Tema 10. El pecado y la misericordia de Dios

La pérdida del sentido del pecado ha llevado a la pérdida de la necesidad de salvación, y de ahí al olvido de Dios por indiferencia. Sin embargo, el triunfo de Cristo es expresión de su misericordia con el hombre, expresión de que «el amor es más fuerte que el pecado». La misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira al hermano que encuentra en el camino de la vida.

Sumario

• El misterio de la misericordia
• El pecado se comprende a partir de la misericordia
• El pecado original: una verdad esencial de la fe
• Consecuencias del pecado original para la humanidad
• La vida como combate
• La ternura de Dios: pecado, salvación, misericordia
• Bibliografía


El misterio de la misericordia

Junto a los grandes logros de nuestra civilización, el panorama del mundo contemporáneo presenta también sombras y vacilaciones no siempre superficiales. Porque «los desequilibrios que sufre el mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano»1.

La persona humana como criatura experimenta múltiples limitaciones. Cuando se percibe la imposibilidad de dar respuesta al mal, al sufrimiento y a la injusticia, en muchas actitudes no surge la súplica ante el Dios misericordioso, sino una especie de acusación fruto de la indignación. Las experiencias del mal y del sufrimiento se convierten así en una vía justificada para apartarse de Dios, poniendo en entredicho su bondad misericordiosa. Algunos, incluso, llegan a ver el sufrimiento como un castigo divino que cae sobre el pecador, deformando aún más la misericordia de Dios.

Se completa así un círculo vicioso. Con palabras de san Juan Pablo II, «el centro del drama vivido por el hombre contemporáneo es el eclipse del sentido de Dios y del hombre»2. Parece que Dios no es relevante, y no es relevante porque no puede solucionar nuestros problemas. De una parte, no tenemos claro que necesitamos una salvación, pero desde luego la salvación que ofrece la Iglesia de Jesucristo no parece pertinente.

La consecuencia final de este eclipse de Dios sería el rechazo social de la necesidad de acudir al perdón y a la misericordia de Dios. De esta manera, la pérdida del sentido del pecado ha llevado a la pérdida de la necesidad de salvación, y de ahí al olvido de Dios por indiferencia.

Por eso, cuanto más la conciencia humana, sucumbiendo a la secularización, pierde el sentido de la palabra misericordia, tanto más la Iglesia siente el imperativo derecho y deber de predicar el Dios de la misericordia. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra. La misión evangelizadora es el anuncio a viva voz que en Cristo crucificado, muerto y resucitado, se realiza la plena y auténtica liberación del mal, del pecado y de la muerte3.

Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. «Es como si Cristo hubiera querido revelar que el límite impuesto al mal, cuyo causante y víctima resulta ser el hombre, es en definitiva la Divina Misericordia»4.

El triunfo de Cristo es expresión de su misericordia con el hombre, expresión de que «el amor es más fuerte que el pecado», «más fuerte que la muerte y que todo mal»5. El mundo solo alcanzará la paz sobre la guerra, la violencia, cuando invoque a la misericordia: «Jesús, en Ti confío»6.

No es fácil responder a la evidencia del mal en el mundo. Quizá porque el mal no es un problema, sino un misterio. Un misterio en el que estamos implicados nosotros personalmente. Un misterio que no se resuelve teóricamente, sino con actitudes vitales o existenciales.

Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia: la relación entre el sufrimiento, la injusticia, el pecado, los hombres y Dios. Porque, como afirma el Papa Francisco7, la misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Y, por tanto, misericordia es la vía que une a Dios y el hombre.

En la vida de la Iglesia, la misericordia es una realidad permanente. Pero hay momentos en los que estamos llamados a fijar la mirada en la misericordia de un modo más intenso.

El pecado se comprende a partir de la misericordia

«Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza —que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas—, y sobre todo a la cuestión del mal moral» (Catecismo, n. 385). «El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres» (Catecismo, n. 386). Pero ¿de dónde viene el mal, especialmente el pecado?

Para responder a esta pregunta debemos fijarnos en el misterio de Dios, porque el pecado solo puede entenderse desde el Dios misericordia de Jesucristo. «”El misterio [...] de la iniquidad” (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del “Misterio de la piedad” (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8)» (Catecismo, n. 385). Como afirma Pascal en sus Pensamientos, el conocimiento de Dios sin el conocimiento de la necesidad de nuestra redención resulta engañoso, como también lo es reconocer nuestra miseria sin conocer al Redentor8.

A partir de este vínculo profundo del hombre con Dios podemos comprender que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente (cf. Catecismo, n. 386).

Para esclarecer la realidad del pecado, la luz de la Revelación divina nos habla particularmente del pecado de los orígenes. Pero el punto de partida para comprenderlo es el mensaje de la misericordia divina revelada por Jesús.

El pecado original: una verdad esencial de la fe

«La doctrina del pecado original es, por así decirlo, “el reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo.

El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (cf. Concilio de Trento: DS 1513; Pío XII, Humani generis: ibíd., 3897; Pablo VI, discurso 11-VII-1966)» (Catecismo, nn. 388-389).

«Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios» (Catecismo, n. 391).

«El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad» (Catecismo, n. 397).

«La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf. Gn 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gn 3,5)» (Catecismo, n. 399).

Como consecuencia, «la armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16)» (Catecismo, n. 400).

También se rompe la armonía con la creación; «la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida “a la servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue formado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12)» (Catecismo, n. 400).

«Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3)» (Catecismo, n. 401).

Consecuencias del pecado original para la humanidad

La existencia humana muestra la evidencia del pecado en nuestra vida, junto a la realidad de que el pecado no es fruto de que seamos malos por naturaleza, sino que procede de la elección libre del mal. El mal moral no pertenece, pues, a la estructura humana, no proviene ni de la naturaleza social del hombre ni de su materialidad, ni obviamente tampoco de Dios o de un destino inamovible. El realismo cristiano pone al hombre delante de su propia responsabilidad: puede hacer el mal como fruto de su libertad, y el responsable de ello no es otro que uno mismo (cf. Catecismo, 387).

«Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» (GS 13,1).

A lo largo de la historia, la Iglesia ha formulado el dogma del pecado original en contraste con el optimismo exagerado y el pesimismo existencial (cf. Catecismo, 406). Frente a Pelagio, que afirmaba que el hombre puede realizar el bien sólo con sus fuerzas naturales, y que la gracia es una mera ayuda externa, minimizando así tanto el alcance del pecado de Adán como la redención de Cristo —reducidos a un mero mal o buen ejemplo, respectivamente— el Concilio de Cartago (418), siguiendo a San Agustín, enseñó la prioridad absoluta de la gracia, pues el hombre tras el pecado ha quedado dañado (cf. DH 223.227; cf. también el Concilio II de Orange, en el año 529: DH 371-372). Frente a Lutero, que sostenía que tras el pecado el hombre está esencialmente corrompido en su naturaleza, que su libertad queda anulada y que en todo lo que hace hay pecado, el Concilio de Trento (1546) afirmó la relevancia ontológica del bautismo, que borra el pecado original; aunque permanecen sus secuelas —entre ellas, la concupiscencia, que no se ha de identificar, como hacía Lutero, con el pecado mismo—, el hombre es libre en sus actos y puede merecer con obras buenas, sostenidas por la gracia (cf. DH 1511-1515).

En el fondo de la posición luterana, y también de algunas interpretaciones recientes de Gn 3, está en juego una adecuada comprensión de la relación entre 1) naturaleza e historia, 2) el plano psicológico-existencial y el plano ontológico, 3) lo individual y lo colectivo.

1) Aunque hay algunos elementos de carácter mítico en el Génesis (entendiendo el concepto de “mito” en su mejor sentido, es decir, como palabra-narración que da origen y que por lo tanto está en el fundamento de la historia posterior), sería un error interpretar el relato de la caída como una explicación simbólica de la original condición pecadora humana. Esta interpretación convierte en naturaleza un hecho histórico, mitificándolo y haciéndolo inevitable: paradójicamente, el sentido de culpa que lleva a reconocerse “naturalmente” pecador conduciría a mitigar o eliminar la responsabilidad personal en el pecado, pues el hombre no podría evitar aquello a lo que tiende espontáneamente. Lo correcto, más bien, es afirmar que la condición pecadora pertenece a la historicidad del hombre, y no a su naturaleza originaria.

2) Al haber quedado después del bautismo algunas secuelas del pecado, el cristiano puede experimentar con fuerza la tendencia hacia el mal, sintiéndose profundamente pecador, como ocurre en la vida de los santos. Sin embargo, esta perspectiva existencial no es la única, ni tampoco la más fundamental, pues el bautismo ha borrado realmente el pecado original y nos ha hecho hijos de Dios (cf. Catecismo 405). Ontológicamente, el cristiano en gracia es justo ante Dios. Lutero radicalizó la perspectiva existencial, entendiendo toda la realidad desde ella, que quedaba así marcada ontológicamente por el pecado.

3) El tercer punto lleva a la cuestión de la transmisión del pecado original, «un misterio que no podemos comprender plenamente» (Catecismo, 404). La Biblia enseña que nuestros primeros padres trasmitieron el pecado a toda la humanidad. Los siguientes capítulos del Génesis (cf. Gn 4-11; cf. Catecismo, 401) narran la progresiva corrupción del género humano; estableciendo un paralelismo entre Adán y Cristo, San Pablo afirma: «Como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo [Cristo] todos quedarán constituidos justos» (Rm 5,19). Este paralelismo ayuda a entender correctamente la interpretación que suele darse del término adamáh como de un singular colectivo: como Cristo es uno solo y a la vez cabeza de la Iglesia, así Adán es uno solo y a la vez cabeza de la humanidad9. «Por esta “unidad del género humano”, todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo» (Catecismo, 404).

La Iglesia entiende de modo analógico el pecado original de los primeros padres y el pecado heredado por la humanidad. «Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado [...] será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto» (Catecismo, 404). Así, «aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal» (Catecismo, 405)10.

Para algunas personas es difícil aceptar la idea de un pecado heredado11, sobre todo si se tiene una visión individualista de la persona y de la libertad. ¿Qué tuve yo que ver con el pecado de Adán? ¿Por qué he de pagar las consecuencias del pecado de otros? Estas preguntas reflejan una ausencia del sentido de la solidaridad real que existe entre todos los hombres en cuanto creados por Dios. Paradójicamente, esta ausencia puede entenderse como una manifestación del pecado trasmitido a cada uno. Es decir, el pecado original ofusca la comprensión de aquella profunda fraternidad del género humano que hace posible su trasmisión.

Ante las lamentables consecuencias del pecado y su difusión universal cabe preguntarse: «Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? San León Magno responde: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (serm. 73,4). Y San Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después del pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!” (Summa Theologiae, III, 1, 3, ad 3)» (Catecismo, 412).

La vida como combate

Esta mirada al pecado a partir de la Redención de Cristo proporciona un realismo lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. El cristiano debe ser consciente tanto de la grandeza de su ser hijo de Dios como de ser pecador. Este realismo:

a) Previene tanto de un optimismo ingenuo como de un pesimismo desesperanzado y «proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo [...]. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (Catecismo, 407).

b) Da una serena confianza en Dios, Creador y Padre misericordioso, que no abandona a su criatura, perdona siempre, y conduce todo hacia el bien, aun en medio de adversidades. «Repite: “omnia in bonum!”, todo lo que sucede, “todo lo que me sucede”, es para mi bien... Por tanto —ésta es la conclusión acertada—: acepta eso, que te parece tan costoso, como una dulce realidad»12.

c) Suscita una actitud de profunda humildad, que lleva a reconocer sin extrañeza los propios pecados, y a dolerse de ellos por ser una ofensa a Dios y no tanto por lo que suponen de defecto personal.

d) Ayuda a distinguir lo que es propio de la naturaleza humana en cuanto tal de lo que es consecuencia de la herida del pecado en la naturaleza humana. Después del pecado, no todo lo que se experimenta como espontáneo es bueno. La vida humana tiene, pues, el carácter de un combate: es preciso combatir por comportarse de modo humano y cristiano (cf. Catecismo, 409). «Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones»13. El cristiano que se esfuerza por evitar el pecado no se pierde nada de lo que hace la vida buena y bella. Frente a la idea de que es necesario que el hombre haga el mal para experimentar su libertad autónoma, pues en el fondo una vida sin pecado sería aburrida, se alza la figura de María, concebida inmaculada, que muestra que una vida completamente entregada a Dios, lejos de producir hastío, se convierte en una aventura llena de luz y de infinitas sorpresas14.

La ternura de Dios: pecado, salvación, misericordia

Frente a la realidad del pecado, se alza imponente la misericordia de Dios. Jesucristo es el rostro de esta misericordia, como podemos ver en su actitud frente a los pecadores («no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores») como Zaqueo, el paralítico, la mujer adúltera, la samaritana, María Magdalena, el buen ladrón, Pedro, y un sinfín de personajes.

De manera especialmente relevante, se muestra en las parábolas de la misericordia como la del hijo pródigo, que en realidad llevan a plenitud toda la enseñanza del Antiguo Testamento sobre el Dios «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad» (Ex 34, 6). A ello se refieren los salmos una y otra vez: el Señor es «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad» (Sal 86, 15); «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia» (Sal 103, 8); «clemente y justo, nuestro Dios es compasivo» (Sal 116, 5); «clemente y compasivo, lento a la ira y rico en misericordia» (Sal 145, 8).

En la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto con el inmensamente Puro, con el Hijo de Dios15. Si lo habitual es que aquello que es impuro contagie y contamine con el contacto lo que es puro, aquí tenemos lo contrario: allí donde el mundo, con toda su injusticia y con sus crueldades que lo contaminan, entra en contacto con el inmensamente Puro, en este contacto, la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el amor infinito.

La realidad del mal, de la injusticia que deteriora el mundo y contamina a la vez la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. Ahora bien, no es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo «bebe el cáliz» de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento transforma la oscuridad.

Jesús en la Pasión clama al Padre con toda su fuerza. De alguna manera, «todos los infortunios de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo»16. Este sufrimiento concentra la miseria, el pecado y la muerte de los hombres, todo el mal de la historia. Y lo supera, lo redime, lo salva.

La Cruz es la última palabra del amor de Cristo por nosotros. Pero no es la última palabra del Dios de la alianza. Esta última palabra será pronunciada en la alborada del domingo: «Ha resucitado»17. Dios resucita a su Hijo Jesucristo, y en Cristo nos dona la vida cristiana para siempre.

Pablo Martí del Moral - Santiago Sanz


Bibliografía

— Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 374-421.

— San Juan Pablo II, Creo en Dios Padre. Catequesis sobre el Credo (I), Palabra, Madrid 1996, 219 ss.

— Francisco, Misericordiae Vultus, 11-IV-2015.


  1. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 10.
    2
    . San Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 21.
    3
    . Cf. San Juan Pablo II, Redemptoris missio, n. 44.
    4
    . San Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid 2005, p. 73.
    5
    . Estas expresiones aparecen repetidas ocasiones en San Juan Pablo II, Dives in Misericordia.
    6
    . Santa Faustina, Diario de la Divina Misericordia en mi alma, nn. 47, 309, 327, 949.
    7
    . Cfr. Francisco, Misericordiae Vultus, n. 2.
    8
    . B. Pascal, Pensamientos, n. 556 (ed. Brunschvicg) y n. 449 (ed. Lafuma).
    9
    . Esta es la principal razón de que la Iglesia haya siempre leído el relato de la caída en una óptica de monogenismo (proveniencia del género humano a partir de una sola pareja). La hipótesis contraria, el poligenismo, pareció imponerse como dato científico (e incluso exegético) durante unos años, pero hoy en día a nivel científico se considera más plausible la descendencia biológica de una rama común (monofiletismo). Desde el punto de vista de la fe, el poligenismo es problemático, pues no se ve cómo pueda conciliarse con la Revelación sobre el pecado original (cf. Pío XII, Humani Generis, DH 3897), aunque se trata de una cuestión sobre la que todavía cabe investigar y reflexionar.
    10
    . En este sentido, se ha distinguido tradicionalmente entre el pecado original originante (el pecado personal cometido por nuestros primeros padres) y el pecado original originado (el estado de pecado en el que nacemos sus descendientes).
    11
    . Cf. San Juan Pablo II, Audiencia general, 24-IX-1986, n. 1.
    12
    . San Josemaría, Surco, 127; cf. Rm 8,28.
    13
    . San Josemaría, Es Cristo que pasa, 74.
    14
    . Cf. Benedicto XVI, Homilía, 8-XII-2005.
    15
    . Este comentario sobre la pureza de Cristo y la suciedad del pecado se encuentra en Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, vol. 2, Encuentro, Madrid 2011, pp. 269-270.
    16
    . Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2606.
    17
    . Cf. San Juan Pablo II, Dives in Misericordia, n. 7.