Sumario
• Cristo y la Iglesia
• Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y comunión de los santos
• Sacerdocio común
• Diversidad de vocaciones en la Iglesia
• Octavario por la unidad de cristianos
• Bibliografía básica
Cristo y la Iglesia
La Iglesia es un misterio, es decir, una realidad en la que entran en contacto y comunión Dios y los hombres. Iglesia viene del griego “ekklesia”, que significa asamblea de los convocados. En el Antiguo Testamento fue utilizada para traducir el “quahal Yahweh”, o asamblea reunida por Dios con propósito cultual. Son ejemplos de ello la asamblea sinaítica y la que se reunió en tiempos del rey Josías con el fin de alabar a Dios y volver a la pureza de la Ley (reforma). En el Nuevo Testamento tiene varias acepciones, en continuidad con el Antiguo Testamento, pero designando especialmente el pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra para constituir la asamblea de todos los que, por la fe en su Palabra y el Bautismo, son hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo[1].
«La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su Muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos»[2].
La Iglesia no la han fundado los hombres, ni siquiera es una respuesta humana noble a una experiencia de la salvación realizada por Dios en Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas. También en su vida —toda— se ha fundado la Iglesia. No hay un momento único en el que Cristo haya fundado la Iglesia, sino que la fundó en toda su vida: desde la encarnación hasta su muerte, resurrección, ascensión y envío del Paráclito. En toda su vida, Cristo —en quien habitaba el Espíritu— fue manifestando cómo debería ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su Ascensión, el Espíritu fue enviado a toda la Iglesia y en ella permanece recordando todo lo que el Señor dijo a los apóstoles y guiándola a lo largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la Palabra, y la adorna continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos (Lumen gentium, nn. 4 y 12). Por su presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).
Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y comunión de los santos
En la Sagrada Escritura la Iglesia recibe distintos nombres, cada uno de los cuales subraya especialmente algunos aspectos del misterio de la comunión de Dios con los hombres. “Pueblo de Dios” es un título que Israel recibió. Cuando se aplica a la Iglesia, nuevo Israel, quiere decir que Dios no quiso salvar a los hombres aisladamente, sino constituyéndolos en un único pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que le conociera en la verdad y le sirviera santamente (Lumen gentium, 4 y 9; San Cipriano, De Orat Dom. 23; CSEL 3, p. 285).
También significa que ella ha sido elegida por Dios. El Pueblo es de Dios y no es propiedad de ninguna cultura, gobierno o nación. Además es una comunidad visible que está en camino –entre las naciones– hacia su patria definitiva. En este último sentido se puede decir que «Iglesia y sínodo son sinónimos» (San Juan Crisóstomo, Explicatio in Psalmum 149: PG 55,493). Todos caminamos juntos hacia un mismo destino común, todos somos llamados a una misma misión, todos estamos unidos en Cristo y en el Espíritu Santo con Dios Padre. En ese pueblo todos tienen la común dignidad de los hijos de Dios, una misión común de ser sal de la tierra, un fin común, que es el Reino de Dios. Todos participan de las tres funciones de Cristo[3].
Cuando decimos que la Iglesia es el “cuerpo de Cristo” queremos subrayar que, a través del envío del Espíritu Santo, Cristo une íntimamente consigo los fieles, sobre todo en la Eucaristía, porque en ella los fieles se mantienen y crecen unidos en la caridad formando un solo cuerpo en la diversidad de los miembros y funciones. También se indica que la salud y la enfermedad de un miembro repercute en todo el cuerpo (1 Cor 12,1-24), y que los fieles, como miembros de Cristo, son instrumentos suyos para obrar en el mundo[4]. La Iglesia también es llamada “Esposa de Cristo” (Ef 5,26s), lo cual acentúa, dentro de la unión que la Iglesia tiene con Cristo, la distinción entre Cristo y su Iglesia. También señala que la Alianza de Dios con los hombres es definitiva, Dios es fiel a sus promesas, y la Iglesia le corresponde fielmente siendo Madre fecunda de todos los hijos de Dios.
El Concilio Vaticano II retomó una antigua expresión para designar a la Iglesia: “comunión”. Con ello se indica que ella es la expansión de la comunión íntima de la Santísima Trinidad a los hombres, que en esta tierra ella ya es comunión con la Trinidad divina, aunque no se haya consumado aún en su plenitud. Además de comunión, la Iglesia es signo e instrumento de esa comunión para todos los hombres. Por ella participamos en la vida íntima de Dios y pertenecemos a la familia de Dios como hijos en el Hijo (Gaudium et spes, 22) por el Espíritu. Esto se realiza de forma específica en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía, también llamada muchas veces comunión (1 Cor 10, 16).
La Iglesia es communio sanctorum: comunión de los santos, es decir, comunidad de todos los que han recibido la gracia regeneradora del Espíritu por la que son hijos de Dios, unidos a Cristo y llamados santos. Unos aún caminan en esta tierra, otros ya murieron y se purifican también con la ayuda de nuestras plegarias. Otros, en fin, gozan ya de la visión de Dios e interceden por nosotros. La comunión de los santos también quiere decir que todos los cristianos tenemos en común los dones santos, en cuyo centro está la Eucaristía, todos los demás sacramentos que a ella se ordenan, y todos los demás dones y carismas.
Por la comunión de los santos, los méritos de Cristo y de todos los santos que nos han precedido en la tierra nos ayudan en la misión que el mismo Señor nos pide realizar en la Iglesia. Los santos que están en el Cielo no asisten con indiferencia a la vida de la Iglesia peregrinante, y aguardan que la plenitud de la comunión de los santos se realice con la segunda venida del Señor, el juicio y la resurrección de los cuerpos. La vida concreta de la Iglesia peregrina y de cada uno de sus miembros tiene gran importancia para la realización de su misión, para la purificación de muchas almas y para la conversión de tantas otras: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes»[5].
A la vez, cabe la desgracia de que los fieles no respondan como Dios quiere, debido a sus limitaciones, a sus equivocaciones o al pecado que cometen. Algunas de las parábolas del Reino explican que el trigo convive con la cizaña, los peces buenos con los malos, hasta el fin del mundo. San Pablo reconocía que los Apóstoles llevaban el gran tesoro en vasos de barro (2 Co 4,7) y hay varias admoniciones en el Nuevo Testamento contra los falsos profetas y contra quién escandaliza a los demás (por ejemplo, Ap 2 y 3)[6]. Como en la Iglesia primitiva, también ahora los pecados de los cristianos (ministros o fieles no ordenados) tienen una cierta repercusión en la misión y en los demás cristianos. Ésta es mayor cuando quién peca —por acción o por omisión— es un ministro o tiene la responsabilidad de velar por los demás, pudiendo incluso ocurrir que se cause escándalo (invitación a pecar). Aunque los pecados afectan la comunión y ese efecto puede incluso ser bien visible, nunca podrán ensombrecer del todo la santidad de la Iglesia ni ahogar completamente su misión, porque eso equivaldría a afirmar que el mal puede más que el amor que Dios manifestó y sigue manifestando por los hombres. Además, la repercusión del bien que hacen tantos cristianos es menos visible, pero mucho mayor, que la del pecado. La oración de todos los cristianos por el Papa, por los obispos, por todo el clero, por los religiosos y laicos es una respuesta de fe ante esta situación que la Iglesia vive hasta que se consume su misterio en la patria. Aun reconociendo la presencia de los pecadores en la Iglesia, nuestro Padre afirmaba que eso «no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria. Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo»[7].
La comunión de los santos está orgánicamente estructurada en la tierra, porque Cristo y el Espíritu la hicieron y hacen sacramento de la Salvación, es decir, medio y señal por la que Dios ofrece la Salvación a la humanidad. La Iglesia está estructurada internamente según las relaciones que se dan entre los que, en virtud del Bautismo, tienen el sacerdocio común y los que, además, han recibido el sacerdocio ministerial por el sacramento del Orden. La Iglesia también se estructura externamente en la comunión de las Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal y presididas cada una por su propio obispo. Análogamente se da esta comunión en otras realidades eclesiales. La Iglesia, así estructurada, sirve al Espíritu de Cristo para la misión (cf.Lumen gentium, 8).
Sacerdocio común
Al entrar en la Iglesia, el cristiano renace en Cristo y, con Él, es hecho rey y sacerdote por la señal de la Cruz; por la unción del Espíritu es consagrado sacerdote. Además, algunos reciben el sacramento del Orden, por el que son capacitados para hacer a Cristo sacramentalmente presente a los demás fieles, sus hermanos, predicar la Palabra de Dios y guiar a sus hermanos en lo que concierne a la fe y a la vida cristiana. Con esta distinción entre la condición común cristiana y los ministros sagrados, Dios nos muestra que desea comunicar su gracia a través de otros, que la salvación nos viene desde fuera de cada uno de nosotros y no depende de nuestras capacidades personales. En la Iglesia de Dios hay, pues, dos modos esencialmente distintos de participar en el sacerdocio de Cristo, que están mutuamente ordenados entre sí; esa mutua ordenación no es una mera condición moral para el desarrollo de la misión, sino el modo en que el sacerdocio de Cristo se hace presente en esta tierra (Lumen gentium, 10 y 11).
El sacerdocio no se reduce, por tanto, a un servicio específico dentro de la Iglesia, porque todos los cristianos han recibido un carisma específico y se reconocen miembros de una estirpe real y partícipes de la función sacerdotal de Cristo (cf. San León Magno, Sermones, IV, 1: PL 54, 149). Es una condición común a todos los cristianos, hombres y mujeres, laicos y ministros sagrados, que fue recibida con el Bautismo y ha sido reforzada por la Confirmación. Por tanto, todos los cristianos tienen en común la condición de fieles, es decir, al ser «incorporados a Cristo mediante el Bautismo, han sido constituidos miembros del Pueblo de Dios; han sido hechos partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y son llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios»[8]. El sacerdocio común se ejercita en la respuesta a la llamada a la santidad y a continuar la misión de Cristo, que todos han recibido con el Bautismo.
En el hebraísmo, en las religiones que han rodeado Israel y en muchas religiones más, es el sacerdote quien hace de mediador. Por tanto, el que quiere entrar en relación con Dios tiene que pedir al sacerdote que lo haga en su nombre. La función del sacerdote es de mediación: unir los hombres con Dios, y Dios con los hombres, ofrecer sacrificios y bendecir. Para explicar el sacerdocio de los fieles, los Padres de la Iglesia han subrayado que cada uno de los cristianos tenía acceso directo a Dios. Porque todos participamos del sacerdocio de Cristo, hay una inmediatez y una cercanía de todos los cristianos con Dios.
En concreto, el cristiano —por su unión a Cristo— está capacitado para ofrecer sacrificios espirituales, llevar el mundo a Dios y Dios al mundo. Todos los bautizados están llamados a poner a Dios y a los demás en relación. Hay una dimensión ascendente y otra descendente del sacerdocio común. La ascendente nos capacita a elevar a Dios nuestras vidas con todo lo que suponen, junto con Cristo. En Él, en la Santa Misa, nuestros pequeños trabajos y sacrificios adquieren un valor de eternidad. Más adelante, en el Cielo, los veremos transfigurados.
La dimensión descendente del sacerdocio común implica que el sacerdote comunica los dones de Dios a los hombres. Es lo que nos hace instrumentos de la santidad de los demás, por ejemplo, con nuestro apostolado. Esto ocurre en la misión de los padres cuando ayudan a crecer en la fe, en la esperanza y en la caridad a sus hijos, o en la santificación del matrimonio y de la vida familiar. También ocurre cuando acercamos a Dios a nuestros amigos y a nuestros compañeros de trabajo: «Mientras desarrolláis vuestra actividad en la misma entraña de la sociedad, participando en todos los afanes nobles y en todos los trabajos rectos de los hombres, no debéis perder de vista el profundo sentido sacerdotal que tiene vuestra vida: debéis ser mediadores en Cristo Jesús para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo»[9]. Esta misión santificadora de los cristianos no ordenados está íntimamente unida a la misión santificadora de los ministros sagrados, y de ella necesita. San Josemaría lo explicaba, hablando concretamente del apostolado de sus hijos, explicando que cada uno «procura ser apóstol en su propio ambiente de trabajo, acercando las almas a Cristo mediante el ejemplo y la palabra: el diálogo. Pero en el apostolado, al conducir a las almas por los caminos de la vida cristiana, se llega al muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia»[10].
El sacerdocio común también comporta la misión real de Cristo, por la que todos los cristianos hacen que Cristo reine en sus vidas y en su entorno, sirviendo a los demás, especialmente en los pobres, en los enfermos y en todos los necesitados. El servicio es el modo de ejercicio de la dignidad real de los cristianos. También nos ayuda a descubrir y llevar a cabo lo que Dios ha pensado para el mundo.
Dios ha pensado el sacerdocio común y el ministerial mutuamente ordenados entre sí en la Iglesia. Su sacerdocio se presenta en la tierra en esa mutua articulación. Por eso, el clericalismo es un desequilibrio de esa mutua ordenación. Se verifica cuando los ministros invaden el campo de los demás fieles en asuntos y cosas que no les conciernen, o cuando los fieles no ordenados invaden el campo del sacerdocio ministerial cumpliendo funciones que son de los ministros.
Diversidad de vocaciones en la Iglesia
La Iglesia tiene que anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Cristo. En la tierra ella es el germen e inicio de este Reino. Después de su Resurrección, el Señor envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio, a bautizar y a enseñar a cumplir todo lo que Él había mandado (Mt 28,18ss). El Señor dejó a su Iglesia la misma misión que el Padre le había confiado (Jn 20,21). Desde el inicio de la Iglesia esta misión fue realizada por todos los cristianos (Hch 8,4; 11,19), que muchas veces han llegado al sacrificio de la propia vida para cumplirla. El mandato misionero del Señor tiene su fuente en el amor eterno de Dios, que ha enviado a su Hijo y a su Espíritu porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4).
En este envío misionero están contenidas las tres funciones de la Iglesia en la tierra: el munus profeticum (anunciar la buena noticia de la salvación en Cristo), el munus sacerdotale (hacer efectivamente presente y transmitir la vida de Cristo que salva por los sacramentos y por la gracia) y el munus regale (ayudar a los cristianos a cumplir la misión de llevar el mundo a Dios y de crecer en santidad). Aunque todos los fieles comparten esta misma misión, no todos desempeñan el mismo papel. Algunos sacramentos y carismas configuran y capacitan a los cristianos para determinadas funciones ligadas a la misión.
Como hemos visto, los que tienen el sacerdocio común y los que también tienen el sacerdocio ministerial están mutuamente ordenados entre sí, de tal modo que hacen presente el sacerdocio y la mediación de Cristo en la tierra, los dones de la gracia, la fuerza y la luz de que todos necesitan para poder desarrollar la misión. Algunos de ellos fueron conformados con Cristo cabeza de la Iglesia de una forma específica, distinta de los demás. Al haber recibido el sacramento del Orden, ellos poseen el sacerdocio ministerial para hacer sacramentalmente presente a Cristo para todos los demás fieles. Quienes han recibido la plenitud del sacramento del Orden son los obispos, sucesores de los Apóstoles. Quienes han recibido el sacramento del Orden en su segundo grado son los presbíteros, que ayudan directamente a los obispos. El tercer grado del sacramento del Orden, diaconal, configura a un cristiano con Cristo servidor, para ayudar al obispo y a los presbíteros en la predicación, en la caridad y en la celebración de algunos sacramentos.
En lo que respecta a la misión de llevar el mundo a Dios, hay dos grandes condiciones de vida que están ligadas a esta tarea. Unos tienen la peculiar vocación de llevar el mundo a Dios desde dentro, son los laicos. Lo hacen ordenando según Dios los asuntos temporales con los que su vida está como que entretejida (cfr. Lumen gentium, 31). Puesto que participan del sacerdocio de Cristo, los laicos participan de su misión santificadora, profética y real[11]. Participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen como sacrificio espiritual, sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas sus obras. Participan en la misión profética de Cristo cuando acogen en la fe la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y de la palabra. Participan en la misión regia de Cristo porque reciben de Él el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo, por medio de la abnegación y la santidad de la propia vida, e impregnan de valores morales las actividades temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.
Otros tienen la peculiar vocación de apartarse de las realidades y actividades seculares, viviendo según un estado de vida específico que se asemeja, en lo que cabe humanamente, a la condición de vida que los hombres tendrán al final (no se casan y a menudo viven como hermanos en comunidades, no poseen bienes, muchas veces cambian de nombre para así significar que “mueren” para su vida anterior, etc.). Para entrar en ese estado de vida se consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos evangélicos: castidad (en el celibato o virginidad), pobreza y obediencia. La vida consagrada es un estado de vida reconocido por la Iglesia, que participa en su misión mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos dando testimonio de la esperanza del Reino de los cielos[12]. En concreto, con su estado de vida recuerdan a todos los demás que no tienen en este mundo un domicilio permanente, dan un testimonio público de que todos los logros humanos deberán ser transfigurados en el día de la venida del Señor, y llevan el mundo a Dios como por atracción, desde fuera de las actividades y asuntos de los que se apartaron (cf. Lumen gentium, 44; PC, 5).
Laicos y religiosos llevan el mundo a Dios desde posiciones distintas: los primeros, desde dentro y promoviendo el desarrollo de la creación según la disposición divina (cf. Gn 2,15); los segundos, desde fuera, atrayendo la creación hacia su consumación, que ellos anticipan simbólicamente en su forma de vida. Los primeros necesitan que los segundos les recuerden que no se puede llevar el mundo a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas, los segundos necesitan que los primeros les recuerden que la vocación original del hombre es llevar la creación a la perfección que Dios ha pensado para ella; unos y otros, en comunión, sirven a la edificación del Reino de Dios. La vida consagrada también aporta mucho para la animación cristiana del mundo a través de obras de caridad, beneficencia y asistencia social, a las cuales se dedica con generosidad.
Además, en la vida de la Iglesia van surgiendo muchos caminos y modos de llevar a cabo la misión común. El siglo XX ha visto nacer muchas realidades, los movimientos, las nuevas comunidades monásticas y otras instituciones más recientes, y todas colaboran en la evangelización desde sus carismas propios.
Octavario por la unidad de cristianos
La Iglesia es Una porque su origen y modelo es la Santísima Trinidad; porque Cristo —su fundador— restablece la unidad de todos en un sólo cuerpo; porque el Espíritu Santo une a los fieles con la Cabeza, que es Cristo. Esta unidad se manifiesta en que los fieles profesan una misma fe, celebran unos mismos sacramentos, están unidos en una misma jerarquía, tienen una esperanza común y la misma caridad.
La Iglesia subsiste como sociedad constituida y organizada en el mundo en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él (cfr. Lumen gentium, 8). Sólo en ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación puesto que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza sólo al Colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro. Cristo ha dado la unidad a la Iglesia y ella subsiste en la Iglesia Católica. Esa unidad no se pierde a causa de las desuniones de los cristianos entre sí. Las separaciones entre cristianos causan, sin embargo, una herida en la Iglesia, pueden causar escándalo y retrasan la evangelización.
Los que han nacido en un estado de separación de la Iglesia Católica no pueden considerarse sin más como cismáticos o heréticos. En sus comunidades e Iglesias pueden recibir la gracia a través del Bautismo. En ellas hay muchos bienes de santificación y de verdad que proceden de Cristo e impulsan a la unidad católica, y el Espíritu Santo se sirve de ellas como instrumentos de salvación, puesto que su fuerza viene de la plenitud de gracia y verdad que Cristo dio a la Iglesia católica[13].
Los miembros de esas Iglesias y comunidades se incorporan a Cristo en el Bautismo y por eso los reconocemos como hermanos. Estamos en cierta comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, con los cristianos que no pertenecen a la Iglesia Católica (Lumen gentium, 15). Se puede crecer en unidad: acercándonos más a Cristo y ayudando a los demás cristianos a estar más cerca de Él; fomentando la unidad en lo esencial, la libertad en lo accidental y la caridad en todo; haciendo más habitable la casa de Dios a los demás; creciendo en veneración y respeto por el Papa y la jerarquía, ayudándoles y siguiendo sus enseñanzas.
El movimiento ecuménico es una tarea eclesial por la que se busca la unidad visible entre los cristianos en la única Iglesia fundada por Cristo. Es un deseo del Señor (Jn 17,21). Se realiza con la oración, con la conversión del corazón, el recíproco conocimiento fraterno y el diálogo teológico.
El octavario de oración por la unidad de los cristianos es una de las actividades de las que se compone el movimiento ecuménico, situándose en el ámbito del llamado ecumenismo espiritual. Nació en Estados Unidos de América en 1908, de mano del episcopaliano Paul Watson, que después se unió a la Iglesia Católica. Los papas Pío X y Benedicto XV elogiaron y animaron a todos los católicos a unirse a esta iniciativa. Se celebra desde el 18 de enero hasta el día 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo. Además de la Iglesia Católica, se vive en varias Iglesias ortodoxas y en muchas comunidades cristianas. En algunos lugares puede incluir encuentros de oración o incluso una oración litúrgica, como las Vísperas, con la presencia de cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia Católica. Sin embargo, lo más extendido entre todos es la oración personal por esta intención común en favor de la unidad visible de los cristianos durante los ocho días indicados.
Miguel de Salis
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 748-945.
— Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 147-193.
— San Juan Pablo II, Ut unum sint, 25-V-1995.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 777; cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 147.
[2] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 149; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 778.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 782-786.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 787-795.
[5] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 755.
[6] «En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 131).
[7] San Josemaría Escrivá,Es Cristo que pasa, n. 131.
[8] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 177.
[9] San Josemaría Escrivá, Cartas, Roma, 28-III-55, n. 4.
[10] San Josemaría Escrivá, Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 69. «La santidad —cuando es verdadera— se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia. § Los hijos de Dios nos santificamos, santificando. —¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario” (Forja, n. 856).
[11] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 189-191.
[12] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 192s. «Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 105).
[13] Catecismo de la Iglesia Católica, 819.