, es amable, no es envidiosa, (...) no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal...» (1 Co 4-5). La corrección fraterna (Cf. Mt 18,15).
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39), expresa también que hay un recto amor a sí mismo, que lleva a mirarse y valorarse como lo hace Dios y a buscar para sí mismo el bien que Dios quiere: la santidad y, por tanto, la felicidad en Él.
Hay también un desordenado amor a sí mismo, el egoísmo, que inclina a poner la propia voluntad por encima de la de Dios y el propio interés por encima del servicio a los demás. El recto amor a sí mismo no se puede dar sin lucha contra el egoísmo. Comporta abnegación, entrega de sí a Dios y a los demás. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 24-25). El hombre «no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera a los demás»[11].
Pecados contra el primer mandamiento
Los pecados contra el primer mandamiento son pecados contra las virtudes teologales:
A) Contra la fe: el ateísmo, el agnosticismo, la duda deliberada, el indiferentismo religioso, la herejía, la apostasía, el cisma, etc. (Cf. Catecismo, 2089). También es contrario al primer mandamiento poner voluntariamente en peligro la propia fe. Contrarios al culto a Dios son el sacrilegio, la simonía, ciertas prácticas de superstición, magia, etc., y el satanismo (Cf. Catecismo, 2111-2128).
B) Contra la esperanza: la desesperación de la propia salvación (Cf. Catecismo, 2091), y, por el extremo opuesto, la presunción de que la misericordia divina perdonará los pecados sin conversión ni contrición o sin necesidad del sacramento de la Penitencia (Cf. Catecismo, 2092). También es contrario a esta virtud poner la esperanza de felicidad última en algo fuera de Dios.
C) Contra la caridad: cualquier pecado es contrario a la caridad, pero directamente se opone a ella el rechazo de Dios y también la tibieza, que lleva a no querer seriamente amarle con todo el corazón.
El segundo mandamiento
El segundo mandamiento del decálogo es: No tomarás el nombre de Dios en vano. Este mandamiento manda honrar y respetar el nombre de Dios (Cf. Catecismo, 2142), que no se ha de pronunciar «sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo» (Catecismo, 2143). De lo contrario, el hombre pierde, en mayor o menor escala, el sentido de la realidad: olvida quién es Dios y quién es él; y reincide en la tentación del origen.
«El nombre de una persona expresa la esencia, su identidad y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima» (Catecismo, 203). Sin embargo, Dios no puede ser abarcado por los conceptos humanos, ni hay idea capaz de representarlo, ni nombre que pueda expresar exhaustivamente la esencia divina. Dios es “Santo”, lo que significa que es absolutamente superior, que está por encima de toda criatura, que es trascendente.
A pesar de todo, para que podamos invocarle y dirigirnos personalmente a Él, en el Antiguo Testamento «se reveló progresivamente y bajo diversos nombres a su pueblo» (Catecismo, 204). El nombre que manifestó a Moisés indica que Dios es el Ser por esencia, que no ha recibido el ser de nadie y del que todo procede: «Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ [Yahvé: ‘Él es’] me ha enviado a vosotros” (...) Este es mi nombre para siempre» (Ex 3,13-15; Cf.Catecismo, 213). Por respeto a la santidad de Dios, el pueblo de Israel no pronunciaba su nombre sino que lo sustituía por el título “Señor” (“Adonai”, en hebreo; “Kyrios”, en griego) (Cf. Catecismo, 209). Otros nombres de Dios en el Antiguo Testamento son: “Élohim”, que es el plural mayestático de ‘plenitud’ o ‘grandeza’; “El-Saddai”, que significa poderoso, omnipotente.
En el Nuevo Testamento, Dios da a conocer el misterio de su vida íntima: que es un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesucristo nos enseña a llamar a Dios “Padre” (Mt 6.9): “Abbá” que es el modo familiar de decir Padre en hebreo (Cf. Rm 8,15). Dios es Padre de Jesucristo y Padre nuestro, aunque no del mismo modo, porque Él es el Hijo Unigénito y nosotros hijos por adopción. Pero esa peculiar adopción nos hace verdaderamente hijos (Cf. 1 Jn 3,1), hermanos de Jesucristo (Rm 8,29), porque el Espíritu Santo ha sido enviado a nuestros corazones y participamos de la naturaleza divina (Cf. Gal 4,6; 2 P 1,4). Somos hijos de Dios en Cristo. En consecuencia, podemos dirigirnos a Dios llamándole con verdad “Padre”, como aconseja san Josemaría: «Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile —a solas, en tu corazón— que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»[12].
En el Padrenuestro rezamos: “Santificado sea tu nombre”. El término “santificar” debe entenderse, aquí, en el sentido de «reconocer el nombre de Dios como santo, tratar su nombre de una manera santa» (Catecismo, 2807). Es lo que hacemos cuando adoramos, alabamos o damos gracias a Dios. Pero las palabras “santificado sea tu nombre” son también una de las peticiones del Padrenuestro: al pronunciarlas pedimos que su nombre sea santificado a través de nosotros, es decir, que con nuestra vida le demos gloria y llevemos a los demás a glorificarle (Cf. Mt 5,16). «Depende de nuestra vida y de nuestra oración que su Nombre sea santificado entre las naciones» (Catecismo, 2814).
El respeto al nombre de Dios reclama también respeto al nombre de la Santísima Virgen María, de los Santos y de las realidades santas en las que Dios está presente de un modo u otro, ante todo la Santísima Eucaristía, verdadera Presencia de Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, entre los hombres.
El segundo mandamiento prohíbe todo uso inconveniente del nombre de Dios (Cf. Catecismo, 2146), y en particular la blasfemia, que «consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío (...). Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. [...] La blasfemia es de suyo un pecado grave» (Catecismo, 2148).
También prohíbe jurar en falso (Cf. Catecismo, 2150). Jurar es poner a Dios por testigo de lo que se afirma (por ejemplo, para dar garantía de una promesa o de un testimonio). Es lícito el juramento, cuando es necesario y se hace con verdad y con justicia: por ejemplo, en un juicio o al asumir un cargo (Cf. Catecismo, 2154). Por lo demás, el Señor enseña a no jurar: «sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no» (Mt 5,37; Cf. St 5,12; Catecismo, 2153).
El nombre del cristiano
«El hombre es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»[13]. No es “algo” sino “alguien”, una persona. «Solo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y esta es la razón fundamental de su dignidad» (Catecismo, 356). En el Bautismo, recibe un nombre que representa su singularidad irrepetible ante Dios y ante los demás (Cf. Catecismo, 2156, 2158). Bautizar también se dice “cristianizar”. Cristiano, seguidor de Cristo, es nombre propio de todo bautizado: «fue en Antioquía donde los discípulos [los que se convertían al ser evangelizados] recibieron por primera vez el nombre de cristianos» (Hch 11,26).
Dios llama a cada uno por su nombre (Cf. 1 S 3,4-10; Is 43,1; Jn 10,3; Hch 9,4 ). Ama a cada uno personalmente. De cada uno espera una respuesta de amor: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Nadie puede sustituirnos en esa respuesta. San Josemaría anima a meditar «con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Is 43,1); te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros, que nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia (Cf. Ef 1,4)»[14].
Javier López / Jorge Miras
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 2064-2132.
— Catecismo de la Iglesia Católica, 203-213; 2142-2195.
— Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 176-180 (cap. 5, 2).
Lecturas recomendadas
— Benedicto XVI, Deus caritas est, 25-XII-2005, 1-18.
— Benedicto XVI, Spe salvi, 30-XI-2007.
— Francisco, Lumen fidei, 29-VI-2013.
— San Josemaría, Homilías Vida de fe, La esperanza del cristiano, Con la fuerza del amor, en Amigos de Dios, 190-237.
— San Josemaría, Homilía El trato con Dios, en Amigos de Dios, 142-153.
[1] San Josemaría, Camino, 780.
[2] Ibíd., 815. Cf. Ibíd., 933.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 87.
[4] Cf. San Josemaría, Camino, 91.
[5] San Josemaría, Forja, 263.
[6] San Josemaría, Camino, 81.
[7] Ibíd., 541.
[8] Ibíd., 527. Cf. Mt 26,6-13.
[9] San Josemaría,Forja, 26.
[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 36.
[11] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24.
[12] San Josemaría,Amigos de Dios, 150.
[13] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24.
[14] San Josemaría,Amigos de Dios, 312.