Las bienaventuranzas (I): Soñar cosas grandes

El tema central de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) que se celebrará en Polonia son las bienaventuranzas. "Léanlas y medítenlas, que les va a hacer bien", ha dicho el Papa. Para preparar ese evento, iniciamos una serie de nueve editoriales dirigidos a gente joven.

¿Quieres ser santo? Muchas personas pueden dudar antes de responder a esta pregunta. Imaginan una existencia gris y llena sólo de sacrificios, una vida sin sueños en la que Dios impone a la fuerza Su voluntad.

¿Quieres ser feliz? En este caso, en cambio, la respuesta es clara: sí, todos queremos ser felices, todos queremos lograr una vida plena, mirar atrás al final de nuestros días y poder decir: ha valido la pena que yo existiera, no he resultado indiferente, he sido útil, he dejado poso...

El secreto que aprende quien se acerca a Jesucristo es que lo que nos hace felices también nos hace santos. Con razón dice san Josemaría que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[1], porque nuestros sueños son los del Señor: Él no desea otra cosa que ayudarnos a cumplir nuestras aspiraciones más altas, colmar e incluso superar los deseos de infinito que cada uno llevamos dentro.

El secreto que aprende quien se acerca a Jesucristo es que lo que nos hace felices también nos hace santos.

Cuentan que un sabio dijo un día a sus seguidores: «Cuando llegaréis a las puertas del Cielo, os harán una sola pregunta, ¡una sola!». Quienes le rodeaban, intentaban adivinar la cuestión: «¿Has cumplido los mandamientos?», le preguntaba uno; «¿Has ayudado a los pobres?», decía otro; «¿Has rezado mucho?, ¿ibas a la iglesia?, ¿has amado al prójimo?...». El sabio, sonriendo, señaló: «La única pregunta será, sencillamente, ésta: ‘¿Has sido feliz?’ Quien responda afirmativamente, tendrá un sitio ante Dios».

¿Has sido feliz? Es una cuestión que podemos anticipar ahora: tal y como he planteado mi vida, ¿seré feliz? Enseguida comprendemos que no es sencillo responder con un sí rotundo. El futuro no está completamente en nuestras manos y son muchas las elecciones que tendremos que tomar a lo largo de los años: ¿Acertaré con mi orientación profesional?, ¿seguiré la vocación que Dios quiere para mí?, ¿encontraré a una persona que me ame y que pueda amar?, ¿escogeré bien las amistades?, ¿y si llega la enfermedad?

El futuro de cada persona está abierto: no somos capaces de ver más allá de nuestro presente. Sin embargo, Dios –respetando nuestra libertad– conoce bien cuáles serán nuestros pasos. Por eso, en algunos momentos de la vida podremos orar así: Señor, no sé aún qué quieres de mi, ni qué retos voy a enfrentar. A veces dudo sobre el camino que debo emprender, pero sé que Tú tienes un plan para mí: conoces tan bien las dificultades que encontraré como los talentos que me has dado para superarlas. Por eso, ayúdame a vivir cerca de Ti y así, haga lo que haga, ocurra lo que ocurra, estaré caminando por el buen camino.

Fiarse, soñar

En efecto, confiar en Dios nos permitirá soñar con ambición y nos liberará del freno más fuerte: el miedo a fracasar. Pero, para ser verdaderamente libres, es necesario hacer las dos cosas: fiarse y soñar. Así lo confirma el Papa: «En Cristo, queridos jóvenes, encontrarán el pleno cumplimiento de sus sueños. Sólo Él puede satisfacer sus expectativas, muchas veces frustradas por falsas promesas mundanas»[2].

Como sugiere Francisco, basta echar la vista atrás para distinguir los momentos de verdadera plenitud de aquellos que, aun siendo agradables, pasaron por nuestra vida sin pena ni gloria. Una fiesta que esperábamos con gran deseo, ratos de diversión con los videojuegos o ante la televisión, un viaje con los amigos o una tarde de compras con las amigas son actividades que indudablemente pueden dejar un buen recuerdo, pero no una huella imborrable. No permanecerán en nuestro corazón para siempre porque, aun siendo positivas, no están proyectadas para la eternidad.

En una sociedad desencantada, que ha olvidado soñar, existe el peligro de conformarnos con esos sucedáneos de felicidad, es decir, con imitaciones baratas de nuestros deseos más profundos, que nos dan una recompensa inmediata, obtenida con poco esfuerzo y normalmente a un cierto precio (de dinero o tiempo). Entusiasmarnos con estar a la última en ropa o tecnología, arrastrarnos hasta el fin de semana, buscar la compañía de amigos a cualquier costo o concedernos compensaciones en esos ratos libres que reservamos para nosotros solos son actitudes que pueden ayudarnos a ir tirando en la vida, incluso durante años.

Intuimos que la verdadera felicidad está al final de un largo camino, en el que no hay atajos. Por eso, es necesario llenar la vida de ideales.

Pero no es eso a lo que estamos llamados: «Queridos jóvenes –ha dicho Papa Francisco–, ¡no enterréis vuestros talentos, los dones que Dios os ha regalado! ¡No tengáis miedo de soñar cosas grandes!». Cuando nos enamoramos, participamos en una actividad solidaria o prestamos un servicio valioso a un amigo, percibimos que son momentos que sacan a la luz un poco de la grandeza de la que somos capaces. Intuimos que la verdadera felicidad está al final de un largo camino, en el que no hay atajos. Por eso, es necesario llenar la vida de ideales, entusiasmarnos con objetivos que nos obliguen a estirarnos para dar más, a crecer con empeño para sacar lo mejor de nosotros mismos.

Puede ocurrir que verdaderamente queramos hacer cosas grandes y luchar por ellas, pero aún no hayamos encontrado un motivo o una persona a la altura de nuestros deseos. Es necesario buscar. Al contrario de aquellas marcas comerciales, filosofías baratas o personalidades públicas que nos indican claramente qué debemos hacer para vivir una vida satisfecha, la fe no nos da respuestas hechas ni fórmulas cerradas o paquetes de felicidad, sino que nos abre siempre nuevos interrogantes: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?» «¿Quién decís que soy Yo?» «¿Quién es mi prójimo?» «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si después se pierde a sí mismo?»[3] En esas y otras preguntas que surgen de la lectura del Evangelio, la fe nos propone el reto más grande y radical: «Tomar el timón de nuestra vida y hacer de ella una obra maestra»[4].

Por eso, si nos faltan ideales que den sentido a una vida, ¿quién hay mejor que Dios para poder orientarnos? La fe nos abrirá esas inquietudes a las que el corazón necesita encontrar respuesta. Ante el Sagrario y con el alma en Gracia será fácil sintonizar con Dios: sólo ante Él obtendremos luz para seguir buscando y comprenderemos que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[5].

En el monte de las bienaventuranzas

Cuenta el Evangelio que una mañana Jesús subió una colina situada cerca del lago de Galilea. Caminaba solo, pero a pocos metros le seguía una multitud de personas. «Le siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán»[6]. Ellos, como nosotros veintiún siglos más tarde, buscaban en el Señor a alguien que les orientase, que les ayudase a volar alto, a superar sus miserias y colmar sus deseos.

«Viendo la multitud, subió al monte y sentándose, vinieron a él sus discípulos»[7]. En lo alto de algunos montes, el Señor realiza acciones importantes: elige a los Apóstoles, se transfigura, revela las bienaventuranzas, muere en una cruz, asciende al Cielo... Subir hasta arriba le costaría esfuerzo, pero en las cimas el Señor nos muestra mejor su intimidad con Dios Padre. También a nosotros puede costarnos esfuerzo pararnos a meditar, sacar unos minutos de nuestro día para hablar con Dios, apagar el teléfono y buscar la soledad. Pero una vez lograda la calma interior –con empeño–, nos elevaremos por encima del ajetreo diario, y –como desde lo alto de una montaña– podremos ver más lejos, más profundamente. En efecto, necesitamos la soledad, porque Dios habla en voz baja. Bien saben los enamorados que las frases más importantes se dicen así, para que lleguen al corazón.

«Sentándose, vinieron a él sus discípulos»[8]. El Señor se sentó en el suelo y la gente le imitó. Cuando un rabino –un maestro de la ley judía– se sentaba, quería indicar que estaba a punto de enseñar algo muy importante. Sus discípulos más cercanos, a quienes poco tiempo antes había elegido llamándolos por su nombre propio, se aproximaron para no perder ni una palabra de sus enseñanzas.

Las bienaventuranzas «son el Plan de Jesús para nosotros. Léanlas y medítenlas, que les va a hacer bien» (Papa Francisco).

Aunque el Señor tendría una voz fuerte, sólo quienes le rodeaban podrían capturar cada gesto, cada sonrisa, cada entonación con las que Jesús llenaba su discurso. Así nosotros, tenemos la posibilidad de escuchar las bienaventuranzas con diferentes actitudes: desde lejos, oyéndolas sin más como las oirían quienes se sentaron entre los grupos más alejados, perdiendo quizá el hilo del discurso; o bien, aproximándonos al Maestro, escogiendo un lugar cercano, fijando sin distracciones nuestra mirada en Él, sentándonos entre los Apóstoles, para aprender junto a ellos algo nuevo.

«Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo: Bienaventurados... »[9] En el silencio que reinaría en aquel monte, la voz del Señor fue desgranando las bienaventuranzas. «Son el Plan de Jesús para nosotros –ha dicho el Papa–. Léanlas y medítenlas, que les va a hacer bien»[10]. Sabemos que contienen el secreto de esa felicidad que no logramos apagar con las satisfacciones diarias. Ellas serán la guía de nuestra oración y procuraremos aplicarlas a nuestra vida ordinaria para obtener respuestas capaces de dar sentido a todo lo que hacemos.

Sólo de ese modo, dentro de muchos años, podremos sonreír cuando, al encontrarnos cara a cara con el Señor, Él nos pregunte: «Y tú, ¿has sido feliz?».

Preguntas para la oración personal

- ¿Me he planteado objetivos grandes en mi vida? ¿Qué obstáculos me impiden soñar? ¿He preguntado alguna vez a Dios qué espera de mí?

- ¿Llevo a cabo lo que me hace feliz (planes con amigos y amigas, el noviazgo, el deporte...) de tal manera que también me haga santo? ¿Me doy cuenta de que lo que me acerca a Dios (ratos de oración, servicio a los demás, superación de los defectos...) me ayuda a obtener la felicidad auténtica?

- ¿Qué talentos tengo? ¿Los estoy usando para ser mejor, es decir, los pongo al servicio de Dios y de los demás?

- ¿Busco cada día un rato de conversación con Jesús? ¿Reservo momentos de soledad –sin música, ni mensajes ni distracciones– para escuchar la voz de Dios?


J. Narbona / J. Bordonaba

Citas

[1] San Josemaría, Forja, n. 1005.

[2] Papa Francisco, Mensaje para la JMJ de Cracovia (Polonia) 2016.

[3] Mc 10,17; Mt 16,15; Lc 10,29; Mc 8, 36

[4] Juan Pablo II, Encuentro con jóvenes en Cerdeña. 22 de septiembre de 1985.

[5] San Josemaría, Surco n. 795.

[6] Mt 4,25.

[7] Mt 5,1.

[8] Ibid.

[9] Mt 5,2.

[10] Papa Francisco, Discurso en el encuentro con los jóvenes en Paraguay, 12 de julio de 2015.