Sumario
• La ley eterna y la ley moral natural
• La ley divino-positiva
• Las leyes civiles
• Las leyes eclesiásticas y los mandamientos de la Iglesia
• La conciencia moral
• La formación de la conciencia
• Bibliografía básica
Para comunicar su bondad y su bienaventuranza eterna, Dios ha querido crear seres inteligentes y libres (los ángeles y los hombres), a los que libremente ha comunicado una participación de su divina naturaleza, que la teología llama gracia santificante. Ese don divino, que se recibe con la fe y el bautismo, y que hace al hombre hijo adoptivo de Dios, es inicialmente como una semilla que ha de desarrollarse y crecer hasta llegar a la plenitud escatológica después de la muerte en la vida eterna. La vida cristiana es la vida del hombre como hijo de Dios en Cristo por medio del Espíritu Santo, que transcurre entre el bautismo y el paso a la vida eterna. La regla moral suprema de la vida cristiana es este designio salvífico divino que la teología moral llama ley eterna.
La ley eterna y la ley moral natural
El concepto de ley es análogo. La ley eterna, la ley natural, la Nueva Ley o Ley de Cristo, las leyes humanas políticas y eclesiásticas son leyes morales en un sentido muy distinto, aunque todas ellas tienen algo en común.
Se llama ley eterna al plan de la Sabiduría divina para conducir toda la creación a su fin[1]; por lo que se refiere al género humano, se corresponde al eterno designio salvífico de Dios, por el que nos ha elegido en Cristo «para ser santos e inmaculados en su presencia», «eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo»[2]. En este designio está la plena felicidad del hombre, que consiste en la visión de Dios y, en este mundo y de modo aún no pleno, en la vida de unión con Cristo, que quiere siempre nuestro bien.
Dios conduce cada criatura a su fin de acuerdo con su naturaleza. Concretamente, «Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no “desde fuera”, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino “desde dentro”, mediante la razón que, conociendo con su luz natural la ley eterna de Dios, es capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación»[3].
La ley moral natural es la participación de la ley eterna en la criatura racional[4]. El designio eterno de Dios para llevarnos a la plena felicidad, en sí mismo considerado no lo podemos conocer, en cuanto que no vemos lo que hay en la mente de Dios. Pero al darnos una luz que nos permite distinguir lo que es bueno y malo para nosotros, Dios nos permite conocer una parte de su eterno designio. Por eso se puede decir que la ley moral natural es «la misma ley eterna ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene»[5]. Es, por tanto, una ley divina (divino-natural). Lo que la ley moral natural nos da a conocer tiene fuerza de ley en cuanto voz e intérprete de la más alta razón de Dios, de la que nuestro espíritu participa y a la que nuestra libertad se adhiere[6]. Se la llama natural porque consiste en la luz de la razón que todo hombre tiene por naturaleza.
La ley moral natural es un primer paso en la comunicación a todo el género humano del designio salvífico divino, cuyo completo conocimiento sólo se hace posible por la Revelación. Como se dijo, ese designio divino es que todos podamos alcanzar nuestra plena felicidad en la visión de Dios.
—Propiedades. La ley moral natural es universal porque se extiende a toda persona humana, de todas las épocas[7]. A pesar de la diversidad de culturas a lo largo de la historia, la inteligencia humana mantiene su unidad, que hace posible el diálogo entre las diversas culturas, por más que a veces pueda parecer difícil.
«Es inmutable y permanente a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso. Las normas que la expresan permanecen substancialmente valederas»[8]. Son inmutables los principios fundamentales, que al aplicarse a una realidad social que cambia pueda dar lugar a aplicaciones concretas diferentes, permaneciendo en vigor lo fundamental[9].
Es obligatoria ya que, para tender hacia Dios, el hombre debe hacer libremente el bien y evitar el mal; y para esto debe poder distinguir el bien del mal, lo cual sucede ante todo gracias a la luz de la razón natural[10]. La observancia de la ley moral natural puede ser algunas veces difícil, pero jamás es imposible[11].
—Conocimiento de la ley natural. Los preceptos de la ley natural pueden ser conocidos por todos mediante la razón. Sin embargo, de hecho no todos sus preceptos son percibidos por todos de una manera clara e inmediata[12]. Su efectivo conocimiento puede estar condicionado por las disposiciones personales de cada uno, por el ambiente social y cultural, por la educación recibida, etc. Se podría decir que la ley natural es natural como lo es el lenguaje: todo hombre sano tiene la capacidad de hablar, pero de hecho hablará de modo más o menos correcto y elegante según su nivel de instrucción. La capacidad natural de conocer el bien y el mal necesita de una adecuada formación para alcanzar de hecho todas las verdades morales que puede alcanzar.
La ley divino-positiva
Puesto que en la situación actual las secuelas del pecado no han sido totalmente eliminadas, y pueden oscurecer la inteligencia en mayor o menor medida, la gracia y la Revelación son necesarias al hombre para que las verdades morales puedan ser conocidas por «todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error»[13]. La revelación divina ha tenido lugar mediante un proceso gradual e histórico.
La Ley Antigua, revelada por Dios a Moisés, «es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos»[14], que expresan conclusiones inmediatas de la ley moral natural. La entera economía del Antiguo Testamento está sobre todo ordenada a preparar, anunciar y significar la venida del Salvador[15].
La Nueva Ley o Ley Evangélica o Ley de Cristo «es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo. Los preceptos externos, de los que también habla el Evangelio, preparan para esta gracia o despliegan sus efectos en la vida»[16].
El elemento principal de la Ley de Cristo es la gracia del Espíritu Santo, que sana al hombre entero y se manifiesta en la fe que obra por el amor[17]. Es fundamentalmente una ley interna, que da la fuerza interior para realizar lo que enseña. En segundo lugar es también una ley escrita, que se encuentra en las enseñanzas del Señor (el Discurso de la montaña, las bienaventuranzas, etc.) y en la catequesis moral de los Apóstoles, y que pueden resumirse en el mandamiento del amor. Este segundo elemento no es de importancia secundaria, pues la gracia del Espíritu Santo, infusa en el corazón del creyente, implica necesariamente «vivir según el Espíritu» y se expresa a través de los «frutos del Espíritu», a los cuales se oponen las «obras de la carne»[18].
La Iglesia, con su Magisterio, es intérprete auténtico de la ley natural[19]. Esta misión no se circunscribe sólo a los fieles, sino que —por mandato de Cristo: euntes, docete omnes gentes[20]— abarca a todos los hombres. De ahí la responsabilidad que incumbe a los cristianos en la enseñanza de la ley moral natural, ya que por la fe y con la ayuda del Magisterio, la conocen fácilmente y sin error.
Las leyes civiles
Las leyes civiles son las disposiciones normativas emanadas por las autoridades estatales (generalmente, por el órgano legislativo del Estado) con la finalidad de promulgar,explicitar o concretar las exigencias de la ley moral natural necesarias para hacer posible y regular adecuadamente la vida de los ciudadanos en el ámbito de la sociedad políticamente organizada[21]. Deben garantizar principalmente la paz y la seguridad, la libertad, la justicia, la tutela de los derechos fundamentales de la persona y la moralidad pública[22].
La virtud de la justicia comporta la obligación moral de cumplir las leyes civiles justas. La gravedad de esta obligación depende de la mayor o menor importancia del contenido de la ley para el bien común de la sociedad.
Son injustas las leyes que se oponen a la ley moral natural y al bien común de la sociedad. Más concretamente, son injustas las leyes:
1) que prohíben hacer algo que para los ciudadanos es moralmente obligatorio o que mandan hacer algo que no puede hacerse sin cometer una culpa moral;
2) las que lesionan positivamente o privan de la debida tutela bienes que pertenecen al bien común: la vida, la justicia, los derechos fundamentales de la persona, el matrimonio o la familia, etc.;
3) las que no son promulgadas legítimamente;
4) las que no distribuyen de modo equitativo y proporcionado entre los ciudadanos las cargas y los beneficios.
Las leyes civiles injustas no obligan en conciencia; al contrario, hay obligación moral de no cumplir sus disposiciones, sobre todo si son injustas por las razones indicadas en 1) y 2), de manifestar el propio desacuerdo y de tratar de cambiarlas en cuanto sea posible o, al menos, de reducir sus efectos negativos. A veces habrá que recurrir a la objeción de conciencia[23].
Las leyes eclesiásticas y los mandamientos de la Iglesia
Para salvar a los hombres también ha querido Dios que formen una sociedad[24]: la Iglesia, fundada por Jesucristo, y dotada por Él de todos los medios para cumplir su fin sobrenatural, que es la salvación de las almas. Entre esos medios está la potestad legislativa, que tienen el Romano Pontífice para la Iglesia universal y los Obispos diocesanos —y las autoridades a ellos equiparadas— para sus propias circunscripciones. La mayor parte de las leyes de ámbito universal están contenidas en el Código de Derecho Canónico. Existe un Código para los fieles de rito latino y otro para los de rito oriental.
Las leyes eclesiásticas originan una verdadera obligación moral[25] que será grave o leve según la gravedad de la materia.
Los mandamientos más generales de la Iglesia son cinco: 1º oír Misa entera los domingos y días de precepto[26]; 2º confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar[27]; 3º comulgar al menos una vez al año, por Pascua de Resurrección[28]; 4º ayunar y abstenerse de comer carne los días establecidos por la Iglesia[29]; 5º ayudar a la Iglesia en sus necesidades[30].
La conciencia moral
«La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho»[31]. La conciencia formula «la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce, como un bien que le es señalado aquí y ahora»[32]. Así, por ejemplo, cuando al final del día hacemos el examen de conciencia, podemos darnos cuenta que algo que dijimos era contrario a la caridad. O bien cuando reflexionamos antes de hacer algo, la conciencia nos puede hacer ver que la acción que planeamos lesionaría el derecho de una persona, y sería por tanto una falta contra la justicia.
La conciencia es «la norma próxima de la moralidad personal»[33], por eso, cuando se actúa contra ella se comete un mal moral. Este papel de norma próxima pertenece a la conciencia no porque ella sea la norma suprema[34], sino porque tiene para la persona un carácter último ineludible: «el juicio de conciencia muestra “en última instancia” la conformidad de un comportamiento respecto a la ley»[35]: cuando la persona juzga con seguridad, después de haber examinado el problema con todos los medios a su disposición, no existe una instancia ulterior, una conciencia de la conciencia, un juicio del juicio, porque de lo contrario se procedería hasta el infinito.
Se llama conciencia recta o verdadera a la que juzga con verdad la cualidad moral de un acto, yconciencia errónea a la que no alcanza la verdad, estimando como buena una acción que en realidad es mala, o viceversa. La causa del error de conciencia es la ignorancia, que puede ser invencible (e inculpable), si domina hasta tal punto a la persona que no queda ninguna posibilidad de reconocerla y alejarla, o vencible (y culpable), si se podría reconocer y superar, pero permanece porque la persona no quiere poner los medios para superarla[36]. La conciencia culpablemente errónea no excusa de pecado, y aun puede agravarlo.
La conciencia es cierta, cuando emite el juicio con la seguridad moral de no equivocarse. Se dice que es probable, cuando juzga con el convencimiento de que existe una cierta probabilidad de equivocación, pero que es menor que la probabilidad de acertar. Se dice que es dudosa, cuando la probabilidad de equivocarse se supone igual o mayor que la de acertar. Finalmente se llama perpleja cuando no se atreve a juzgar, porque piensa que es pecado tanto realizar un acto como omitirlo.
En la práctica se debe seguir sólo la conciencia cierta y verdadera o la conciencia cierta invenciblemente errónea[37]. No se debe obrar con conciencia dudosa, sino que es preciso salir de la duda rezando, estudiando, preguntando, etc.
La formación de la conciencia
Las acciones moralmente negativas realizadas con ignorancia invencible son nocivas para quien las comete y quizá también para otros, y en todo caso pueden contribuir a un mayor obscurecimiento de la conciencia. De ahí la imperiosa necesidad de formar la conciencia[38].
Para formar una conciencia recta es necesario instruir la inteligencia en el conocimiento de la verdad —para lo cual el cristiano cuenta con la ayuda del Magisterio de la Iglesia—, y educar la voluntad y la afectividad mediante la práctica de las virtudes[39]. Es una tarea que dura toda la vida[40].
Para la formación de la conciencia son especialmente importantes la humildad, que se adquiere viviendo la sinceridad ante Dios, y la dirección espiritual[41].
Una conciencia bien formada necesita practicar la virtud moral de la epiqueya. La epiqueya lleva a obrar de modo diferente a la letra de la ley cuando, encontrándose ante una situación no prevista por la formulación general y simple de la ley, obrar de acuerdo a la ley sería malo o nocivo. Así, por ejemplo, las autoridades de policía establecen que solo se puede entrar y salir de la zona internacional de un aeropuerto por las puertas destinadas para ello. Esto se refiere al comportamiento ordinario. Pero es claro que en caso de un terremoto que destruye los accesos e impide usar esas puertas, las personas que están dentro deberán escapar por donde puedan. Las disposiciones de la autoridad, expresadas de forma general, se refieren al comportamiento ordinario, y no a circunstancias excepcionales que nadie puede prever.
Ángel Rodríguez Luño
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1742, 1776-1794 y 1950-1974.
— Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 28-64.
Lecturas recomendadas
— San Josemaría, Homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, 23-38.
— Enrique Colom, Ángel Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de teología moral fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 316-332, 348-363, 399-409, 424-428 y 430-434.
[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 1, c.; Concilio Vaticano II,Dignitatis humanae, n. 3.
[2] Ef 1,4-5.
[3] Juan Pablo II, Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 43.
[4] Cf. ibidem; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
[5] Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n.44.
[6] Cf. Ibíd.
[7] Cf. Catecismo, n. 1956.
[8] Ibíd., n. 1958.
[9] «La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir una reflexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de vida según los lugares, las épocas y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, la ley natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone, por encima de las diferencias inevitables, principios comunes» (Catecismo, n. 1957).
[10] Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 42.
[11] Cf. Ibíd, n. 102.
[12] Cf. Catecismo, n. 1960.
[13] Pío XII,Humani generis: DS 3876. Cf. Catecismo, n. 1960.
[14] Catecismo, n. 1962.
[15] Cf. Concilio Vaticano II, Dei verbum, n. 15.
[16] Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 24. Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 1, c. y ad 2.
[17] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1.
[18] Cf. Ga 5,16-26.
[19] Cf. Catecismo, n. 2036.
[20] Mt 28,19.
[21] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 95, a. 2; Catecismo, n. 1959.
[22] Cf. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 71.
[23] Cf. Catecismo, nn. 2242-2243;Juan Pablo II, Evangelium vitae, nn. 72-74.
[24] Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 9.
[25]Cf. Concilio de Trento, Cánones sobre el sacramento del Bautismo, 8: DS 1621.
[26] Cf. Catecismo, n. 2042.
[27] Cf. Ibíd.
[28] Cf. Ibíd.
[29] Cf. Ibíd., n. 2043.
[30] Cf. Ibíd.
[31] Catecismo, n. 1778.
[32] Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 59.
[33] Ibíd., n. 60.
[34] Cf. Ibíd.
[35] Ibíd., n. 59.
[36] Cf. ibid., n. 62; Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 16.
[37] La conciencia cierta invenciblemente errónea es regla moral no de modo absoluto: obliga sólo mientras permanece el error. Y lo hace no por lo que es en sí misma: el poder obligatorio de la conciencia deriva de la verdad, por lo que la conciencia errónea puede obligar sólo en la medida en que subjetiva e invenciblemente se la considera verdadera. En materias muy importantes (homicidio deliberado, etc.) es muy difícil el error de conciencia inculpable.
[38] Cf. Catecismo, n. 1783.
[39] Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 64.
[40] Cf. Catecismo, n. 1784.
[41] «La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad» (San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 93).