Sumario
• El sacramento del Matrimonio
• La celebración del matrimonio
• La paternidad responsable
• El sacramento del Orden
• Naturaleza y efectos del orden recibido
• Los grados del orden sagrado
• Ministro y sujeto
• Bibliografía
El Padre, en su designio de amor, nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo para elevarnos a la dignidad de hijos de Dios (cf. Ef 1,4-5). Además, quiere contar con la cooperación de los hombres para llevar a cabo su designio de salvación. Precisamente, los sacramentos del matrimonio y del orden confieren al cristiano una vocación y misión específica en la Iglesia (cf. Catecismo, 1534).
El sacramento del Matrimonio
El matrimonio no es «efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia»[1].
«En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco “conocimiento” que les hace “una sola carne” (cf. Gn 2,24), no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana»[2].
Este amor mutuo entre los esposos «se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Gn 1,31). Y este amor es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28)» (Catecismo, 1604).
El don propio que caracteriza el amor como conyugal son las personas en cuanto recíprocamente sexuadas en orden a la generación. Ninguna persona puede llegar a ser padre por sí solo o con otra persona del mismo sexo, porque la paternidad y maternidad constituyen un único principio de generación. Por ello en el amor conyugal la aceptación del don posee un dinamismo del todo propio y peculiar respecto a otros lenguajes del amor: solamente en el amor conyugal se da identidad entre el ofrecimiento del don y la aceptación del don. En efecto, la aceptación del don de la paternidad tiene lugar mediante la entrega del don de la maternidad y viceversa. No cabe por tanto una comunión de amor más íntima entre dos personas que, con palabras de la Sagrada Escritura, son una sola carne (Gn 2,24).
La dinámica de la donación conyugal descrita evidencia que el amor conyugal no nace de modo espontáneo sino de una entrega libre de cada persona y, por ser la entrega mutua, sea un amor debido. Así lo enseña san Pablo al escribir que «la mujer no es dueña de su propio cuerpo, sino el marido; del mismo modo que el marido no es dueño de su propio cuerpo, sino la mujer» (1 Cor 7,4), o cuando recuerda a los esposos que «deben amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo (Ef 5,28). El matrimonio, en cuanto institución natural, se corresponde con la dimensión de justicia inherente al amor conyugal: «la institución matrimonial no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni la imposición extrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador»[3].
Por ser la comunidad matrimonial el fundamento natural de la familia, célula de la sociedad, no pertenece exclusivamente a la esfera privada, sino que es un bien de interés público. La sociedad protege el matrimonio por medio de su institucionalización legal: el matrimonio civil en la sociedad civil y el matrimonio canónico en la Iglesia. Para que la legalización del matrimonio sea efectiva y realmente útil para el bien común, debe ajustarse a su esencia, es decir, al matrimonio como institución natural, y en el caso del matrimonio canónico también como sacramento.
En muchos países es frecuente que las personas cohabiten more uxorio sin ningún vínculo institucional. Las razones son varias: «la influencia de las ideologías que desvalorizan el matrimonio y la familia, la experiencia del fracaso de otras parejas a la cual ellos no quieren exponerse, el miedo hacia algo que consideran demasiado grande y sagrado, las oportunidades sociales y las ventajas económicas derivadas de la convivencia, una concepción puramente emocional y romántica del amor, el miedo de perder su libertad e independencia, el rechazo de todo lo que es concebido como institucional y burocrático»[4]. Si la relación está establecida por una sincera voluntad conyugal, habrá que mostrarles la necesidad de legalizar su situación. Si no existe tal voluntad, habrá que ayudarles a descubrir la mentira de tal relación, porque el amor conyugal «exige un don total y definitivo de las personas entre sí (Catecismo 2391); y que tal mentira debilita la sinceridad y la fidelidad mutua: ¿qué se puede construir en una relación en la que las personas no se comprometen entre sí y testimonian con ello una falta de confianza en el otro, en sí mismo, o en el porvenir?» (Catecismo 2390).
Si miramos la creación desde Cristo, descubrimos que «es el fundamento de “todos los designios salvíficos de Dios”, “el comienzo de la historia de la salvación”, que culmina en Cristo» (Catecismo, 280). Y el matrimonio de los orígenes aparece revestido de una nueva dignidad: fue instituido por Dios como tipo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,31-32), en virtud del cual el amor conyugal no sólo participa del amor creador de Dios sino también de su amor salvador, transmitiendo junto con la vida humana la vida de la gracia en Cristo.
El pecado original introdujo la ruptura del hombre con Dios y simultáneamente la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. La institución del matrimonio a su vez se debilita con la aparición de la poligamia y del repudio, y la paternidad carnal transmite el pecado original en vez de la vida de los hijos de Dios.
La Ley antigua, conforme a la pedagogía divina, no critica la poligamia de los patriarcas ni prohíbe el divorcio; pero «contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf. Os 1-3; Is 54.62, Jr 2-3.31; Ez 16, 62; 23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mal 2, 13-17)» (Catecismo, 1611). Además, la renovación de la bendición originaria divina con Abraham, junto con la promesa de una descendencia innumerable a la que entregará la tierra de Canaán (cf. Gn 12,2.7; 13,16; 22,17), otorga al matrimonio un papel fundamental en la realización del designio salvífico: sin el matrimonio no se cumpliría la alianza hecha por Dios con Abraham y su descendencia, que a la luz del Nuevo Testamento son Cristo y la Iglesia (cf. Gal 3,26-29).
«Jesús, que reconcilió cada cosa en sí misma, volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota todo amor verdadero. La alianza esponsal, inaugurada en la creación y revelada en la historia de la salvación, recibe la plena revelación de su significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión. El Evangelio de la familia atraviesa la historia del mundo, desde la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) hasta el cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo al final de los siglos con las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9)»[5].
La celebración del matrimonio
El matrimonio nace del consentimiento personal e irrevocable de los esposos (cf. Catecismo, 1626). «El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio» (CIC, 1057 §2).
«La Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio» (Catecismo, 1631). Por eso, «solamente son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar o el párroco, o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y ante dos testigos, de acuerdo con las reglas establecidas» por el Código de Derecho Canónico (CIC, 1108 §1).
Varias razones concurren para explicar esta determinación: el matrimonio sacramental crea derechos y deberes en la comunidad de la Iglesia entre los esposos y para con los hijos. Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos); y el carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él (cf. Catecismo, 1631).
«Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento» (CIC, 1056). El marido y la mujer «por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6). Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad»[6].
«La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor. La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo» (Catecismo, 1645).
«En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf. Mt 19, 8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6)» (Catecismo, 1614). En virtud del sacramento, por el que los esposos cristianos manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef 5, 32), la indisolubilidad adquiere un sentido nuevo y más profundo acrecentando la solidez original del vínculo conyugal, de modo que «el matrimonio rato [esto es, celebrado entre bautizados] y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte» (CIC, 1141).
«El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo» (Catecismo, 2384). «Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido» (Catecismo, 2386).
«Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación» (Catecismo, 1649). Si tras la separación «el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral» (Catecismo, 2383).
Si tras el divorcio se contrae una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, «el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente» (Catecismo, 2384). Los divorciados casados de nuevo, aunque sigan perteneciendo a la Iglesia, no pueden ser admitidos a la Eucaristía, porque su estado y condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor indisoluble entre Cristo y la Iglesia significada y actualizada en la Eucaristía. «La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios —como, por ejemplo, la educación de los hijos—, no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos»[7].
Estas normas se deben aplicar en la lógica de la compasión hacia las personas frágiles, evitando poner tantas condiciones a la misericordia divina que la vacíen de sentido[8]. Esto significa tener en cuenta que el penitente «aunque sea fiel a la intención de no pecar más, la experiencia pasada y la conciencia de la debilidad presente suscitan el temor de nuevas caídas; pero esto no perjudica la autenticidad de la intención, cuando a ese temor se une la voluntad, apoyada en la oración, de hacer lo posible para evitar la culpa»[9]. El penitente, debido a las circunstancias concretas en las que se encuentra, puede no ser plenamente responsable de sus propios actos. El confesor deberá tenerlo en cuenta para valorar lo que puede hacer para evitar la culpa, y así tener la certeza moral de la suficiente contrición del penitente para recibir la absolución[10].
En cualquier caso, si se produce una nueva caída, la persona debe acercarse al sacramento de la confesión antes de comulgar. De hecho, las relaciones sexuales con alguien que no es el cónyuge legítimo son siempre, por su objeto, intrínsecamente malas. Además, como su arrepentimiento «es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo»[11]. Finalmente, la Eucaristía recibida no será la meta del camino de conversión, sino la preciosa ayuda para seguir dando los pasos necesarios para vivir en una situación que ya no contrasta con la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio[12].
La paternidad responsable
«Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación. Los hijos son, ciertamente, el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: “No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2, 18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer” (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tiende a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más» (Catecismo, 1652). Por ello, entre «los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente»[13].
Aún con una disposición generosa hacia la paternidad, los esposos pueden encontrarse «impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al menos por cierto tiempo, no puede aumentarse»[14]. «Si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad»[15].
«Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que encuentran su coronación»[16].
«El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y fundamento de la sociedad humana; la familia es por ello la célula primera y vital de la sociedad»[17]. Esta específica y exclusiva dimensión pública del matrimonio y de la familia reclama su defensa y promoción por parte de la autoridad civil.
En la Iglesia la familia es llamada Iglesia doméstica porque la específica comunión de sus miembros está llamada a ser «revelación y actuación específica de la comunión eclesial»[18]. «Los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada»[19]. «Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras. El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y escuela del más rico humanismo. Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida» (Catecismo, 1657).
El sacramento del Orden
De entre el pueblo de Israel, designado en Ex 19,6 como «reino de sacerdotes», la tribu de Leví fue escogida por Dios «para el servicio de la Morada del Testimonio» (Nm 1,50); a su vez, de entre los levitas se consagraban los sacerdotes de la antigua alianza con el rito de la unción (cf. Ex 29,1-7), al conferirles una función «en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5,1). Como elemento de la ley mosaica, este sacerdocio es «introducción a una esperanza mejor» (Hb 7,19), «sombra de los bienes futuros», mas de por sí «no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar año tras año, dar la perfección a los que se acercan» (Hb 10,1).
El sacerdocio levítico prefiguró de algún modo en el pueblo elegido la plena realización del sacerdocio en Jesucristo, no ligado ni a la genealogía, ni a los sacrificios del templo, ni a la Ley, sino sólo al mismo Dios (cf. Hb 6,17-20 y 7,1ss). Por eso, fue «proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10), quien «mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» (Hb 10,14). En efecto, el Verbo de Dios encarnado, en cumplimiento de las profecías mesiánicas, redime a todos los hombres con su muerte y resurrección, entregando su propia vida en cumplimiento de su condición sacerdotal. Este sacerdocio, que Jesús mismo presenta en términos de consagración y misión (cf. Jn 10,14), tiene, por tanto, valor universal: no existe «una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo»[20].
En la última cena, Jesús manifiesta la voluntad de hacer participar a sus apóstoles de su sacerdocio, expresado como consagración y misión: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,18-19). Esta participación se hace realidad en distintos momentos a lo largo del ministerio de Cristo que pueden considerarse como los sucesivos pasos que conducirán a la institución del orden sagrado: cuando llama a los apóstoles constituyéndoles como colegio (cf. Mc 3,13-19), cuando les instruye y los envía a predicar (cf. Lc 9,1-6), cuando les confiere el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20,22-23), cuando les confía la misión universal (cf. Mt 28,18-20); hasta la especialísima ocasión en que les ordena celebrar la Eucaristía: «haced esto en memoria mía» (1 Cor 11,24). En la misión apostólica ellos «fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés»[21].
Durante su vida, «no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada [...] y les dieron la orden de que, a su vez, otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio». Es así como «los obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad»[22].
En el Nuevo Testamento, el ministerio apostólico es transmitido a través de la imposición de las manos acompañada de una oración (cf. Hch 6,6; 1 Tm 4,14; 5,22; 2 Tm 1,6); ésta es la praxis presente en los ritos de ordenación más antiguos, como los recogidos en la Traditio apostolica y los Statuta Ecclesiae Antiqua. Este núcleo esencial, que constituye el signo sacramental, ha sido enriquecido a lo largo de los siglos por algunos ritos complementarios, que pueden diferir según las diversas tradiciones litúrgicas. «En el rito latino, los ritos iniciales —la presentación y elección del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio del ordenando, las letanías de los santos— ponen de relieve que la elección del candidato se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración; después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica el misterio que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción con el santo crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión apostólica de anuncio de la palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz, "la ofrenda del pueblo santo" que es llamado a presentar a Dios; la entrega del libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de anunciar el evangelio de Cristo» (Catecismo, 1574).
Naturaleza y efectos del orden recibido
Mediante el sacramento del orden se confiere una participación al sacerdocio de Cristo según la modalidad trasmitida por la sucesión apostólica. El sacerdocio ministerial se distingue del sacerdocio común de los fieles, proveniente del bautismo y de la confirmación; ambos «se ordenan el uno para el otro», mas «su diferencia es esencial, no solo gradual»[23]. Es propio y específico del sacerdocio ministerial ser «una representación sacramental de Cristo Cabeza y Pastor»[24], lo que permite ejercer la autoridad de Cristo en la función pastoral de predicación y de gobierno, y obrar in persona Christi en el ejercicio del ministerio sacramental.
La repraesentatio Christi Capitis subsiste siempre en el ministro, cuya alma ha sido sellada con el carácter sacramental, impreso indeleblemente en el alma en la ordenación. El carácter es, pues, el efecto principal del sacramento, y siendo realidad permanente hace que el orden no pueda ser ni repetido, ni eliminado, ni conferido por un tiempo limitado. «Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas, pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto» (Catecismo, 1583).
El orden en cada uno de sus grados confiere además «la gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento», que es «la de ser configurado con Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro» (Catecismo, 1585). Esta ministerialidad es tanto don como tarea, pues el orden se recibe en vista del servicio a Cristo y a los fieles, que en la Iglesia conforman su Cuerpo místico. Más específicamente, para el obispo el don recibido es «el Espíritu de gobierno que diste a tu amado Hijo Jesucristo, y él, a su vez, comunicó a los santos apóstoles»[25]. Para el presbítero se pide a Dios el don del Espíritu «para que sea digno de presentarse sin reproche ante tu altar, de anunciar el evangelio de tu reino, de realizar el ministerio de tu palabra de verdad, de ofrecerte dones y sacrificios espirituales, de renovar tu pueblo mediante el baño de la regeneración; de manera que vaya al encuentro de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo»[26]. En el caso de los diáconos, «con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad»[27].
Los grados del orden sagrado
El diaconado, el presbiterado y el episcopado conservan entre sí una relación intrínseca, como grados de la única realidad sacramental del orden sagrado.
El episcopado es «la plenitud del sacramento del orden», llamado «en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los santos padres "supremo sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado"»[28]. A los obispos se les confía «el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad»[29]. Son sucesores de los apóstoles, y miembros del colegio episcopal, al que se incorporan inmediatamente en virtud de la ordenación, conservando la comunión jerárquica con el Papa, cabeza del colegio, y con los demás miembros. Principalmente a ellos corresponden las funciones de capitalidad, tanto en la Iglesia universal como presidiendo las Iglesias locales, a las que rigen «como vicarios y legados de Cristo», y lo hacen «con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada»[30]. De entre los oficios episcopales «se destaca la predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida», y «cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica»[31]. Finalmente, como administradores de la gracia del supremo sacerdocio, ellos moderan con su autoridad la distribución sana y fructuosa de los sacramentos: «ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes, y los moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la misa»[32].
El presbiterado ha sido instituido por Dios para que sus ministros «tuvieran el poder sagrado del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados y desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres»[33]. A los presbíteros se les ha confiado la función ministerial «en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran cooperadores del orden episcopal para el recto cumplimiento de la misión apostólica»[34]. Ellos participan «de la autoridad con la que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo», y por el orden sacramental recibido «quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar in persona Christi Capitis»[35] . Ellos «forman, junto con su obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones»[36] y desempeñan su misión en contacto inmediato con los hombres. Más concretamente, los presbíteros «tienen como obligación principal anunciar a todos el Evangelio de Cristo, para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”»[37] . Su función está centrada «en el culto eucarístico o comunión, en el cual, in persona Christi agentes, y proclamando su Misterio, juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor 11,26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, como hostia inmaculada (cf. Hb 9,14-28)»[38] . Ello va unido al «ministerio de la reconciliación y del alivio», que ejercen «para con los fieles arrepentidos o enfermos». Como verdaderos pastores, «ellos, ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo en el Espíritu, la conducen hasta Dios Padre»[39].
Los diáconos constituyen el grado inferior de la jerarquía. A ellos se les imponen las manos «no en orden al sacerdocio, sino al ministerio», que ejercen como una repraesentatio Christi Servi. Compete al diaconado «la administración solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios»[40].
Ministro y sujeto
La administración del orden en sus tres grados está reservada exclusivamente al obispo: en el Nuevo Testamento sólo los apóstoles lo confieren, y, «dado que el sacramento del orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, transmitir “el don espiritual” (Lumen gentium, 21), “la semilla apostólica” (Lumen gentium, 20)» (Catecismo, 1576), conservada a lo largo de los siglos en el ministerio ordenado.
Para la licitud de la ordenación episcopal se requiere, en la Iglesia latina, un explícito mandato pontificio (cf. CIC, 1013); en las Iglesias orientales está reservada al Romano Pontífice, al Patriarca o al Metropolita, siendo siempre ilícita si no existe mandato legítimo (cf. CCEO, 745). En el caso de ordenaciones presbiterales y diaconales, se precisa que el ordenante sea el obispo propio del candidato, o haber recibido las cartas dimisorias de la autoridad competente (cf. CIC, 1015-1016); si la ordenación tiene lugar fuera de la propia circunscripción, es necesaria la venia del obispo diocesano (cf. CIC, 1017).
Para la validez de la ordenación, en sus tres grados, es necesario que el candidato sea varón y esté bautizado. Jesucristo, en efecto, eligió como apóstoles solamente hombres, a pesar de que entre quienes le seguían se encontraban también mujeres, que en varias ocasiones demostraron una mayor fidelidad. Esta conducta del Señor es normativa para toda la vida de la Iglesia y no puede considerarse circunstancial, pues ya los apóstoles se sintieron vinculados a esta praxis e impusieron las manos solo a varones, también cuando la Iglesia estaba difundida en regiones donde la presencia de mujeres en el ministerio no hubiese suscitado perplejidad. Los padres de la Iglesia siguieron fielmente esta norma, conscientes de tratarse de una tradición vinculante, que fue adecuadamente recogida en decretos sinodales. La Iglesia, en consecuencia, «no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal»[41].
Una ordenación legítima y plenamente fructuosa requiere además, por parte del candidato, la vocación como realidad sobrenatural, a la vez confirmada por la invitación de la autoridad competente (la «llamada de la jerarquía»). Por otra parte, en la Iglesia latina rige la ley del celibato eclesiástico para los tres grados; ella «no es exigida, ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio»[42], pero «tiene mucha conformidad con el sacerdocio», pues con ella los clérigos participan en la modalidad célibe asumida por Cristo para realizar su misión, «se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres». Con la entrega plena de sus vidas a la misión confiada, los ordenandos «evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios [...], por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único. Se constituyen, además en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres»[43]. No están obligados al celibato los diáconos permanentes ni los diáconos y presbíteros de las Iglesias orientales. Finalmente, para ser ordenados se requieren determinadas disposiciones internas y externas, la edad y ciencia debidas, el cumplimiento de los requisitos previos a la ordenación y la ausencia de impedimentos e irregularidades (cf. CIC, 1029-1042; CCEO, 758-762). En los candidatos a la ordenación episcopal rigen condiciones particulares que aseguran su idoneidad (cf. CIC, 378).
Bibliografía
— Catecismo de la Iglesia Católica, 1533-1600, 1601-1666, 2331-2400.
— San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 87-112.
— San Josemaría, Homilía El matrimonio, vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, 22-30.
— San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, en Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986, pp. 63-82.
[1] San Pablo VI, Humanae Vitae, 8.
[2] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 14.
[3] Ibíd, 11.
[4] Francisco, Amoris laetitia, 40.
[5] Francisco, Amoris laetitia, 63.
[6] «En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes [...], los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 50).
[7] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 84. Cf. Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 22-II-2007, 29; Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre la recepción de la Comunión Eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14-IX-1994; Catecismo, 1650.
[8] Cf. Francisco, Amoris laetitia, 307-312.
[9] Juan Pablo II, Carta al Card. William W. Baum y a los participantes del curso anual sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, 22-III-1996; cf. Francisco, Amoris laetitia, 311.
[10] Cf. Ibíd., 303-305.
[11] Pontificio Consejo para los textos legislativos, Sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, 24-VI-2000, 2.
[12] Cf. Francisco, Amoris laetitia, 307-308.
[13] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 50.
[14] Ibíd., 51.
[15] San Pablo VI, Humanae Vitae, 16.
[16] «La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado» (ONU, Declaración Universal de los Derechos Humanos, 10-XII-1948, art. 16).
[17] Cf. Consejo Pontificio para la Familia, Familia, matrimonio y uniones de hecho, Ciudad del Vaticano 2000; Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, Ciudad del Vaticano 2003.
[18] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 21.
[19] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 11.
[20] Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus, 14.
[21] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 19.
[22] Ibíd, 20.
[23] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 10.
[24] Cf. San Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 23.
[25] Pontifical Romano, Ordenación episcopal, Plegaria consacratoria.
[26] Rito bizantino, Plegaria de ordenación presbiteral.
[27] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 29.
[28] Ibíd., 21.
[29] Ibíd., 20.
[30] Ibíd., 27.
[31] Ibíd., 25.
[32] Ibíd., 26.
[33] Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 2.
[34] Ibíd.
[35] Ibíd.
[36] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 28.
[37] Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 4.
[38] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 28.
[39] Ibíd.
[40] Ibíd, 29.
[41] San Juan Pablo II, Ordinatio Sacerdotalis, 22-V-94, 2.
[42] Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 16.
[43] Ibíd.