Celebramos hoy la fiesta del beato Álvaro del Portillo. Hemos comenzado esta santa Misa con unas palabras en la Antífona de entrada que bien se podrían aplicar a don Álvaro: “Este es el criado fiel y solícito, que el Señor ha puesto al frente de su familia”. Como pastor de la familia del Opus Dei su principal preocupación fue cuidar de sus hijas e hijos. De este modo se desempeñó en el servicio a la Iglesia, llegando también a multitud de otras almas
Las lecturas de la Misa nos muestran la figura del Buen Pastor. Dios, por medio del profeta Ezequiel, asegura a su pueblo que, a pesar de las dificultades, él no les abandonará. “Yo mismo buscaré mi rebaño. (…). Yo mismo pastorearé mis ovejas. (…). A la que esté herida la vendaré y curaré a la enferma” (Ez 34,11-16). Es Dios quien guía. Es Dios quien salva. Y esto don Álvaro lo sabía bien. Era consciente de que tenía muchos talentos y, más aún, sabía que los había recibido del Señor para colaborar en el cuidado paternal de las personas que se le habían confiado. En esta tarea, además, había aprendido de san Josemaría que la humildad es el verdadero camino que lleva a la santidad, también como pastor: si reconocemos la grandeza de Dios y cómo actúa a través de nosotros –con talentos y aún con debilidades–, comprendemos que su infinito amor está muy cerca y que Él no nos abandona nunca. La humildad abre los ojos a la comprensión de ese modo de hacer de Dios: a través de los pastores es Él quien también nos sigue buscando.
Así fue como don Álvaro cuidó del rebaño del Opus Dei. Con la humildad y la responsabilidad del pastor, que desea transmitir la bendición de Dios a todos. Vivió con el desvelo propio de un padre que da lo mejor de su vida para sus hijos. En definitiva, don Álvaro procuró amar como lo hizo Cristo: “Yo soy el buen pastor –hemos leído en el Evangelio–, conozco las mías y las mías me conocen” (Jn 10,14). Su actitud humilde, además, infundía paz y serenidad. Se puede percibir incluso en las imágenes que conservamos de él. Confiaba en Dios, e invitaba a sus hijos a poner la esperanza en quien nunca defrauda.
El Papa Francisco, en la carta que escribió con ocasión de la beatificación de don Álvaro, subrayó otro aspecto que marcó su vida, además de la humildad. “Destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera”.
Recordando el beneficio que ha supuesto su vida para nosotros y para la Iglesia, podemos pedir al Señor que sepamos cultivar estas mismas actitudes de don Álvaro: la humildad y el servicio a la Iglesia en todos los ambientes, en la familia, en el trabajo y en nuestras amistades. Está al alcance de nuestra mano buscar siempre lo positivo en los demás, pues siempre podemos fijarnos más en lo que nos une y no tanto en lo que nos pueda separar. La cercanía de Dios –principalmente en los sacramentos– nos permite responder en cada momento con la comprensión y el perdón cuando una persona no se ajuste a nuestras expectativas. Aunque en algunos ambientes pueda cundir a veces la crispación o la desunión, podemos reaccionar con oración, para descubrir cómo actuar con un estilo de vida marcado por el Evangelio.
La expresión “gracias, perdón y ayúdame más” era una jaculatoria que don Álvaro solía repetir con frecuencia. Podemos terminar considerando cómo tenía un corazón agradecido a Dios por todos los bienes que había recibido del Señor. Y cómo, fruto de esa actitud, sabía también pedir perdón. La conciencia de su debilidad no le quitaba la paz, sino que le llevaba a pedir más ayuda. Le llevaba a confiar más en la providencia divina y también en la protección maternal de la Virgen María. A ella podemos acudir en este mes de mayo para que, como don Álvaro, seamos personas agradecidas, humildes y con deseos de cuidar con delicadeza a quienes nos rodean, como expresión de nuestro servicio a la Iglesia.