Sumario
• La Penitencia
• La estructura del sacramento de la Penitencia
• Los efectos del sacramento de la Penitencia
• La Unción de los enfermos
• La estructura del signo sacramental y la celebración del sacramento
• Necesidad y efectos de la Unción
• Bibliografía básica
La Penitencia
«Celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta»[1].
La gracia y la nueva vida en Cristo, recibidas por medio de los sacramentos de la iniciación cristiana (es decir, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía), hacen santos e inmaculados a los fieles en la presencia de Dios (cf. Ef 1,4). La recepción de estos sacramentos, sin embargo, no restaura totalmente la armonía y el equilibrio interior. De hecho, las consecuencias del pecado original permanecen: la fragilidad y debilidad de la naturaleza humana y la inclinación al pecado.
Regenerado por el Bautismo, iluminado por la palabra de Dios y fortalecido por la potencia salvadora de la Confirmación y de la Eucaristía, el hombre posee sin duda los medios para permanecer en el amor de Dios y afrontar la lucha espiritual necesaria para vencer las tentaciones del Maligno (cf. 2 Pe 1,3-11). No obstante, el fiel cristiano sigue siendo un “viandante”, un peregrino en la tierra, que viaja hacia la patria del cielo. Su inteligencia y su voluntad no están aún fijas en la Belleza, en la Verdad, en el Amor que es Dios. Por consiguiente, mientras es viator, el cristiano está llamado a “caminar” libremente hacia Aquél que es el origen y el fin último de la vida; incesantemente deberá elegir entre la aceptación y el rechazo de la paterna voluntad de Dios que quiere su salvación, si bien respetando la libertad de la que le ha dotado. Y, ciertamente, a consecuencia de una mala elección, puede alejarse del amor de Dios y caer en el pecado.
Precisamente para remitir los pecados cometidos después del Bautismo, el Señor, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, ha instituido un sacramento específico de curación y salvación: el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf. Catecismo, 1446).
Según la Tradición viva de la Iglesia y las enseñanzas del Magisterio, Jesús instituyó el sacramento de la penitencia y de la reconciliación principalmente cuando, resucitado, insufló el Espíritu a sus Apóstoles, confiriéndoles su propio poder divino de perdonar los pecados: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20-22-23)[2].
Es un poder que se transmite a los obispos, sucesores de los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y a los presbíteros, que son también sacerdotes de la Nueva Alianza, colaboradores de los obispos, en virtud del sacramento del Orden. «Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico» (Catecismo, 1442).
La estructura del sacramento de la Penitencia
A lo largo de la historia, la forma concreta según la cual los ministros de Cristo y de la Iglesia han ejercido el poder de perdonar los pecados ha variado notablemente (cf. Catecismo 1447). No obstante, «a través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia, en nombre de Jesucristo, concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial» (Catecismo 1448).
El primer elemento esencial del sacramento de la Penitencia está, pues, constituido por los mismos actos del penitente, es decir, por la contrición del corazón, la confesión de los pecados y el cumplimiento de las obras penitenciales impuestas por el ministro de Cristo y de la Iglesia[3].
El segundo elemento estructurante de este sacramento corresponde a la absolución del ministro, cuya parte esencial son las palabras: «Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo»[4]. Son palabras performativas y eficaces, pues indican lo que verdaderamente se realiza por medio de la absolución sacramental: el perdón y la reconciliación del pecador por parte del Dios Vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. «Así, por medio del sacramento de la Penitencia, el Padre acoge al hijo que retorna a él, Cristo toma sobre sus hombros a la oveja perdida y la conduce nuevamente al redil y el Espíritu Santo vuelve a santificar su templo o habita en él con mayor plenitud»[5].
Conviene considerar que entre los dos elementos (los actos del penitente y la absolución del ministro) hay un estrecho vínculo: el primero está ordenado al segundo, y los dos conjuntamente constituyen una unidad moral, que debe necesariamente subsistir para la efectiva constitución del sacramento. Dicho con otros términos: el signo sacramental de la penitencia no puede de ningún modo reducirse a la sola absolución del ministro, porque ésta puede impartirse únicamente si el penitente ha confesado previamente sus pecados con corazón contrito.
Premisa necesaria para una recta y fructuosa celebración del sacramento de la conversión y de la reconciliación es el examen de conciencia, que la persona debe hacer antes de la confesión. En efecto, nadie puede arrepentirse y acusarse de los propios pecados ante Dios, si antes, iluminado por el auxilio divino, no reflexiona sobre sus culpas. Por tanto, «conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas» (Catecismo, 1454).
Entre los actos del penitente, ocupa el primer lugar la contrición, que es «“un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar”» (Catecismo, 1451)[6]. La “contrición del corazón” (cf. Sal 50,19) implica un claro y firme acto de la inteligencia y de la voluntad del hombre que, movido por la ayuda divina y por la fe, detesta los pecados cometidos en cuanto lo han alejado de Dios (dimensión teologal), de Cristo (dimensión cristológica), de la Iglesia (dimensión eclesial) y de los hombres, sus hermanos. Además de este aspecto, por así decir “negativo”, o sea de rechazo o detestación de los pecados, en la contrición también hay un aspecto positivo, que se traduce en el deseo de retornar a Dios, con la esperanza de obtener su perdón y de permanecer en su amor (cf. Is 55,7-8; Ez 18,21-23; Ez 33,10-11; Jl 2,12-13; Lc 5,11-32).
La contrición puede ser “perfecta” o “imperfecta”. «Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama “contrición perfecta” (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental» (Catecismo, 1452). «La contrición llamada “imperfecta” (o “atrición”) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia» (Catecismo, 1453).
La confesión de los pecados es la acción penitencial con la que el cristiano pecador manifiesta al sacerdote las culpas de las que se considera responsable, con el fin de obtener el perdón de Dios y de abrirse a la plena comunión con la Iglesia Santa.
En el curso de los siglos, teólogos y pastores han señalado frecuentemente que la confesión de los pecados debe ser sincera, clara, concreta, contrita, humilde, discreta y decorosa (es decir, siguiendo las normas de la prudencia, de la modestia y de la caridad), oral e íntegra o formalmente completa.
A propósito de la confesión íntegra el Catecismo de la Iglesia Católica dice: «“En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf. Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos”» (Catecismo, 1456).
La satisfacción sacramental consiste en la voluntaria aceptación y en el sucesivo cumplimiento de las obras penitenciales impuestas por el confesor. Es signo y manifestación del arrepentimiento interior y de la autenticidad de la conversión del cristiano pecador, y está finalizada a remediar, con ayuda de la gracia divina, los desórdenes que los pecados causaron tanto en el mismo pecador como en el entorno familiar, social y eclesial en el que vive. La absolución quita los pecados, pero no cancela todos los desórdenes que han ocasionado (cf.Catecismo, 1459).
El ministro del sacramento de la penitencia y de la reconciliación es el sacerdote (obispo o presbítero), válidamente ordenado y en posesión de la facultad de ejercitar la potestad de perdonar los pecados sobre los fieles a quienes imparte la absolución (cf. Catecismo, 1461-1462).
«Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (Catecismo, 1465).
Durante la celebración del sacramento de la reconciliación el ministro debe actuar, pues, como padre y buen pastor (mostrando y transmitiendo a los penitentes el amor misericordioso del Padre del Cielo: cf. Lc 15, 20-31; y siguiendo el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor); como maestro de verdad (comunicando no su propio pensamiento, sino la doctrina de Cristo, Maestro que enseña la verdad e indica el camino hacia Dios: cf. Mt 22,16); como juez benigno y eficaz del perdón (para esto deberá conocer los pecados que gravan sobre la conciencia del penitente y formular un “juicio espiritual” sobre sus disposiciones —fundamentalmente sobre su arrepentimiento y propósito de enmendar su conducta desordenada— de modo que pueda impartirle con conocimiento de causa, sin arbitrariedad, la absolución)[7].
Después de la celebración del sacramento el ministro tiene la obligación absoluta de mantener el secreto de todo lo que ha oído en confesión. «Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama “sigilo sacramental”, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda “sellado” por el sacramento» (Catecismo, 1467).
Los efectos del sacramento de la Penitencia
«Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios y, por tanto, el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano» (Compendio, 310). Este sacramento, además, conforma a los penitentes de modo particular con Cristo, vencedor del pecado a través de su pasión redentora y de su resurrección gloriosa (cf. Lumen Gentium, 7).
Por último cabe señalar que durante la celebración del sacramento los fieles viven de modo “mistérico”, pero real y efectivo, una anticipación del juicio final de Cristo Señor sobre los hombres (cf. Mt 25,31-46; Rm 14,10-12; 2 Co 5,10)[8].Se puede decir con verdad que quien recibe la absolución sacramental ya ha sido juzgado y absuelto por el Señor: sus pecados han sido perdonados para siempre.
«Para los caídos después del bautismo, es este sacramento de la Penitencia tan necesario, como el mismo Bautismo para los aún no regenerados»[9].
El acto interior de arrepentimiento (la contrición del corazón) lleva al cristiano a buscar el perdón de Dios y la plena comunión con Cristo y con la Iglesia. Y Cristo ha determinado que esto se obtenga mediante el sacramento de la reconciliación: dando a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados, y vinculando su perdón al que ellos conceden (cf. Jn 20-22-23), Él ha hecho de este sacramento «la vía ordinaria para obtener el perdón y la remisión de los pecados graves cometidos después del Bautismo»[10].
El cristiano pecador que desee la reconciliación con Dios debe, pues, no solo arrepentirse interiormente y reconocer que tiene necesidad del perdón divino, sino también debe aceptar los medios a través de los cuales la gracia y el perdón de Dios llega a los hombres en el tiempo de la Iglesia. Para quien ha pecado gravemente después del Bautismo no hay dos vías distintas para conseguir el estado de gracia, la de la contrición del corazón o la del sacramento de la Penitencia, porque, de hecho, las dos vías se identifican. La verdadera contrición incluye siempre el deseo de recibir el sacramento del perdón. Un arrepentimiento de los pecados unido al rechazo de confesarlos al sacerdote en este sacramento sería incongruente, pues Dios mismo ha querido que utilicemos ese medio.
Sobre este punto la autoridad de la Iglesia ha precisado: «“Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no […] comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” (CIC, can. 916)» (Catecismo, 1457).
«Según el mandamiento de la Iglesia “todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al menos una vez al año, los pecados graves de que tiene conciencia” (CIC can. 989)» (Catecismo, 1457).
«Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu» (Catecismo, 1458).
«El uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del Bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús»[11].
La Unción de los enfermos
La Unción de los enfermos es un sacramento instituido por Jesucristo, insinuado como tal en el Evangelio de san Marcos (cf. Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado por el Apóstol Santiago: «Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5,14-15). La Tradición viva de la Iglesia, reflejada en los textos del Magisterio eclesiástico, ha reconocido en este rito, especialmente destinado a reconfortar a los enfermos y a purificarlos del pecado y de sus secuelas, uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley (cf. Catecismo, 1512).
Para ayudar a las personas cuya vida peligra por una grave enfermedad a que deseen recibir el auxilio de este sacramento, se les puede hacer considerar que «el hombre, al enfermar gravemente, necesita de una gracia de Dios, para que, dominado por la angustia, no desfallezca su ánimo, y sometido a la prueba, no se debilite su fe. Por eso, Cristo robustece a sus fieles enfermos con el sacramento de unción, fortaleciéndolos con una firmísima protección»[12]. Más precisamente: «Este sacramento otorga al enfermo la gracia del Espíritu Santo, con lo cual el hombre entero es ayudado en su salud, confortado por la confianza en Dios y robustecido contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de tal modo que pueda no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e, incluso, conseguir la salud si conviene para su salvación espiritual, asimismo, le concede, si es necesario, el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana»[13].
La estructura del signo sacramental y la celebración del sacramento
Según el Ritual de la Unción de los enfermos, la materia apta del sacramento es el aceite de oliva o, en caso de necesidad, otro aceite vegetal[14]. Este aceite debe estar bendecido por el obispo o por un presbítero que tenga esta facultad[15].
La Unción se confiere ungiendo al enfermo en la frente y en las manos[16].
La fórmula sacramental por la que en el rito latino se confiere la Unción de los enfermos es la siguiente: «Por esta santa Unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amen. / Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amen»[17].
Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, «es muy conveniente que [la Unción de los enfermos] se celebre dentro de la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor. Si las circunstancias lo permiten, la celebración del sacramento puede ir precedida del sacramento de la Penitencia y seguida del sacramento de la Eucaristía. En cuanto sacramento de la Pascua de Cristo, la Eucaristía debería ser siempre el último sacramento de la peregrinación terrenal, el “Viático” para el “paso” a la vida eterna» (Catecismo, 1517).
Ministro de este sacramento es únicamente el sacerdote (obispo o presbítero)[18].
Sujeto de la Unción de los enfermos es toda persona bautizada, que haya alcanzado el uso de razón y se encuentre en peligro de muerte por una grave enfermedad, o por vejez acompañada de una avanzada debilidad senil[19]. A los difuntos no se les puede administrar la Unción de enfermos.
Para recibir los frutos de este sacramento se requiere en el sujeto la previa reconciliación con Dios y con la Iglesia, al menos con el deseo, inseparablemente unido al arrepentimiento de los propios pecados y a la intención de confesarlos, cuando sea posible, en el sacramento de la Penitencia. Por esto la Iglesia prevé que, antes de la Unción, se administre al enfermo el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf. SC 74).
El sujeto debe tener la intención, al menos habitual e implícita, de recibir este sacramento[20]. Dicho con otras palabras: el enfermo debe tener la voluntad no retractada de morir como mueren los cristianos, y con los auxilios sobrenaturales que a éstos se destinan.
Necesidad y efectos de la Unción
Aunque la Unción de enfermos puede administrarse a quien ha perdido ya los sentidos, hay que procurar que se reciba con conocimiento, para que el enfermo pueda disponerse mejor a recibir la gracia del sacramento. No debe administrarse a aquellos que permanecen obstinadamente impenitentes en pecado mortal manifiesto (cf. CIC, can. 1007)[21].
Si un enfermo que recibió la Unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad grave, recibir otra vez este sacramento; en el curso de la misma enfermedad, el sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava (cf. CIC, can. 1004, 2).
Por último, conviene tener presente esta indicación de la Iglesia: «En la duda sobre si el enfermo ha alcanzado el uso de razón, sufre una enfermedad grave o ha fallecido ya, adminístrese este sacramento» (CIC, can. 1005).
La recepción de la Unción de enfermos no es necesaria con necesidad de medio para la salvación, pero no se debe prescindir voluntariamente de este sacramento, si es posible recibirlo, porque sería tanto como rechazar un auxilio de gran eficacia para la salvación. Privar a un enfermo de esta ayuda, podría constituir un pecado grave.
Conviene que los fieles tengan presente que en nuestro tiempo se tiende a “aislar” la enfermedad y la muerte. En las clínicas y hospitales los enfermos graves en ocasiones mueren en la soledad, aunque se encuentren rodeados por otras personas y muy bien cuidados en una “unidad de cuidados intensivos”. Todos —en particular los cristianos que trabajan en ambientes hospitalarios— deben hacer un esfuerzo para que no les falten a los enfermos internados los medios que dan consuelo y alivian al cuerpo y al alma que sufre, y entre estos medios —además del sacramento de la Penitencia y del Viático— se encuentra el sacramento de la Unción de los enfermos.
En cuanto verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, la Unción de los enfermos ofrece al fiel cristiano la gracia santificante; además la gracia sacramental específica de la Unción de enfermos tiene como efectos:
—La unión más íntima con Cristo en su Pasión redentora, para su bien y el de toda la Iglesia (cf.Catecismo, 1521-1522; 1532);
—El consuelo, la paz y el ánimo para vencer las dificultades y sufrimientos propios de la enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez (cf. Catecismo, 1520; 1532);
—La curación de las reliquias del pecado y el perdón de los pecados veniales, así como de los mortales en caso de que el enfermo estuviera arrepentido pero no hubiera podido recibir el sacramento de la Penitencia (cf. Catecismo, 1520);
—El restablecimiento de la salud corporal, si tal es la voluntad de Dios (cf. Concilio de Florencia: DH 1325; Catecismo, 1520);
—La preparación para el paso a la vida eterna. En este sentido afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «Esta gracia [propia de la Unción de enfermos] es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente la tentación de desaliento y de angustia ante la muerte (cf. Hb 2,15)» (Catecismo, 1520).
Ángel García Ibáñez
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1499-1532.
Bibliografía complementaria
—Ángel García Ibáñez, Conversione e riconciliazione. Trattato storico-teologico sulla penitenza postbatessimale, Edusc, Roma 2020 (trad. esp.: Conversión y reconciliación, Tratado histórico-teológica sobre la penitencia postbautismal, Eunsa Pamplona, en prensa).
—Félix María Arocena, Penitencia y Unción de enfermos, Eunsa, Pamplona 2014.
[1] Francisco, Audiencia general, 19-II-2014.
[2] Cf. Catecismo, 976; Concilio de Trento, sess. XIV, Doctrina sobre el sacramento de la Penitencia, cap. 1: DH 1670.
[3] Obviamente se trata de los actos del penitente no en cuanto actos puramente humanos (el perdón de los pecados no se obtiene solo con las propias fuerzas), sino en cuanto realizados en la fe en Cristo Redentor y bajo la acción del Espíritu Santo (cf. Catecismo, 1448).
[4] Ritual de la Penitencia,Praenotanda, n. 19.
[5] Ibíd, Praenotanda, n. 6, d.
[6] La cita que recoge el Catecismo es del Concilio de Trento: DH 1676.
[7] En el caso de que encuentre a personas que desean acercarse a Dios, pero que aún no pueden recibir la absolución porque carecen de las debidas disposiciones, procurará tratarlas con comprensión y misericordia, acompañándolas pastoralmente de modo que se integren en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles para ellos. Más concretamente, en el caso de los divorciados casados de nuevo civilmente, o de personas que conviven de modo irregular, les hará ver que, a pesar de su situación, «siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 29).
[8] El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa así: «En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena» (n. 1470).
[9] Concilio de Trento, sess. XIV, Doctrina sobre el sacramento de la Penitencia, cap. 2: DH 1672.
[10] San Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, n. 31, I.
[11] Ritual de la Penitencia, Praenotanda, n. 7, b.
[12] Ritual de la Unción y de la Pastoral de los enfermos, Praenotanda, n. 5.
[13] Ibíd., Praenotanda, n. 6.
[14] Cf. Ritual de la Unción y de la Pastoral de los enfermos, Praenotanda, n. 20.
[15] Cf. Ibíd.,Praenotanda, n. 21.
[16] Cf. Ibíd.,Praenotanda, n. 23. En caso de necesidad bastaría hacer una sola unción en la frente o en otra parte conveniente del cuerpo (cf. Ibíd.). En la Iglesias Orientales —por ejemplo, en la Iglesia Bizantina, Copta y Armena— se realizan siete unciones (de modo parecido a como se hacía en la antigua liturgia romana), en la frente, los labios, la nariz, los oídos, el pecho, las manos y los pies del enfermo, para purificación de los pecados cometidos con la mente y con cada uno de los sentidos; cf. I.-H Dalmais, Las Liturgias Orientales, Bilbao 1991, 127-128.
[17] Ibíd., Praenotanda, n. 25. Esta fórmula se distribuye de modo que la primera parte se dice mientras se unge la frente y la segunda mientras se ungen las manos. En caso de necesidad, cuando se puede hacer una sola unción, el ministro pronuncia simultáneamente la fórmula entera (cf. Ibíd., Praenotanda, n. 23). En la Iglesia Oriental Bizantina, anteriormente citada, en cada unción se pronuncia la fórmula: «Padre santo, médico de las almas y de los cuerpos, que has mandado a tu Hijo único Jesucristo, para curar todo mal y liberar de la muerte, cura también a tu siervo N. de su debilidad tanto corporal como espiritual, mediante la gracia de tu Cristo» (I.-H Dalmais, Las Liturgias Orientales, cit., 129).
[18] Cf. CIC, can. 1003,1. Ni los diáconos ni los fieles laicos pueden administrar válidamente la Unción de enfermos (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre el ministro del sacramento de la Unción de los enfermos, «Notitiae» 41 [2005] 479).
[19] Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 73; CIC, cann. 1004-1007. Por tanto, la Unción de enfermos no es un sacramento para aquellos fieles que simplemente han llegado a la llamada “tercera edad” (no es el sacramento de los jubilados), ni tampoco es un sacramento sólo para los moribundos. En el caso de una operación quirúrgica, la Unción de enfermos puede administrarse cuando la enfermedad, que es motivo de la operación, pone de por sí en peligro la vida del enfermo.
[20] A este propósito se dice en el CIC: «Debe administrarse este sacramento a los enfermos que, cuando estaban en posesión de sus facultades, lo hayan pedido al menos de manera implícita» (can. 1006).
[21] Respecto al último punto, cabe distinguir entre el caso de la persona no arrepentida que quiere obstinadamente permanecer en un estado de pecado mortal externamente conocido por todos, y el del sujeto que se encuentra en una situación gravemente contraria a la Ley de Dios, pero no por estricta maldad, sino por ignorancia o porque está inmerso en una cultura fuertemente secularizada y la enfermedad grave le ha cogido por sorpresa. En el primer caso no se debe administrar la Unción, pues sería vana para el pecador. En el segundo, sí, sobre todo si el enfermo reacciona positivamente a la exhortación del sacerdote para que se abandone a la misericordia de Dios, se arrepienta de sus pecados y haga el propósito de enmendar su vida en el futuro. En todo caso, si el ministro tuviera dudas sobre si el sujeto persiste efectivamente con obstinación en una situación de pecado grave públicamente conocido, podría administrarle este sacramento sub conditione.