En esta nueva fiesta de san Josemaría, aniversario de su marcha al Cielo, agradecemos en primer lugar a Dios que en estas circunstancias nos permita celebrarla con cierta normalidad. Hace exactamente un año, sólo unas pocas personas pudieron asistir a la Eucaristía celebrada en Santa Maria della Pace (la iglesia prelaticia), que se ofreció por los fallecidos durante la pandemia. Hoy rezamos una vez más por todos los difuntos y enfermos, junto con sus familias, y apelamos a la intercesión de san Josemaría para que les proteja desde el Cielo.
En la primera lectura hemos escuchado el relato de la creación del hombre. Dios formó al hombre a partir del polvo de la tierra, y luego creó el mundo para él y para que todos sus descendientes lo trabajaran y cuidaran. San Josemaría señalaba que el trabajo es una misión "que Dios nos confía en la tierra, (...) haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y, al mismo tiempo, recojamos frutos para la vida eterna: el hombre ha nacido para trabajar, como los pájaros para volar" (Amigos de Dios, n. 57).
El propio Jesús pasó la mayor parte de su vida terrenal trabajando en el taller con José. Tanto es así que, cuando comenzó su vida pública, los lugareños le conocían por su oficio: "¿No es éste el artesano, el hijo de María?". (Mc 6,3). Su obra no suscitó ninguna sorpresa, como ocurriría después con sus milagros y su predicación. Sus días en el taller nos hacen comprender que la santidad también se construye allí: entre las herramientas del oficio, en el deseo de servir y cuidar a los que nos rodean, en medio de la alegría y el cansancio que, de un modo u otro, nunca faltan.
Afrontar el trabajo de este modo nos ayuda a verlo no sólo como una realidad meramente material, sino como una respuesta a la vocación que Dios ha dado a cada uno y que abarca toda nuestra existencia. Como afirma el Papa Francisco: en el trabajo "se ponen en juego muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección hacia el futuro, el desarrollo de las competencias, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, la actitud de adoración" (Laudato si’, 127).
En la segunda lectura, san Pablo habla del espíritu que debe impregnar nuestra relación con Dios: "No habéis recibido un espíritu de esclavitud, (...) sino que habéis recibido el Espíritu que os hace hijos adoptivos, por el que gritamos: ¡Abba, Padre!" (Rom 8,15).
Es precisamente la conciencia de nuestra filiación divina la que nos permite vivir sin miedo: "No tengo miedo de nada ni de nadie, ni siquiera de Dios, que es mi Padre", decía san Josemaría. Esta realidad nos lleva a afrontar todas las dificultades con serenidad y sin desaliento, especialmente ante las limitaciones y los errores propios y ajenos, porque con la gracia divina siempre tenemos la luz y la fuerza para transformarlos en un camino de santidad. Con la confianza filial en Dios, podemos abandonarnos en sus brazos, sin confiar sólo en nuestras fuerzas.
Este abandono filial fue el fundamento de la vida espiritual de san Josemaría. Se consideraba espontáneamente como un niño balbuceante, y no hacía más que empezar y volver a empezar cada día. Esta intimidad con su Padre Dios brillaba especialmente en la oración.
En el Evangelio, pues, escuchamos la invitación de Jesús a los Apóstoles "a remar mar adentro". Después de estas palabras vemos una cierta desgana por parte de Simón Pedro, fruto del fracaso del trabajo que acababa de realizar: "Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada". (Lc 5, 5). Y, sin embargo, responde inmediatamente: "Pero en tu palabra echaré las redes" (Lc 5,5). Todavía no conocía bien a Jesús, pero eso no le impidió confiar en él y desconfiar de sus propias fuerzas, sin pensar en lo que humanamente hubiera tenido más sentido. El resultado disipó toda duda: "Pescaron un gran número de peces, y sus redes casi se rompieron" (Lc 5,6).
También hoy, Jesús nos llama a embarcarnos en un apostolado que no admite miedo, porque sabemos que Él, el Señor, guía nuestra barca. Incluso en este momento marcado por la pandemia, hemos encontrado dificultades que han limitado nuestra acción apostólica. Limitado pero no detenido, porque para el cristiano todo es un apostolado, como hemos aprendido de san Josemaría.
De hecho, en estos largos meses se han emprendido muchas iniciativas apostólicas con pasión, creatividad y constancia. En esos momentos en que el mundo tiene una especial necesidad de Dios, debemos comprometernos a hacer comprender a las personas de nuestro entorno, con una amistad sincera, lo que significa vivir cerca de Jesús. El Señor se encargará de que la eficacia de nuestro trabajo sea tan grande como la pesca milagrosa.
Recurramos a la intercesión maternal de la Santísima Virgen María, con la sencillez y la confianza que tenía san Josemaría. En una ocasión confió a un grupo de sus hijos: "Suelo abandonarme, trato de hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen" (Notas de Predicación, 20 de diciembre de 1974).