Homilía de la Vigilia Pascual
«El día siguiente al sábado, todavía muy de madrugada, llegaron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado» (Lc 24,1). Las mismas mujeres que habían seguido al Señor hasta la cruz son las que ahora van a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. Un gesto que nadie más se atrevía a hacer por miedo a las autoridades. Ni las gentes que le aclamaron al entrar en Jerusalén, ni tampoco los apóstoles: solamente estas mujeres. Su actitud valiente revela la misión del genio femenino en el mundo, en palabras del Papa Francisco: «Nos enseñan a valorar, a amar con ternura, haciendo que el mundo sea una cosa hermosa» (Papa Francisco, Homilía, 9-II-2017). Mientras el resto de seguidores de Jesús permanecían encerrados en su desesperanza, ellas quisieron tener este último detalle de cariño con el cuerpo del Señor. Estaban convencidas de que así el mundo, aun en medio de la más plena oscuridad, sería un poco más hermoso.
Dios, sin embargo, tenía preparada una sorpresa a estas mujeres. En lugar del cuerpo muerto de Jesús hallaron a dos ángeles que les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,5). El que sigue a Cristo con fidelidad se abre a sorpresas de este tipo. Él siempre supera nuestras expectativas, nuestras ilusiones, nuestros planes. Estas mujeres se contentaban con dar un último adiós a su Señor y, de repente, se encuentran con esta noticia: Jesús vive. Tan desconcertadas y atemorizadas se encontraban que se limitaban a estar «con los rostros inclinados hacia tierra» (Lc 24,5). Pero al recordar las palabras de Jesús, en las que decía que convenía que fuera crucificado para que resucitase, el temor se convierte rápidamente en alegría. Y esta fue su reacción: anunciar a todos que Jesús había resucitado. En cierto modo, se puede decir que ellas fueron apóstoles de apóstoles.
Esta tarea no fue algo impuesto, sino lo más natural que podían realizar. Es el impulso espontáneo de quien ha recibido un don que llena el corazón y cambia la vida: Cristo vive. Este es el fundamento de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestro amor: Jesús ha resucitado. Ha roto las cadenas de la muerte. El mal ya no tiene la última palabra, sino el Hijo de Dios. Los cristianos, como estas mujeres, comunicamos a los demás esta realidad: Dios nos ha manifestado su inmenso amor en Cristo muerto y resucitado por cada uno de nosotros.
«Lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre –escribe san Pablo-, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4). La resurrección de Jesús ha renovado toda nuestra vida. Esta seguridad hace fecundo todo nuestro obrar, aunque muchas veces no sea del todo visible. Esta es la fuerza de la nueva vida de la resurrección.
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5). Esa nueva vida hace que el centro de nuestras ilusiones y de nuestros deseos más profundos se encuentren en el Señor. Si basásemos nuestra felicidad en las cosas de aquí abajo –en el placer, en el éxito, en la riqueza…– es como si estuviéramos buscando entre los muertos al que vive. Cristo nos invita a mirar hacia arriba, a vivir con la certeza de sentirnos siempre amados por Él. Ese amor, que no cambia, realiza los deseos más profundos de nuestro corazón.
Como decía san Josemaría, la resurrección «nos revela que Dios no abandona a los suyos. (…) Sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres». Cristo permanece entre nosotros en su Iglesia, especialmente en la Eucaristía, «la raíz y la consumación de su presencia en el mundo» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102). Y permanece también en cada uno, tal como había prometido a los apóstoles: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). El cristiano está llamado a la identificación con Cristo: a pensar, reaccionar y actuar como lo haría el Señor; en definitiva, a buscar la unión con Jesús en todo lo que hacemos.
Podemos pensar que la primera persona a la que Jesús resucitado se apareció fue a su Madre. Durante los tres días anteriores ella aguardaría ese momento con una esperanza que explotaría en alegría al tenerle de nuevo con ella. A la Virgen le podemos pedir que sepamos también estar con Jesús resucitado con esa misma alegría, sabiéndonos abiertas y abiertos a una nueva vida.
Homilía del Viernes Santo 2022
Acabamos de leer el relato de la Pasión y hemos acompañado a Jesús desde Getsemaní hasta el Calvario. De entre todos los personajes que aparecen en este camino, querría detenerme en tres, a los que Jesús dirige una mirada especial: Pedro, Juan y la Virgen.
El Pedro que presenciamos aquí es distinto al de la última cena. En aquel momento vimos a un Pedro enérgico, capaz de hacer lo que fuera por el Señor: «Estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte» (Lc 22,34). Lo había dicho con plena convicción. De hecho, vemos en el huerto de los olivos la puesta en práctica de esta intención: sacó la espada e hirió con ella al criado del sumo sacerdote. Quería defender al Maestro, aun a costa del riesgo que comportaba un gesto como ese.
Sin embargo, en el momento de la prueba, mientras Jesús era interrogado, se muestra incapaz de dar la cara por su Señor, y jura no haberlo conocido. Las lágrimas amargas de después muestran su dolor y marcan el comienzo de su conversión. A partir de entonces no lo fiará todo a sus cualidades, sino a su contrición. Pedro será ahora mucho más Roca que antes porque es más consciente de su debilidad y de la grandeza del amor de Dios. La mirada que le dirigió Jesús, como haría más tarde en la orilla del lago, no es de reproche, sino de confirmación en su papel como cabeza de la Iglesia, «una mirada que toca el corazón y disuelve las lágrimas de arrepentimiento» (Papa Francisco, Homilía, 29-VI-2016).
De Juan sabemos que era «el discípulo amado». Era aquel apóstol adolescente que «quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca» (San Josemaría, Amigos de Dios, n.266). Desde muy pronto, Cristo se había convertido en el centro de su existencia, y por eso nos lo encontramos muy cerca de Él en toda la Pasión hasta la muerte en la cruz. No le importaba que le reconocieran como uno de sus discípulos.
Juan nos muestra así un testimonio valiente y sin complejos que no teme dar la cara por el Señor en el momento más difícil. Lo vemos en medio de la muchedumbre durante el juicio, en la flagelación, en el camino al Calvario. Cuando quizá lo más sencillo habría sido huir, como el resto, él permanece. Sin miedo al ambiente, se muestra tal cual es: un enamorado de Cristo. Jesús, crucificado, seguramente le dirigiría una mirada agradecida por su fidelidad y, sobre todo, por encontrarse cuidando de la Virgen en ese día de dolor. De ahí que exclamase: «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
Esto nos lleva a poner nuestros ojos ahora en la Virgen. Ha llegado el día en que se ha hecho realidad aquella profecía de Simeón: «A tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35). No hay dolor como su dolor. Pero no huye. Al igual que su Hijo, que abrazó la cruz que le iba a causar la muerte, ella abraza también su Pasión y acompaña a Jesús en cada uno de sus sufrimientos. «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). María es la madre de Jesús no solo en sentido físico, sino también por su perfecta unión a la voluntad de Dios, que abraza ahora sin reservas.
La sed que tiene el Señor en esos momentos es sed de nuestra salvación, de nuestra felicidad. Y al contemplar ahora a su Madre, encuentra en ella una mirada de consuelo que alivia esa sed. Con su sola presencia María le ofreció el mayor de los consuelos. Por eso Cristo nos entregó a su Madre, para que nosotros también podamos hallar en ella el mismo consuelo.
Jesús nos dirige también esas miradas a cada uno de nosotros. Cuando como Pedro le negamos, nos mira invitándonos a ser fieles a nuestra vocación de cristianos. Y como a Juan nos mira con cariño agradecido cuando, con corazón indiviso, le seguimos con fidelidad en los momentos más oscuros. Y como a la Virgen, nos mira con la ilusión de encontrar en nosotros el mismo consuelo que halló en su Madre.
Homilía del Jueves Santo 2022
«Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». En estos días del Triduo Pascual vamos a rememorar ese «amor extremo» de Jesús. Un amor que no es abstracto, sino concreto, manifestado constantemente durante su existencia terrena.
¿Cómo demuestra Jesús ese amor sin límites? En primer lugar, san Juan señala que echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies a sus discípulos. Jesús realiza un trabajo propio de esclavos. Ya lo había dicho él mismo anteriormente: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir» (Mt 20,28). Cuando los apóstoles discutían sobre quién sería el mayor, Jesús dijo que «quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo» (Mt 20,27). Con este gesto de lavar los pies, el Señor se hace servidor de todos. «Mientras los grandes de la Tierra construyen “tronos” para el poder propio –dice el Papa Francisco–, Dios elige un trono incómodo, la cruz, de donde reinar dando la vida». El servicio no es algo humillante, sino que es lo más elevado que podemos hacer, pues encarna el estilo de vida de Cristo.
Pero el amor de Jesús no se quedó solamente en este gesto. En la segunda lectura, hemos escuchado el relato de la última cena de la mano de san Pablo. «En la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”» (1Cor 11,24). Jesús se ha quedado con nosotros para siempre. San Josemaría usaba la imagen de las fotografías entre enamorados como símbolo que recuerda a la otra persona cuando la vida las ha separado. Pero lo que Jesucristo nos ha dejado no es una simple imagen o un recuerdo: «se queda él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres» (Es Cristo que pasa, n.83).
Jesús conoce nuestras debilidades; al hacerse hombre, ha querido experimentar los límites de la naturaleza humana, a excepción del pecado. Sabe que atravesamos dificultades y sufrimientos. Por eso, su amor extremo le llevó a darse a sí mismo como alimento, que nos fortalece. Cada vez que le recibimos nos unimos a él, nos transformamos en quien es amor vivo. «Cuando nos alimentamos con fe de su Cuerpo y de su Sangre, su amor pasa a nosotros y nos capacita para dar (…) la vida por nuestros hermanos y no vivir para nosotros mismos» (Benedicto XVI, Audiencia, 18-III-2007).
En la primera lectura, hemos recordado la institución de la cena pascual, memoria de la liberación de la esclavitud en Egipto. Se trata de una imagen profética de la Pascua de Cristo, que libera al mundo del pecado. La Pasión es el culmen del amor extremo de Jesús por los hombres: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Un padre, cuando ve a su hijo sufrir, sufre con él, y hace todo lo que está en su mano para aliviar ese dolor. Y Dios, al vernos esclavos del pecado, no dudó en mandar a su único Hijo para darnos una liberación más profunda que la que vivió el pueblo de Israel: la libertad de los hijos de Dios. Ya no estamos a merced del maligno. Jesús, con su Pasión, ha derrotado al príncipe de este mundo. Y ahora también nosotros podemos repetir con san Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13).
Jesús nos ama hasta el extremo. Sin límites, pero de modo concreto. Nos lava los pies en cada confesión, purificándonos de nuestros pecados. Se nos ofrece como alimento en la Eucaristía, para que encontremos fuerzas en la lucha diaria para vivir como hijos de Dios. Hoy podemos pedirle a nuestra Madre Santa María que sepamos acoger sin límites ese amor extremo de su Hijo.