1. Planteamiento de la cuestión
El Opus Dei es una prelatura personal desde su erección como tal mediante la Constitución apostólica Ut sit de Juan Pablo II, del 28 de noviembre de 1982, ejecutada el 19 de marzo de 1983. Los estatutos de la prelatura se abren con la neta afirmación «Opus Dei est Praelatura personalis(...)» (n. 1 § 1).
Con estos datos elementales podemos dar ya una primera respuesta a la pregunta que encabeza estas páginas: la constitución de la prelatura ha tenido lugar en virtud de una decisión de la Autoridad Suprema de la Iglesia, que ha aplicado a la realidad fundada por San Josemaría el 2 de octubre de 1928 la configuración institucional de prelatura personal para la realización de peculiares obras pastorales, prevista por el Concilio Vaticano II en el Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 10. Sin embargo, el interrogante que ahora nos interesa resolver, más específico, tiene que ver con las esencias y se concentra, por tanto, en la forma verbal es: ¿En qué sentido puede decirse que el Opus Dei es una prelatura personal?
Cabe una respuesta muy simple que aparentemente soluciona el problema: el Opus Dei es una prelatura personal desde el punto de vista jurídico, o sea en el ámbito del derecho canónico. Se trata de una afirmación perfectamente verdadera, e incluso obvia. No obstante, su significado y alcance distan de ser tan obvios.
La dificultad fundamental nace de lo que en general se entiende por existencia “jurídica”, ya sea civil o canónica, de una determinada realidad social. Un muy difundido sentir común y no pocas disquisiciones teóricas sobre el derecho coinciden en concebir esa existencia como algo separado de la vida efectiva de las personas en sociedad. El derecho, visto como un sistema de normas sociales capaces de imponerse eficazmente en un determinado ámbito, estructura de algún modo la realidad social, en cuanto regula y encauza conductas, y crea instituciones que aúnan la actividad de los individuos. Pero se tiende a percibir esa estructuración como extrínseca respecto a las personas humanas y a sus relaciones interpersonales reales. Una cosa serían las realidades sociales en sí mismas, otra el modo en que aparecen ante el sistema jurídico. Por supuesto que se reconoce la capacidad del derecho de influir en las mismas realidades sociales, pero no se le considera algo inherente a estas realidades, sino más bien un instrumento destinado a cambiarlas.
Aplicando el anterior esquema a nuestro caso, resulta fácil admitir que el Opus Dei ha entrado en un nuevo encuadramiento jurídico-canónico al ser erigido en prelatura personal, de modo que ahora se le aplican las normas previstas en la Iglesia para este tipo de entes. Puede también añadirse sin problemas que esta nueva configuración jurídica se adecúa perfectamente a la realidad del Opus Dei. Más problemático resulta, en cambio, sostener que el ser una prelatura personal –no ya el “aplicarle” o el “adecuársele” tal condición– corresponde precisamente a la realidad del Opus Dei. Ante todo, porque esa figura, como cualquier otra del mundo jurídico, no sería más que una suerte de instrumento del sistema normativo. Además, porque el Opus Dei es claramente una realidad ligada a la vida carismática, al impulso del Espíritu Santo en la Iglesia, lo que parece implicar que no puede consistir en una forma jurídica acuñada por el ordenamiento canónico. En fin, la mejor comprobación de este enfoque derivaría del hecho tan sencillo de que antes de su erección en prelatura personal, el Opus Dei ciertamente ya existía, y había sido objeto de sucesivas configuraciones canónicas, inadecuadas claro está, a diferencia de la definitiva, pero que en el fondo serían tan extrínsecas –tan “jurídicas”– como ésta última. En consecuencia, la afirmación “el Opus Dei es una prelatura personal” no correspondería a la misma realidad fundada por San Josemaría el 2 de octubre de 1928.
En estas páginas me propongo mostrar que la afirmación conforme a la cual el Opus Dei es una prelatura personal enuncia en verdad un aspecto intrínseco y esencial de su misma realidad carismática. Procederé en dos fases: primero procuraré aplicar una visión realista del derecho a la noción de prelatura personal; después, intentaré explicar por qué esa noción resulta válida para el Opus Dei.
2. La comprensión realista del concepto jurídico de prelatura personal
La concepción del derecho como orden normativo extrínseco a la realidad social, a la cual se aplica e impone coactivamente, condiciona el modo de entender todos los conceptos jurídicos, tanto en el ámbito civil como en el eclesial. Incluso aquellos que claramente trascienden el derecho, como el de persona, tienden a ser enfocados como creaciones de un determinado ordenamiento, forjados de manera pragmática, o sea para determinar el ámbito en el que es válida una determinada norma. Así, pues, el concepto jurídico de persona no correspondería a lo que intrínsecamente es el ser humano (esto sería propio del concepto filosófico de persona), sino que sería sólo un punto de referencia humano al que el orden jurídico recurre para fijar el objeto de sus reglas. Naturalmente cuando se trata de un concepto que se elabora dentro del mismo ordenamiento, como sucede con el de prelatura personal, el enfoque técnico-operativo parece aún más obvio: la noción sería una especie de artefacto convencional, modelado por determinadas normas, que sirve para atribuir a las relaciones sociales una determinada calificación útil en vistas a alcanzar ciertos efectos prácticos.
Desde semejante perspectiva, la prelatura personal aparece como una etiqueta jurídica, cuyo uso es relevante en virtud de ciertas consecuencias jurídicas: atribución de competencias, derechos, obligaciones, sanciones, etc. De este modo, una realidad social concreta que ha sido configurada como prelatura personal, y es el caso de la realidad social del Opus Dei, sería jurídicamente una prelatura personal únicamente en cuanto recibe esa denominación y sus consecuencias en el ordenamiento canónico. La realidad jurídica tiende así a transformarse en un simple nombre, que a su vez sería puro instrumento para la atribución a una realidad social de determinados efectos de derecho positivo. El positivismo jurídico está emparentado con el nominalismo: en efecto, si la realidad no encierra de por sí nada jurídicamente relevante, sino que el derecho le adviene desde fuera, los conceptos jurídicos equivalen a meros esquemas normativos, son tan instrumentales como las mismas normas que los modelan y utilizan.
Para escapar de este círculo vicioso es necesario replantearse qué es el derecho, volver a preguntarse qué significa que algo es “jurídico”. Es una operación no fácil, pues el peso de los hábitos mentales del positivismo penetra incluso en el modo de concebir el derecho eclesial. La concepción extrínseca del derecho ha marcado hondamente la cultura de muchos especialistas y de mucha gente común. Sin embargo, es de todo punto necesario superar esa visión: basta considerar el desprestigio en que cae el derecho cuando es entendido como pura forma pragmática de ordenar la vida, y sobre todo el hecho de que esa forma puede ponerse al servicio de cualquier objetivo social, ya que en el ámbito jurídico no habría más que intereses y poderes fácticos que dan lugar a soluciones meramente consensuadas y relativas.
La tradición clásica y cristiana del derecho, dentro de su variedad de matices, ofrece una respuesta de fondo de signo radicalmente opuesto. Quizá el modo más sencillo y eficaz de captar esa respuesta consiste en plantearla desde el punto de vista de la relación entre el derecho y la justicia. La justicia como virtud de dar a cada uno su derecho, según la definición atribuida al jurista romano Ulpiano y acogida por tantos pensadores jurídicos hasta nuestros días, está intrínsecamente ligada al derecho de cada uno, que es su presupuesto. A su vez, este derecho se delinea como el objeto de la justicia, de modo que derecho y justicia están inseparablemente unidos. El derecho es así lo justo: una realidad, un bien que pertenece a alguien en cuanto le es debido por otro, ya sea un bien intrínseco a la persona (como la vida, la libertad, etc.) o un bien externo a ella que es objeto de relaciones interpersonales. En esto consiste lo que es realmente jurídico, que es otra manera de decir lo que es realmente justo, tanto si se funda en el mismo ser de las personas y de sus relaciones, como si se basa en la libertad humana que puede configurar y determinar las relaciones de justicia entre las personas y respecto a la sociedad.
Éste es el trasfondo que permite comprender adecuadamente cualquier noción jurídica, que es siempre noción relativa a lo que es justo, y por tanto relativa a relaciones reales sobre bienes reales entre personas humanas. Volviendo al ejemplo anterior, cuando en las normas o en los actos jurídicos se habla de persona, se trata de la misma realidad substancial que, con ese mismo nombre, es aferrada por el sentido común y profundizada por la filosofía. La relevancia jurídica del concepto de persona deriva de su relación con lo que es derecho en las relaciones interpersonales. Pero esta relación con el derecho, específicamente connotada por el uso jurídico de la noción de persona, es posible y necesaria precisamente porque los seres humanos son personas, porque sólo quien lo es puede ser titular de un bien que es suyo y le es por ende debido, y porque sólo una persona es capaz de deber algo a otra en justicia.
También un concepto institucional como el de prelatura personal ha de ser entendido bajo esta luz. Una prelatura personal, al igual que una diócesis o cualquier otra circunscripción eclesiástica, no es una superestructura que recubre extrínsecamente a ciertos efectos organizativos y funcionales la correspondiente realidad eclesial formada por la vida y actividad de los fieles y de sus pastores. Si así fuera, ser o no prelatura personal tendría una relevancia muy limitada, carente de importancia e interés salvo para algunos expertos, los canonistas, vistos como quienes se ocupan de aspectos técnicos, es decir de trámites, papeleos, actos formales, rótulos externos, etc.
En cambio, lo que se capta mediante el concepto de prelatura personal es una realidad interpersonal que participa en el ser mismo de la Iglesia de Cristo. Es una comunidad de fieles, estructurada jerárquicamente en torno a un prelado, con cuyo ministerio colaboran presbíteros y diáconos, y con un ámbito personal y una misión específicas que la conforman como complementaria a las diócesis en las que está presente. En una palabra, es una parte de la Iglesia, tan real y tan viva como la misma Iglesia.
Es verdad que la noción es de índole institucional, es decir, se refiere directamente a la dimensión unitaria y permanente que trasciende los individuos que actualmente conforman una determinada prelatura personal y se van sucediendo a lo largo de la historia. Mas se trata de una institución compuesta en cada momento por fieles reales, sin los cuales se transformaría en una mera posibilidad. En consecuencia, la comprensión auténtica de la noción conduce a percibir que una prelatura personal, lo mismo que una diócesis, es un conjunto real de personas –específicamente, una expresión concreta de la comunión jerárquica entre los fieles–, no un aparato burocrático ni una denominación oficial extrínseca.
Por ser un concepto de índole jurídica, al hablar de prelatura la atención se dirige a los aspectos externos que pueden ser objeto de relaciones de justicia: tanto a las relaciones institucionales de la misma prelatura con otros sujetos eclesiásticos y civiles, como a las relaciones de justicia existentes dentro del ámbito delimitado por la institución: las relaciones entre los fieles de la prelatura, y las de éstos con sus pastores. Si la noción de prelatura personal se comprende de modo realista, esta atención selectiva a la dimensión externa de justicia –por lo demás esencial en la Iglesia en su peregrinar terreno– no implica de ningún modo ignorar que la realidad eclesial está constituida ante todo por la comunión vertical e invisible con la Santísima Trinidad y por el misterio de la comunión de los santos. No se trata en absoluto de aislar lo jurídico, sino de captarlo con realismo en su dimensión específica, precisamente para poder de ese modo poner de manifiesto su inserción en el misterio sobrenatural de la Iglesia y, en particular, mostrar el vínculo intrínseco –en virtud de la sacramentalidad de la Iglesia– de lo justo con la salvación. En efecto, los derechos de los fieles dicen relación principalmente con los bienes salvíficos (ante todo la palabra de Dios y los sacramentos), y el deber de los ministros sagrados que han de dispensar esos bienes, así como el deber de todos los fieles de vivir en la comunión eclesial, son exigencias de justicia en las que está en juego la salvación del mismo titular del deber.
Las consideraciones anteriores no llevan consigo olvidar cuanto de histórico hay en la noción de prelatura personal. Estamos ante una determinada manera en que la Iglesia se autoorganiza, con una concreción positiva en las leyes canónicas y en la praxis eclesial, incluso con un nombre preciso que, aunque refleje bien la substancia del concepto, implica obviamente una determinación convencional. Sin embargo, eso no se opone al realismo de la noción en el sentido ya explicado: toda realidad eclesial se da en la historia y posee aspectos ligados a lo contingente, Sin embargo, los aspectos fundamentales de la prelatura responden a características esenciales de la Iglesia, al ser Iglesia: la igualdad fundamental entre los fieles, la constitución jerárquica, etc. En el caso del Opus Dei, además, es determinante un carisma, un don divino que exige fidelidad. A continuación intentaré precisamente mostrar por qué la fidelidad a ese carisma implica la prelatura personal.
3. La realidad eclesial del Opus Dei como prelatura personal
Para entender por qué el Opus Dei es una prelatura personal, además de comprender qué es una prelatura personal, se requiere captar esta realidad en el Opus Dei. En una óptica realista, su erección en prelatura no ha sido un revestimiento extrínseco, la atribución de una nueva fachada. La erección comporta que el Opus Dei es real e intrínsecamente una prelatura personal[1].
Surge de entrada una dificultad que parece oponerse a la visión realista de la dimensión de prelatura en el Opus Dei. En efecto, está claro que antes de su configuración como tal mediante un acto pontificio el Opus Dei no era prelatura personal. Hay obviamente un antes y un después de ese acto. De ahí podría deducirse que ser prelatura es algo extrínseco, advenedizo (por más conveniente o congruente que sea) respecto a la realidad eclesial de origen carismático que se manifestó el 2 de octubre de 1928.
No cabe duda de que la erección de la prelatura no ha sido un simple reconocimiento de la realidad ya existente por parte de la autoridad papal. Ha habido algo nuevo, que ha venido a integrar esa realidad. Los fieles incorporados al Opus Dei comenzaron a ser fieles de una prelatura, con los correspondientes vínculos de comunión entre ellos y con el prelado; la cabeza del Opus Dei en 1982, Mons. Álvaro del Portillo, pasó a ser prelado de una prelatura personal, con la potestad jerárquica que le es propia; el clero del Opus Dei empezó a constituir el presbiterio de la prelatura. Todo esto comporta una novedad respecto a la situación antecedente.
Sin embargo, esto no significa que desde 1928 el Opus Dei fuera una realidad esencialmente distinta de la prelatura que se erigió en 1982. Éste es el punto que requiere mayor atención, ya que anteriormente las sucesivas aprobaciones del Opus Dei (como pía unión, sociedad de vida común sin votos, e instituto secular) habían encuadrado su realidad dentro de instituciones eclesiales de naturaleza asociativa, aquellas que los fieles pueden constituir para promover fines eclesiales comunes. La inadecuación de estas configuraciones canónicas a la realidad carismática del Opus Dei obedecía también a otros motivos de mucha relevancia, sobre todo en razón de que la secularidad de sus fieles no encontraba cabida en el ámbito del estado de perfección o vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos. Sin embargo, ahora nos interesa el otro aspecto aludido, igualmente esencial, que dice relación precisamente con la supuesta naturaleza asociativa del Opus Dei.
La consideración histórica del Opus Dei ayuda a penetrar en su verdadera naturaleza. Me limitaré a señalar algunos datos esenciales que me parecen especialmente significativos[2].
Ante todo, conviene advertir que la vocación de San Josemaría en la Iglesia se manifiesta originariamente como vocación al sacerdocio, con un horizonte específico que sólo se esclarece en un segundo momento, cuando ve el Opus Dei[3]. Como resulta patente a partir de 1928, el horizonte vocacional del Fundador es en sí esencialmente sacerdotal, es decir, se inscribe en el ámbito del sacerdocio ministerial o jerárquico. San Josemaría fue llamado al sacerdocio precisamente para fundar el Opus Dei, y fundó el Opus Dei precisamente en cuanto sacerdote. Tratándose de una institución volcada a la santificación y al apostolado de los fieles laicos, que subraya precisamente su sacerdocio común como bautizados y su condición secular, podría parecer paradójico que el Fundador fuera un sacerdote. No hay tal paradoja, sin embargo, si tiene en consideración que en la Iglesia es tan esencial la igualdad fundamental entre todos los fieles como su constitución jerárquica. El Señor quería suscitar un sacerdote para los laicos que llamaría al Opus Dei. A ese sacerdote confió un ministerio verdaderamente sacerdotal de unidad y de capitalidad en esta familia sobrenatural. Se trataba de un ministerio destinado a permanecer en el tiempo, de modo que pasaría a los sucesores del Fundador. Muy significativo en tal sentido es que se perpetuara también el modo familiar de llamar a quien hace cabeza en el Opus Dei: “Padre”.
Conviene reflexionar también sobre el hecho de que el 2 de octubre de 1928 San Josemaría fue la única persona que vio el Opus Dei, y que siempre lo consideró fundado ese mismo día, aunque hubiera luego complementos y profundizaciones de una realidad ya esencialmente completa[4]. En este “ver” –era el verbo que empleaba– estaba la realidad personal de quienes habrían de venir en el futuro. Esas personas todavía no estaban, y no obstante el Opus Dei ya estaba. No se trataba de algo que harían entre todos, sino de un encargo divino que recibía el Fundador. Hacía falta una actualización, que requeriría ciertamente el concurso de la libertad de quienes fueran llegando, pero que no sería el fruto de la conjunción de sus voluntades, sencillamente porque la nueva realidad se situaba desde el inicio en una dimensión –la de la estructura comunitario-jerárquica de la Iglesia– que escapa al poder de los fieles en el ámbito asociativo. El Opus Dei no nació cuando otro fiel se sumó al Fundador, sino cuando Dios lo suscitó en San Josemaría y le aclaró el sentido específico que habría de asumir su sacerdocio jerárquico en la Iglesia, el cual como en todo fiel ordenado suponía el sacerdocio común en cuanto bautizado. La misma ausencia de otros fieles en el momento fundacional contribuye a poner de manifiesto la naturaleza no asociativa de la fundación.
Desde el principio San Josemaría vio que en el Opus Dei habría otros sacerdotes además de él. Más adelante comprendió que esos sacerdotes habrían de proceder de los mismos fieles laicos del Opus Dei. Ambos aspectos están cargados de sentido a efectos de nuestro tema. Por un lado, la pluralidad de sacerdotes en el Opus Dei se requería con una finalidad ministerial bien determinada: la atención pastoral de los fieles del Opus Dei y de todos los que se acercaran a sus apostolados, es decir, la colaboración en la misma misión jerárquica que el Fundador ya realizaba desde el comienzo. La relación ministerial-jerárquica con los fieles laicos se confirma así como un rasgo estructural esencial en la realidad del Opus Dei[5]. El hecho de que, sin perjuicio de que el carisma se extendiera a otros sacerdotes incardinados en las diócesis, los sacerdotes dedicados a la tarea pastoral específica del Opus Dei procedieran de los mismos laicos del Opus Dei, muestra de modo especialmente claro que se verifica lo que resulta natural en la Iglesia, esto es, que surjan vocaciones sacerdotales del interior de la misma comunidad de fieles a la que se dedicará su ministerio.
A la vez, como parte del carisma, el Fundador fue siempre hondamente consciente de que la vocación al Opus Dei era, en su esencia, la misma para él que para sus hijos, para sacerdotes y laicos, para hombres y mujeres, para célibes y casados. Esta conciencia de igualdad no es explicable desde la variedad de funciones eclesiales y de grados de disponibilidad para las actividades institucionales que se da en la Obra. Sólo se entiende a la luz de la igual dignidad bautismal de todos los fieles, que es lo que se pone en juego en el Opus Dei. Se trata de una determinación vocacional y de pertenencia eclesial que tiene precisamente el sentido de confirmar y reforzar el sitio de cada uno en la Iglesia y en el mundo. Igualdad de pertenencia y distinción jerárquica entre los fieles son dos rasgos que en el Opus Dei han convivido desde el principio con la sencilla armonía que poseen en la misma Iglesia, configurando además la esencia misma de la institución y de su patrimonio carismático.
Por otra parte, la actividad institucional del Opus Dei concierne exclusivamente al ámbito de los bienes salvíficos, ante todo de la palabra de Dios y los sacramentos: a San Josemaría le gustaba presentar esa actividad como «una gran catequesis»[6]. De ahí que la actividad institucional se distinga netamente de la que, a título personal o asociados con otros, llevan a cabo los fieles del Opus Dei. Esta distinción vale también para las iniciativas educativas, de salud, de promoción social, etc., que ellos promueven con otras personas, aun cuando el Opus Dei les proporcione asistencia pastoral y en ocasiones incluso asuma institucionalmente la garantía eclesial de la conformidad de esas iniciativas con el Evangelio. La distinción entre actividad institucional y actividad personal es capital para entender la naturaleza exclusivamente eclesial del Opus Dei en cuanto institución, sobre todo porque está en juego la legítima libertad en el ámbito temporal de que gozan los fieles del Opus Dei, igual a la de cualquier otro católico. Sólo desde la libertad y responsabilidad personales es posible que se empeñen en la más delicada fidelidad a la doctrina de la Iglesia al procurar santificar todas sus actividades en el mundo, transformándolas en cauce de apostolado personal y de verdadera cristianización.
Las sucesivas aprobaciones canónicas ofrecieron soluciones a las necesidades institucionales que comportaba el desarrollo del Opus Dei (primero en ámbito diocesano y luego a nivel internacional, y teniendo en cuenta también la cuestión de la pertenencia de los sacerdotes), pero ninguna de ellas llegó a captar la realidad del Opus Dei. Más allá de sus grandes diferencias, hay un rasgo muy significativo que las une: pía unión, sociedad de vida común sin votos e instituto secular son conceptos jurídicos que corresponden a realidades eclesiales de naturaleza asociativa. De ahí procede su incapacidad más profunda para reflejar lo que es el Opus Dei como un comunidad de fieles que se conforma intrínsecamente según la estructura jerárquica de la misma Iglesia.
Lo que sin duda dificultaba especialmente la comprensión de esta naturaleza comunitario-jerárquica, no asociativa, era el hecho de que el Opus Dei surgiera desde un carisma, el recibido por San Josemaría y por quienes después fueron llegando, y que ese carisma implicase una vocación personal de radicalidad espiritual y apostólica en los respectivos fieles (algunos –entre ellos los primeros– con el carisma del celibato apostólico). Ambos aspectos se percibían, conforme a una muy larga experiencia eclesial, como propios por antonomasia de la vida religiosa, de modo que las mismas vocaciones seculares tendían a ser concebidas por analogía a la de los religiosos. Ciertamente la secularidad de los fieles del Opus Dei no podía ser captada mediante esa analogía, pero más en el fondo no se podía entender que constituyeran una comunidad que no se unía para una obra específica de índole asociativa, sino en virtud de vínculos concretos de comunión eclesial entre ellos, vínculos que, como en toda comunidad jerárquica de fieles, comportan esencialmente una estructura jerárquica, con un pastor que hace cabeza y con otros pastores que colaboran con él.
Tampoco podía captarse adecuadamente el hecho de que una misma institución de origen carismático y vocacional pudiera incluir tanto hombres como mujeres. Además, el hecho de que existiera separación en la vida y apostolado de los fieles del Opus Dei de uno y otro sexo podía ser falseado mediante la aplicación de las categorías asociativas, y hacer pensar que se trataba en realidad de dos instituciones accidentalmente unidas. La realidad es que siempre hubo profunda unidad entre hombres y mujeres del Opus Dei, pertenecientes a una misma realidad eclesial de índole comunitario-jerárquica.
También los pasos canónicos relativos a la adscripción de sacerdotes y a la potestad atribuida a quien hacía cabeza, se situaban en un contexto asociativo, no comunitario-jerárquico. Respondían ciertamente a exigencias del carisma, pero de un modo inadecuado: la realidad profundamente unitaria del Opus Dei seguía estando muy imperfectamente reflejada, porque en el fondo se la concebía estructuralmente a la manera de una institución asociativa. Sacerdotes y laicos aparecían ligados a la misma institución carismática, pero no aparecían ligados esencialmente entre sí. De modo que tanto la igualdad fundamental entre ellos en cuanto fieles, como su mutua ordenación, estaban recogidos en un marco que no captaba la esencia misma de la institución. Asimismo, la potestad de quien hacía cabeza se contemplaba como ligada al aspecto asociativo clerical, de modo que quien la ejercía era un miembro de la asociación, no el titular de una potestad jerárquica en una comunidad de fieles. Por eso tampoco se explicaba la diferencia entre los sacerdotes provenientes de los laicos del Opus Dei y que dedican su ministerio al Opus Dei, y los sacerdotes incardinados en las diócesis que reciben la misma y única vocación al Opus Dei para santificarse mediante su ministerio en su misma diócesis, sin incorporarse por tanto a la prelatura ni a su presbiterio.
Con la erección en prelatura personal, el proceso de reconocimiento y de respuesta por parte de la Iglesia en cuanto institución a las exigencias de la realidad carismática ha llegado a término. No se ha dado una mutación genética, sino el pleno despliegue del organismo nacido en 1928 y desarrollado, entre tanto, por todos los continentes. Se ha realizado lo que pedía el mismo patrimonio carismático del Opus Dei, un patrimonio que, como es propio del ser de la Iglesia, no es sólo espiritual sino que comporta y exige también expresiones externas, inseparables de ese espíritu.
En el Opus Dei, además, se ha verificado un hecho especialmente significativo para nuestro tema: el Fundador poseyó una formación y una mentalidad jurídica, y en particular canónica, sumamente vivas y penetrantes. Sobre la base de sus estudios de derecho, que llevó a cabo secundando un consejo de su padre, recibido precisamente cuando acababa de descubrir su vocación sacerdotal, San Josemaría puso sus dotes profesionales de jurista al servicio de la misión fundacional que Dios le había confiado. Así se santificó y contribuyó al bien de la Iglesia también como jurista. El Señor le concedió abundantes luces en todo el itinerario jurídico del Opus Dei. Resalta de modo especial la clarividencia con la que pronto captó el núcleo de la solución jurídica definitiva, por la que tanto trabajó y que ofreció no ver realizada durante su existencia terrena. Su sucesor, Mons. Álvaro del Portillo, en una carta con motivo de la erección de la prelatura, quiso empezar la narración del itinerario jurídico evocando una anécdota de 1936 que testimonia esa conciencia del Fundador, muy desde el principio, sobre la necesidad de una jurisdicción eclesiástica de carácter personal[7]. La prelatura del Opus Dei fue algo querido y buscado con toda su alma por San Josemaría para cumplir el encargo divino del 2 de octubre de 1928, precisamente porque estaba en la entraña misma de ese encargo.
Quizá el mejor modo de comprender el proceso jurídico que ha tenido lugar sea pensar en la implantación de la Iglesia en un nuevo territorio o ámbito social al que llegan la palabra de Dios, los sacramentos y los demás bienes de la salvación. Lo más novedoso es que en el caso del Opus Dei se implanta una realidad eclesial jerárquicamente estructurada gracias a una iniciativa carismática. Además, se trata de una realidad eclesial que de ninguna manera pretende sustituir a las diócesis, sino que vive y opera en ellas, con una legítima autonomía cuyo fin exclusivo es el servicio a ellas y a toda la Iglesia. No aspira en modo alguno a transformarse en una Iglesia local, precisamente porque su mismo carisma le lleva a confirmar a sus fieles como fieles de las Iglesias locales a las que pertenecen. Sin embargo, más allá de estas diferencias subsiste un fenómeno análogo: la erección de cualquier circunscripción eclesiástica opera en una realidad preexistente, de naturaleza comunitario-jerárquica, que pide esa erección. Esto es lo que ha ocurrido con el Opus Dei en 1982. De ahí que la atribución del concepto jurídico de prelatura personal sea completamente real: el Opus Dei es una prelatura personal.
Carlos José Errázuriz M.
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[1] Para una visión realista de la dimensión jurídica de la prelatura del Opus Dei, cfr. J. Hervada, Aspetti della struttura giuridica dell'Opus Dei, en Il diritto ecclesiastico, luglio-dicembre 1986, 3-4, pp. 410-430. Versión castellana en Lex Nova [Fidelium Iura], 1 (1991), pp. 301-322. Para un examen del debate de la doctrina canónica sobre las prelaturas personales en una óptica realista, cfr. E. Baura, Le attuali riflessioni della canonistica sulle prelature personali. Suggerimento per un approfondimento realistico, in AA.VV., Le prelature personali nella normativa e nella vita della Chiesa, Cedam, Padova 2002, pp. 15-53.
Ciertamente el Opus Dei no es sólo prelatura personal. El Opus Dei trasciende su configuración institucional como prelatura, y existe de entrada otra realidad institucional que es también Opus Dei a pleno título: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, como asociación de clérigos inseparable de la prelatura. Más radicalmente, es toda la vida de los fieles de la Obra la que debe ser Opus Dei, y no sólo sus relaciones con el Opus Dei como institución (que por cierto están en función de esa vida). Además, su alcance apostólico va más allá de las actividades relacionadas con la prelatura y llega de formas diversas a muchas personas y actividades eclesiales. En fin, aunque la prelatura es de este mundo, el Opus Dei posee una clara dimensión escatológica.
[2] Las obras hasta ahora más relevantes para profundizar en esos datos esenciales son la biografía de A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, 3 vol., Ed. Rialp, Madrid 1997-2003; y en el ámbito específicamente jurídico, A. de Fuenmayor – V. Gómez-Iglesias - J.L. Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, EUNSA, Pamplona 1989.
[3] Sobre este aspecto, cfr. A. Aranda, Sacerdote de Jesucristo. Sobre la misión eclesial del Beato Josemaría Escrivá Fundador del Opus Dei, en Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 17 (1993), pp. 307-327.
[4] Cfr. J.L. Illanes, Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha, en AA.VV., Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, EUNSA, Pamplona 1985, pp. 65-107.
[5] Al respecto, cfr. el capítulo de P. Rodríguez en P. Rodríguez – F. Ocáriz – J.L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y al apostolado del Opus Dei, Ed. Rialp, Madrid 1993.
[6] Cfr. entrevista al ABC de Madrid, 24-III-1971.
[7] Ante dos lápidas mortuorias de prelados que habían tenido una vasta y peculiar jurisdicción de índole secular y personal, en la iglesia de Santa Isabel en Madrid, San Josemaría dijo a un hijo suyo, Pedro Casciaro: «Ahí está la futura solución jurídica de la Obra». Cfr. el texto de la Carta del 28-XI-1982 en A. del Portillo, Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1995, pp. 64-65.