«Cantemus Domino, gloriose enim magnificatus est! Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria»[1]. Sin solución de continuidad, la liturgia de la Vigilia Pascual une este canto con el relato del paso de Israel a través del mar Rojo: la música, llena de alegría, surge espontánea al tocar la cercanía de Dios. El portento de las aguas divididas se convirtió, para el Pueblo elegido, en emblema de esa cercanía de Dios: los salmos se hacen eco de él con frecuencia[2]. En el tiempo de la Iglesia, este evento nos habla del bautismo, de la Cruz, del cielo… Nos habla de nuestra vida, y de la Vida que Dios nos tiene preparada en la otra orilla, que «no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[3].
Ante el Dios que nos sorprende con su novedad, brotan espontáneas la alabanza y la adoración: el canto y el silencio.
Ante «el Dios de las sorpresas»[4], un Dios que siempre hace nuevas las cosas[5], «sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[6]. Ante el Dios que nos sorprende con su novedad, brotan espontáneas la alabanza y la adoración: el canto y el silencio. Uno y otro están profundamente emparentados, porque expresan lo que las meras palabras no logran decir. Por eso, la liturgia los reserva para sus momentos más sublimes. «Canta la Iglesia –se ha dicho– porque hablar no sería bastante para su plegaria. –Tú, cristiano –y cristiano escogido–, debes aprender a cantar litúrgicamente»[7].
Un cántico nuevo
Humanamente irresoluble. Así era la situación del Pueblo elegido, acorralado entre el Mar Rojo y el ejército egipcio. Por delante, la barrera del mar; a sus espaldas, la fuerza beligerante de las armas. «Decía el enemigo: “Los perseguiré y alcanzaré, repartiré el botín, se saciará mi codicia, empuñaré la espada, los agarrará mi mano”»[8]. Así se encuentra también la Iglesia, tantas veces, asediada por quienes querrían borrarla de la faz de la tierra, o vaciarla al menos de su carácter sobrenatural.
Pero Dios está con nosotros, como estaba con los israelitas. Ante los imposibles humanos, brilla su gloria por contraste con la potencia del Faraón y de los faraones de la historia: de modos inesperados, el mar se aparta y nos abre el paso, y se cierra de nuevo ante el enemigo. «Sopló tu aliento y los cubrió el mar, se hundieron como plomo en las aguas formidables»[9].
La narración sagrada no desvela los pensamientos de Israel, mientras cruzaban el mar por camino seco, con murallas de agua a derecha e izquierda. Solo al final, la Biblia vuelve su mirada sobre los israelitas para mostrar su reacción. «Temió el Pueblo al Señor, y creyó en el Señor y en Moisés su siervo. Entonces Moisés y los hijos de Israel entonaron este canto al Señor: Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria»[10]: temor y renovada fe en Dios, que se desborda en el primer canto nuevo[11] del que la Escritura da noticia.
No conocemos esa música. Nadie pudo recogerla de ningún modo y tampoco la tradición oral la ha hecho llegar hasta nosotros. Pero debió ser sincera: brotaba de un profundo agradecimiento, expresaba un hondo sentido de adoración. Debió ser sobrecogedora: cualquier testigo externo habría podido tocar la presencia de Dios en aquel canto, como la tocaron quienes lo entonaron.
Tras este episodio, los israelitas encontrarán más dificultades en el desierto. Primero, las aguas amargas de Mará, que se vuelven dulces en virtud del madero, figura de la Cruz[12]; después, el rigor del desierto de Sin, que el Señor palia con el maná y las codornices; las aguas de Masá y Meribá... Dios salía siempre al paso de las dificultades y el pueblo renovaba su cantar. La esperanza era llegar al momento en el que todo sería ya canto nuevo.
«La liturgia es tiempo de Dios y espacio de Dios y nosotros debemos entrar allí, en el tiempo de Dios, en el espacio de Dios y no mirar el reloj» (Papa Francisco).
La venida de Cristo ha inaugurado la salvación definitiva: «La salvación viene de nuestro Dios que se sienta sobre el trono, y del Cordero»[13]. El canto nuevo, que ya no pasa, se ha empezado a entonar. A la vez, sin embargo, esperamos el momento en el que sea pleno, tal como nos lo presenta el Apocalipsis[14]. En cierto modo, la Iglesia ha llegado ya a la tierra Prometida, pero continúa su peregrinación por el desierto: por eso en la liturgia habla de sí misma como «peregrinans in terra»[15]. En realidad, “nuevo”, en el lenguaje bíblico, «no indica tanto la novedad exterior de las palabras, cuanto la plenitud última que sella la esperanza. Así pues, se canta la meta de la historia, en la que por fin callará la voz del mal (…). Pero después de este aspecto negativo se presenta, con un espacio mucho mayor, la dimensión positiva, la del nuevo mundo feliz que está a punto de llegar»[16].
La música del cielo, en la tierra
Cuando el Cordero «recibió el libro, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron (…); tenían cítaras y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los santos. Y cantan un cántico nuevo»[17]. La Sagrada Escritura no se ahorra, en su sobriedad, la mención del canto en el cielo. Es lógico que lo haga, porque «Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso, difusivo y luminoso»[18]. La imaginación puede sugerirnos la música que acompañó a la Virgen cuando la Trinidad Beatísima la recibió en el cielo. Ejércitos de ángeles esperan a su Reina que está por llegar en cuerpo y alma. La música es solemne; rebosa afecto, alegría, el delicado equilibrio de la belleza. La Virgen aparece, esplendorosa, y el Hijo, que ha introducido la humanidad en el seno de la Trinidad, recibe a su Madre.
La liturgia terrena, también cuando no alcanzamos a percibir toda su belleza, quizá por las circunstancias externas o por las nuestras propias, es «el culto del templo universal que es Cristo resucitado, cuyos brazos están extendidos en la cruz para atraer a todos en el abrazo del amor eterno de Dios. Es el culto del cielo abierto»[19]. Por eso los prefacios de la Misa terminan siempre invitando a todos a cantar el Sanctus junto a los ángeles y los santos. En el Sanctus la tierra y el cielo se unen: «nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo y tierra, ángeles y hombres»[20]. «Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles, decía San Josemaría; no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad»[21].
Ciertamente, en el relato del anuncio de los ángeles a los pastores, «Lucas no dice que los ángeles cantaran. Él escribe muy sobriamente: el ejército celestial alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo...” (Lc 2, 13s). Pero los hombres siempre han sabido que el hablar de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche del mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de Dios. Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios»[22].
Este es el marco en el que se inscribe la rica creatividad musical de la liturgia, que empezó a desarrollarse con la oración de Israel: el esfuerzo por entrar en sintonía con la belleza de Dios, por asomarnos al cielo. «La liturgia es tiempo de Dios y espacio de Dios, y nosotros debemos entrar allí, en el tiempo de Dios, en el espacio de Dios y no mirar el reloj. La liturgia es precisamente entrar en el misterio de Dios; dejarnos llevar al misterio y estar en el misterio»[23]. San Josemaría escribía, en esa misma línea, que en la Santa Misa «deberían pararse los relojes»[24]: ante Dios no cabe un planteamiento meramente instrumental, pragmático. «La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos hace alegres sin tener que preguntarnos por su utilidad. La gloria de Dios, de la que proviene toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la alegría»[25].
Al alcance de todos
La participación de cada uno en el canto litúrgico manifiesta también el cariño, el «sentido del misterio»[26] que nos lleva a poner entre paréntesis los criterios de eficacia propios de otros contextos. Sin dejar de atender a las circunstancias profesionales y familiares de todos, muchas veces se puede dar a la celebración litúrgica ese toque que ayuda, de un modo concreto, a adorar a Dios. Quizá en esto iremos a contracorriente de una cultura pragmatista de la que todos somos hijos; pero también así, dando a la liturgia su tiempo, con el resplandor sencillo de nuestra fe, llevamos el mundo a Dios: le hacemos presente en la ajetreada vida moderna, que no sabe tener tiempo para Él. «¿No es raro que muchos cristianos, pausados y hasta solemnes para la vida de relación (no tienen prisa), para sus poco activas actuaciones profesionales, para la mesa y para el descanso (tampoco tienen prisa), se sientan urgidos y urjan al Sacerdote, en su afán de recortar, de apresurar el tiempo dedicado al Sacrificio Santísimo del Altar?»[27] La fe «es amor y por ello crea poesía y crea música»[28]: si nuestra fe es viva, también sabremos parecernos en esto a los primeros cristianos, a quienes san Pablo animaba a cantar y celebrar al Señor con todo el corazón[29].
No es, pues, la música litúrgica una cuestión de sensiblería o de esteticismo: es cuestión de amor, de querer «tratar a Dios con ternura de corazón»[30], y no «de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración»[31]. Del mismo modo que echaríamos en falta la música en un momento festivo de la vida, es natural que queramos dar ese realce a la liturgia. A veces, en la celebración cotidiana, bastará un canto breve, piadoso: Adoro te devote, Ave Maris Stella, Rorate Coeli, etc. En las fiestas, en función de las aptitudes de los fieles, la música adquirirá un mayor protagonismo, cantando algunas partes de la Misa –el Gloria, el Sanctus, etc.– y sirviéndose quizá del acompañamiento del órgano.
La Sagrada Escritura habla del canto en el cielo; es lógico que lo haga, porque «Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso, difusivo y luminoso» (Benedicto XVI).
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha formado una preciosa tradición de música sacra. La novedad del culto cristiano empujó a buscar formas poéticas y musicales nuevas que expresaran cómo la oración se elevaba a niveles inusitados: «Corresponde a los hombres cantar Salmos, pero cantar himnos corresponde a los Ángeles y a aquellos que llevan una vida como la de los Ángeles»[32]. Así, en la liturgia romana destaca el gregoriano como canto propio[33], con el que podemos orar durante la celebración de la Santa Misa: por ejemplo, el Misal Romano de altar ofrece las notas para poder cantar el Per ipsum al final de la Plegaria Eucarística, así como otras oraciones.
Dentro del gran repertorio de música sacra cristiana, se encuentran cantos a la altura de todas las sensibilidades y capacidades: desde melodías sencillas hasta complejas polifonías. También hay cantos de factura más reciente que, desde la propia identidad cultural, saben poner música al misterio de Dios. Tanto las piezas más tradicionales como las modernas se encuentran en libros publicados para la ayuda de los fieles; también se pueden realizar recopilaciones de los cantos más adecuados a cada lugar.
La participación de cada uno en el canto litúrgico manifiesta también el cariño, el «sentido del misterio» que nos lleva a poner entre paréntesis los criterios de eficacia propios de otros contextos.
Es este un campo prometedor también para las personas con más preparación musical: el esfuerzo por volcar su creatividad en hacer más luminoso el culto les hará también más generosos con Dios, porque dedicando ese tiempo al Señor y a los demás están ofreciendo el sacrificio de Abel[34]. En todo caso, vale la pena poner aquí al menos la ilusión con que se prepara, por ejemplo, la celebración de un cumpleaños: aprendiendo y ensayando cantos que pertenecen a la cultura cristiana, expresan una auténtica sensibilidad litúrgica y dan cauce a nuestra oración. En efecto, en la liturgia estamos con Dios, y a Dios le gusta que cantemos, porque a veces con hablar no basta.
El lenguaje de la adoración
La música, en la liturgia, no es un mero acompañamiento u ornamentación; tampoco es la interpretación de un tema religioso que llama la atención sobre sí misma: en uno y otro caso, la música discurriría en paralelo con la celebración, cuando se trata en cambio de que sea una misma cosa con ella[35]. La verdadera música litúrgica es ella misma oración, es ella misma liturgia; no nos dispersa, no se limita a darnos una alegría sensible o un placer estético: nos recoge, nos mete en el misterio de Dios. Nos lleva a la adoración, que tiene en el silencio uno de sus lenguajes privilegiados: «el silencio –nos recuerda el Papa– custodia el misterio»[36]. Si la música es de Dios, no competirá con el silencio: nos llevará hacia el silencio verdadero, el del corazón.
Los instantes de silencio que prevé la liturgia –antes de iniciar la Misa, en el acto penitencial, en los mementos, en la consagración, etc.– son invitaciones a recogernos en adoración. Nos preparan para el momento de la comunión, porque «para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial»[37].
«Tú, yo, ¿adoramos al Señor?», nos pregunta el Papa, dirigiéndonos hacia el centro íntimo de la liturgia, que será nuestro cielo. «¿Acudimos a Dios solo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas (…); adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia»[38].
Carlos Ayxelà
[1] Ex 15,1.
[2] Cfr. Sal 65 (66); 77 (78); 105 (106); 135 (136).
[3] Francisco, Ángelus, 10-XI-2013.
[4] Francisco, Homilía en Santa Marta, 20-I-2014.
[5] Cfr. Ap 21,5.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, 307.
[7] San Josemaría, Camino, 523.
[8] Ex 15,9.
[9] Ex 15,10.
[10] Ex 14,31 - 15,1.
[11] Cfr. Sal 32 (33); 39 (40); 95 (96); 97 (98); 143 (144); 149.
[12] Cfr. Ex 14,22-25.
[13] Ap 7,10.
[14] Ap 5,9-10; 14,3.
[15] Misal Romano, Plegaria eucarística III.
[16] Benedicto XVI, Audiencia, 26-I-2006. Cfr. Sal 143 (144).
[17] Ap 5,8-9.
[18] Benedicto XVI, Homilía, 19-II-2012.
[19] Benedicto XVI, Audiencia, 3-X-2012.
[20] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2010.
[21] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 89.
[22] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2010.
[23] Francisco, Homilía, 10-II-2014.
[24] San Josemaría, Forja, 436.
[25] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2010.
[26] Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, 49.
[27] Camino, 530.
[28] Benedicto XVI, Audiencia, 21-V-2008.
[29] Cfr. Ef 5,19; Col 3,17.
[30] Amigos de Dios, 167.
[31] Forja, 930.
[32] Orígenes, Sel. in psalmos, en Sal 119 [118],71.
[33] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium (4-XII-1963), 116.
[34] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I; Cfr. Gen 4,4.
[35] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 112.
[36] Francisco, Homilía en Santa Marta, 20-XII-2014.
[37] Benedicto XVI, Homilía, 7-VI-2012.
[38] Francisco, Homilía, 14-IV-2013.