Sumario
1. El anhelo de Dios: la persona humana es capaz de Dios, deseo de la plena felicidad y deseo de Él
2. El conocimiento racional de Dios
3. Características actuales de las personas y de la sociedad respecto a lo trascendente
- Bibliografía y Lecturas
1. El anhelo de Dios: la persona humana es capaz de Dios, deseo de la plena felicidad y deseo de Él
«El hombre está hecho para ser feliz como el pájaro para volar», escribió un literato ruso del siglo XIX. Todo el mundo busca la felicidad, el propio bien, y orienta su vida del modo que le parece más adecuado para alcanzarla. Poder gozar de bienes humanos que nos perfeccionan y enriquecen nos hace felices. Pero, mientras vivimos, la felicidad está siempre atravesada por una sombra. No solo porque, a veces, después de obtener cosas buenas, nos acostumbramos a ellas (lo que sucede con frecuencia cuando recibimos algo que habíamos deseado tener) sino, más radicalmente, porque ningún bien creado es capaz de colmar el anhelo de felicidad del hombre y porque además los bienes creados son pasajeros.
Somos hombres, hechos de cuerpo y espíritu en unidad, seres personales. Nuestra dimensión espiritual nos hace capaces de ir más allá de las realidades concretas con las que nos relacionamos: las personas, las instituciones, los bienes materiales, los instrumentos que nos ayudan a crecer… Conocer los distintos aspectos de la realidad no consume ni agota nuestra capacidad de conocer ni nuestras preguntas, siempre podemos conocer cosas nuevas o entenderlas con mayor profundidad. Y algo semejante sucede con nuestra capacidad de querer: no hay nada creado que nos sacie por completo y para siempre: podemos amar más, podemos amar cosas mejores. Y, de algún modo, nos sentimos impulsados hacia todo eso: conseguir objetivos nuevos nos hace felices, nos gusta comprender mejor los problemas y las realidades que tenemos alrededor, encontrar nuevas situaciones y adquirir experiencia. Procuramos realizar todo esto en nuestra vida y nos deprimimos cuando no alcanzamos a conseguirlo. Sentimos anhelos de plenitud. Todo eso es signo de una grandeza, del hecho que hay en nosotros algo infinito, que trasciende cada concreta realidad que forma parte de nuestra vida.
El mundo, sin embargo, es pasajero. Somos pasajeros nosotros mismos, y también el entorno que nos rodea. Las personas que amamos, los logros que alcanzamos, los bienes de que disfrutamos…, no hay nada que podamos retener para siempre. Nos gustaría aferrarlos, tenerlos siempre con nosotros porque mejoran nuestra vida, nos alegran con sus dones y cualidades, nos deleitan. Sin embargo, en el fondo de nuestra conciencia percibimos que son pasajeros, que no nos acompañarán siempre, que a veces nos prometen una felicidad que solo pueden dar por algún tiempo. «Todo lleva en sí el sello de su caducidad, oculto entre promesas. Porque el horror y la vergüenza de las cosas es ser caducas y, para cubrir esa llaga vergonzosa y engañar a los incautos, se disfrazan con vestidos de colores»[1]. Esa sombra que todo lo terreno posee nos toca profundamente, y si lo pensamos bien, nos asusta, nos lleva a desear que no sea así, que exista una salida para nuestro deseo de vida, de plenitud. Son anhelos de salvación, que están ahí, presentes en el corazón del hombre.
Hemos encontrado, entonces, dos tipos diferentes de anhelos humanos que señalan el “hambre de trascendencia” que tiene el hombre. Ante las diversas experiencias trascendentes del bien, se despiertan anhelos de plenitud (de ser, de verdad, de bondad, de belleza, de amor). Y ante las diversas experiencias del mal, de la pérdida de esos bienes, se despiertan anhelos de salvación (pervivencia, rectitud, justicia, paz). Son experiencias de trascendencia que dejan una nostalgia del más allá. Porque «el hombre está hecho para ser feliz como el pájaro para volar», pero la experiencia indica que la felicidad en este mundo no es completa, que la vida no es nunca plenamente satisfactoria, que queda más allá de nuestros intentos de alcanzarla, como siempre entrevista y nunca conseguida. Hay, por eso, en el fondo del espíritu humano una desazón, una insatisfacción, una nostalgia de felicidad que apunta a una secreta esperanza: la esperanza de un hogar, de una patria definitiva, en la que el sueño de una felicidad eterna, de un amor para siempre, quede colmada. Somos terrenos, pero anhelamos lo eterno.
Este deseo no funda por sí mismo la religiosidad natural, sino que más bien es como un “indicador” de Dios. El hombre es un ser naturalmente religioso porque su experiencia del mundo le lleva a pensar espontáneamente a un ser que es fundamento de toda la realidad: ese «a lo que todos llaman Dios», como decía santo Tomás concluyendo sus famosas cinco vías de acceso a Dios (cfr. Summa Theologiae, I, q.2, a.3). El conocimiento de Dios es accesible al sentido común, es decir, al pensamiento filosófico espontáneo que ejercita todo ser humano, como resultado de la experiencia de vida personal: la maravilla ante la hermosura y el orden de la naturaleza, la sorpresa por el don gratuito de la vida, la alegría de percibir el amor de otros... llevan a pensar en el “misterio” del que todo eso procede. También las diversas dimensiones de la espiritualidad humana, como la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, de progresar cultural y técnicamente, de percibir la moralidad de las propias acciones, muestran que, a diferencia de los demás seres corpóreos, el hombre trasciende el resto del cosmos material y apuntan a un ser espiritual superior y trascendente que dé razón de estas cualidades del ser humano.
El fenómeno religioso no es, como pensaba Ludwig Feuerbach, una proyección de la subjetividad humana y de sus deseos de felicidad, sino que surge de una espontánea consideración de la realidad tal como es. Esto explica el hecho de que la negación de Dios y el intento de excluirlo de la cultura y de la vida social y civil sean fenómenos relativamente recientes, limitados a algunas áreas del mundo occidental. Los grandes interrogantes religiosos y existenciales continúan permaneciendo invariables en el tiempo, lo que viene a desmentir la idea de que la religión esté circunscrita a una fase “infantil” de la historia humana, destinada a desaparecer con el progreso del conocimiento.
La constatación de que el hombre es un ser naturalmente religioso llevó a algunos filósofos y teólogos a la idea de que Dios, al crearlo, lo había preparado ya, de algún modo, para recibir ese don en que consiste su vocación última y definitiva: la unión con Dios en Jesucristo. Tertuliano, por ejemplo, al notar cómo los paganos de su tiempo decían de modo natural “Dios es grande” o “Dios es bueno”, pensó que el alma humana estaba de algún modo orientada hacia la fe cristiana y en su Apologético escribió: «Anima naturaliter christiana[2] »(17,6). Santo Tomás, considerando el fin último del hombre y la apertura ilimitada de su espíritu, afirmó que los seres humanos tienen «un deseo natural de ver a Dios» (Contra Gentiles, lib.3, c.57, n.4). La experiencia muestra, sin embargo, que este deseo no es algo que podamos alcanzar por nuestras propias fuerzas, por lo que sólo se puede realizar si Dios se revela y sale de su misterio, si viene Él mismo al encuentro del hombre y se muestra tal como es. Pero este es el objeto de la Revelación.
El Catecismo de la Iglesia Católica ha resumido sintéticamente algunas de estas ideas en el n. 27: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».
2. El conocimiento racional de Dios
El intelecto humano puede conocer la existencia de Dios acercándose a Él a través de un camino que parte del mundo creado y que posee dos itinerarios, las creaturas materiales (vías cosmológicas) y la persona humana (vías antropológicas).
Estas vías hacia la existencia de Dios no son propiamente “pruebas” en el sentido que la ciencia matemática o natural da a este término, sino argumentos filosóficos convergentes, que serán más convincentes o menos según el grado de formación y de reflexión que posee quien los considera (cfr. Catecismo, 31). Tampoco son “pruebas” en el sentido de las ciencias experimentales (física, biología, etc.) porque Dios no es objeto de nuestro conocimiento empírico: no lo podemos observar, como se contempla una puesta de sol o una tormenta de arena para sacar conclusiones.
Las vías cosmológicas parten de las creaturas materiales. La formulación más conocida se debe a santo Tomás de Aquino: son las célebres “cinco vías” que él elaboró. En forma sintética y simplificada podemos resumirlas así: las dos primeras proponen la idea de que las cadenas de causas (causa-efecto) que observamos en la naturaleza no pueden proseguir en el pasado hasta el infinito: ha de haber un origen, un primer motor y una primera causa; la tercera vía, parte de la idea de que las cosas que vemos en el mundo pueden darse o no darse, y llega a la idea de que eso no puede ser así para toda la realidad: debe haber algo o alguien que exista necesariamente y no pueda no existir, porque de otra manera no existiría nada; la cuarta vía considera que todas las realidades que conocemos poseen cualidades buenas y deduce que debe existir un ser que sea fuente de todas ellas; la última (quinta) observa el orden y la finalidad que están presentes en los fenómenos del mundo, el hecho de que tienen leyes que los regulan, y concluye la existencia de una inteligencia ordenadora que explique esas leyes y sea también causa final de todo (cfr. Summa Theologiae, I, q.2).
Junto a las vías que parten del análisis del cosmos, existen otras de carácter antropológico; en ellas la reflexión comienza desde la realidad del hombre, de la persona humana. Estas vías tienen más fuerza entendidas como convergentes que consideradas aisladamente, una por una. En parte, ya nos hemos referido a ellas. En primer lugar, el carácter espiritual del hombre, marcado por su capacidad de pensar, su interioridad y su libertad, no parece tener fundamento en ninguna otra realidad del cosmos. Tampoco tiene sentido realmente el hombre con su deseo insatisfecho de felicidad si no existe un Dios que se la pueda dar. Vemos además en la naturaleza humana un sentido moral de solidaridad y de caridad, que lleva al hombre a abrirse a los demás y a reconocer en sí mismo la vocación de trascender el yo y sus intereses egoístas. Uno se pregunta por qué está ahí: por qué el hombre es capaz de discernir en modo no utilitarista, por qué se da cuenta de que algunas cosas son acordes con su dignidad y otras no, por qué experimenta la culpa y la vergüenza cuando obra mal, y el gozo y la paz, en cambio, cuando se comporta con justicia; por qué es capaz de extasiarse ante la belleza de una puesta de sol, del cielo lleno de estrellas o de una excelsa obra de arte. Nada de eso se puede atribuir razonablemente a la obra ciega del cosmos, al producto impersonal de las interacciones materiales. ¿No son todo eso signos de un ser infinitamente bueno, hermoso y justo que ha puesto en nosotros un atisbo de lo que Él es y desea para nosotros? Esta segunda opción es más lógica y satisfactoria. Ciertamente estas vías no son inapelables, pero conllevan una lógica luminosa para el que mira la realidad con sencillez.
El Catecismo de la Iglesia Católica las resume de este modo: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En todo esto se perciben signos de su alma espiritual. La “semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia”, su alma, no puede tener origen más que en Dios» (Catecismo, 33. La cita interna es de Gaudium et spes, 18).
Las diversas argumentaciones filosóficas empleadas para “probar” la existencia de Dios no causan necesariamente la fe en Él; aseguran solamente que esa fe es razonable. En el fondo nos dicen muy poco de Dios y se apoyan con frecuencia en otras convicciones que no siempre están presentes en las personas. Por ejemplo, en la cultura actual un conocimiento más científico de los procesos de la naturaleza podría oponer a algunas de las vías cosmológicas que, aunque el universo muestra un cierto orden, belleza y finalidad en sus fenómenos, también posee una notable dosis de desorden, caos y tragedia, pues muchos fenómenos parecen darse en modo fortuito (azar, caos) y descoordinado con otros, por lo que pueden ser fuentes de tragedia cósmica. De modo análogo, quien considere que la persona humana es sólo un animal un poco más desarrollado que los otros, cuyo actuar está regulado por pulsiones necesarias, no aceptará las vías personales que se refieren a la moralidad o a la trascendencia del espíritu, puesto que identifica la sede de la vida espiritual (mente, conciencia, alma) con la corporeidad de los órganos cerebrales y de los procesos neurales.
A estas objeciones se puede responder con argumentos que muestran que el desorden y el azar pueden tener un puesto dentro de una finalidad general del universo (y por tanto dentro de un proyecto creador de Dios). Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente insignificante»[3]. Análogamente, se puede mostrar en el plano de la razón y de la fenomenología humana, la autotrascendencia de la persona, el libre arbitrio que obra en las elecciones -aunque dependan y estén en cierta medida condicionadas por la naturaleza- y la imposibilidad de reducir la mente al cerebro. Por tanto, lleva razón el Compendio del Catecismo cuando afirma que a partir «del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien» (n. 3), pero para adquirir esta certeza hay que entender aspectos complejos de la realidad, que ofrecen bastante margen de discusión, lo que explica por qué las vías racionales de acceso a Dios no son, con frecuencia, realmente persuasivas.
3. Características actuales de las personas y de la sociedad respecto a lo trascendente
A pesar del fenómeno de la globalización, las actitudes respecto a Dios y la visión religiosa de la vida tienen notables diferencias en las distintas partes del mundo. En términos generales, para la mayoría de las personas la referencia a la trascendencia –aunque expresada en formas religiosas y culturales muy diversas– sigue siendo un aspecto importante de la vida.
En este panorama general hay que exceptuar el mundo occidental, y sobre todo Europa, donde una serie de factores históricos y culturales han determinado una actitud extensa de rechazo o de indiferencia ante Dios y ante la que ha sido históricamente la religión dominante en Occidente: el cristianismo. Se puede resumir este cambio en palabras del sociólogo de la religión Peter Berger con la idea de que en la sociedad occidental la fe cristiana se ha quedado sin su “estructura de plausibilidad”, de modo que, si en épocas pasadas bastaba dejarse llevar para ser católico, en nuestros días basta dejarse llevar para dejar de serlo. Se puede decir que el deseo de Dios parece haber desaparecido en la sociedad occidental: «Para amplios sectores de la sociedad Él ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el esfuerzo de pronunciarse»[4].
Las causas de este cambio son muchas. Por una parte, los grandes logros científicos y técnicos de los últimos dos siglos, que tantos beneficios han aportado a la humanidad, han suscitado, sin embargo, una mentalidad materialista que considera las ciencias experimentales como las únicas formas válidas de conocimiento racional. Se ha difundido una visión del mundo según la cual sólo es auténtico lo que es susceptible de verificación empírica, lo que se puede ver y tocar. Esto reduce el “horizonte de la racionalidad”, ya que, además de minusvalorar las formas no científicas de conocimiento (la confianza, por ejemplo, en lo que otros nos dicen), lleva a interesarse sólo por buscar los instrumentos que hacen el mundo más confortable y placentero. Este proceso, sin embargo, no es algo necesario. Considerar la misteriosa belleza y grandeza del mundo creado no conduce a idolatrar la ciencia, sino al contrario, a admirar las maravillas que Dios ha puesto en su creación. Hoy, como en el pasado, muchos científicos continúan abriéndose a la trascendencia al descubrir la perfección contenida en el universo.
Un segundo aspecto, ligado al anterior, es la secularización de la sociedad, es decir, ese proceso por el que muchas realidades que anteriormente se relacionaban con las nociones, creencias e instituciones religiosas han perdido esa dimensión y han pasado a ser vistas en términos puramente humanos, sociales o civiles. Este aspecto está ligado al anterior, porque el progreso científico ha permitido conocer las causas de muchos fenómenos naturales (en el ámbito de la salud, de los procesos vitales, de las ciencias humanas) que anteriormente se relacionaban directamente con la voluntad de Dios. Por ejemplo, en la antigüedad una peste se podía entender como un castigo divino por los pecados de los hombres, pero actualmente se considera como fruto de condiciones higiénicas, de vida, etc., que podemos precisar y determinar. En sí mismo este mejor conocimiento de la realidad es algo bueno, y ayuda también a purificar la idea que tenemos del modo de obrar de Dios, que no es una causa más de los fenómenos de la naturaleza. Dios está a otro nivel: responde a las preguntas últimas que los hombres nos hacemos: el sentido de la vida, del destino final de cada uno, de la alegría y del dolor, etc. La ciencia no llega a dar una explicación a este nivel, por lo que cuando las personas se plantean preguntas más profundas es fácil que entren en ese espacio en el que Dios se hace imprescindible.
Otro aspecto importante del debilitamiento de la orientación hacia Dios en la cultura actual de Occidente está ligado a la actitud individualista que plasma profundamente el modo de pensar de la colectividad. Esta actitud es uno de los frutos del proceso de emancipación que caracterizó la cultura desde la época de la Ilustración (siglo XVIII). Ese proceso tiene también, como los anteriores, aspectos positivos, puesto que es contrario a la dignidad humana que, con pretextos religiosos o de otro tipo, el hombre sea puesto “bajo tutela”, y se vea obligado a tomar decisiones en nombre de doctrinas impuestas que no son evidentes; sin embargo, ha difundido también la idea de que es mejor no depender de nadie y no ligarse a nadie, para no estar atado y poder realizar lo que uno desea. ¿Quién no ha escuchado a veces –formulada quizá en modos distintos– la idea de que lo principal es “ser auténticos”, “vivir la propia vida”, y vivirla como nos dé la gana? Esta actitud lleva a tratar las relaciones de manera utilitarista, buscando que no tengan vínculos, para que no aten ni coarten la espontaneidad personal. Se admiten solo relaciones que proporcionen satisfacción.
Desde esta perspectiva, una relación seria con Dios va a ser molesta, porque la sujeción a sus preceptos no se siente como algo que libera del propio egoísmo, por lo que la religión tendrá espacio solo en la medida en que proporcione paz, serenidad, bienestar y no comprometa. De ahí que la actitud individualista dé lugar a formas de religiosidad ligeras y con escasos contenidos e instituciones, que se caracterizan por un notable peso del subjetivismo y de la afectividad y que cambian fácilmente según las necesidades personales. La orientación actual hacia algunas prácticas orientales muy “personalizables” es prueba de todo esto.
Se podrían añadir otros rasgos para describir la mentalidad que domina actualmente en las sociedades occidentales. Características como el culto de la novedad y del progreso, el deseo de compartir emociones fuertes con otros, el predominio de la tecnología que marca el modo de trabajar, relacionarse o descansar… tienen sin duda un impacto en la actitud hacia la realidad trascendente y hacia el Dios cristiano. Es también cierto que hay mucho de positivo en estos procesos: las sociedades occidentales han conocido un largo periodo de paz, de desarrollo material, se han hecho más participativas y han procurado incluir a todos sus miembros en estos procesos benéficos. En todo ello hay mucho de cristiano. Sin embargo, es también evidente que, actualmente, muchos rehúyen el tema “Dios” y muestran, no raramente, indiferencia o rechazo.
Ante una sociedad con estas características, refractaria a lo trascendente, el cristiano solo será convincente si evangeliza, en primer lugar, con el testimonio de la propia vida. El testimonio y la palabra: las dos cosas son necesarias, pero el testimonio tiene prioridad. Al comenzar recordábamos que «el hombre está hecho para ser feliz como el pájaro para volar». La felicidad está ligada al amor y el cristiano sabe por la fe que no hay amor más verdadero y puro que el amor que Dios nos tiene, que se mostró en la Cruz de Cristo y se comunica en la Eucaristía. El único modo de mostrar a una sociedad que ha vuelto sus espaldas a Dios que vale la pena comprometerse con Él es que el cristiano manifieste en su propia vida la presencia de ese amor y de esa felicidad.
«No todas las satisfacciones producen el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío»[5]. La felicidad de quienes creen sólo en lo que se puede ver y tocar, o están dominados por una concepción utilitarista de la vida, o la del individualista que no se quiere ligar a nada, es pasajera, “dura mientras dura”, y necesita ser frecuentemente renovada porque no da más de sí. Es, con frecuencia, una felicidad que no mejora a las personas. En cambio, los que sirven a Jesús de corazón llevan una vida diversa y tienen también una felicidad distinta: más profunda, más duradera, que produce frutos en ellos mismos y en los demás.
No está de más releer el famoso texto de la Epístola a Diogneto (V y VI) sobre la vida de los cristianos en el mundo: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres (…). Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.
»Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.
»Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo».
Bibliografía básica
– Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 27-49.
– Francisco, «Raíz humana de la crisis ecológica», Encíclica Laudato si’.
– Benedicto XVI, «El año de la fe. El deseo de Dios», Audiencia, 7-XI-2012.
– Benedicto XVI, «El Año de la fe. Los caminos que conducen al conocimiento de Dios», Audiencia, 14-XI-2012.
Lecturas recomendadas
– J. Burgraff, Teología fundamental. Manual de iniciación, Rialp, Madrid 2007, cap. II.
– A. López Quintás, Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid 1989.
[1] J. L. Lorda, La señal de la Cruz, Rialp, Madrid 2011, pp. 65-66.
[2] Todos tenemos un alma cristiana por naturaleza.
[3] A. Einstein, Mi visión del mundo, Barcelona2013.
[4] Benedicto XVI, Audiencia, 7-XI-2012.
[5] Ibídem.