"En el estudio encontraremos a Dios y encontraremos a los demás"

​Mons. Javier Echevarría ha inaugurado el Año Académico en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Ofrecemos a continuación el discurso inaugural y una galería de fotos.

El Prelado, antes de entrar en el Aula Magna de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Discurso en el Acto de Apertura del Año Académico 2015-2016

Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei y Gran Canciller de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz

Roma, 5 de octubre de 2015

El nuevo curso académico comienza al mismo tiempo que la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos sobre la familia, que tiene lugar en el Vaticano. Junto con nuestras oraciones por un acontecimiento tan importante para la vida de la Iglesia, queremos ofrecer también el trabajo universitario, que asume hoy para nosotros un relieve especial con motivo de esta inauguración.

¿Cómo ayudar mejor a la Iglesia en este nuevo curso académico, si no es con nuestro esfuerzo perseverante en el trabajo académico? El estudio no es una tarea pesada o una formalidad académica que es necesario cumplir lo más deprisa posible para poder dedicarse a otras cosas en la, así llamada, “vida real”. Debemos apreciar el estudio y acometerlo con gratitud, porque se trata de una oportunidad que Dios nos ofrece para conocerlo mejor y amarlo más, a pesar del esfuerzo y el cansancio que implica. Por encima de todo, nos permite realizar descubrimientos y progresos también en nuestra vida espiritual. ¡Qué alegría encontrarnos al inicio de una nueva etapa del camino en el que sabemos que encontraremos al Señor! Él está siempre dispuesto a iluminarnos y ayudarnos, a sostenernos, y nosotros queremos estar siempre pendientes de su paso para recibir la luz y perfeccionar así nuestro conocimiento de la Verdad, de la única Verdad, que viene de Él. Sí, también nosotros queremos “perseverar en las enseñanzas de los Apóstoles” (Hch. 2, 42), no únicamente para nuestro provecho personal, sino para contribuir al crecimiento de toda la sociedad.

En el estudio encontraremos a Dios y encontraremos a los demás. Estos años de estudio en Roma no nos alejan de las preocupaciones inmediatas y concretas de nuestro mundo o de nuestros lugares de origen. Es más, este periodo de profundización intelectual nos anima a entender mejor los retos que plantea nuestro tiempo, tan expuesto al peligro de la ignorancia, al oscurecimiento de la verdad. Precisamente es la ausencia de verdad la pobreza más grave que puede sufrir la Humanidad, de la cual derivan tantos otros tipos de pobreza. El estudio no nos aísla en un mundo abstracto, lejano de la Humanidad, no nos encierra en una torre de marfil. ¡Al contrario! En numerosas ocasiones, Benedicto XVI ha subrayado que “la fe tiene un contenido concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente él ha hablado. Realmente ha hecho algo y realmente ha dicho algo. Ciertamente, la fe es, en primer lugar, confiarse a Dios, una relación viva con él. Pero el Dios al cual nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su Palabra”[1].

Necesitamos –ahora y siempre- escuchar a la Palabra, comprender su fecundidad, porque sólo ella es capaz de alimentar verdaderamente el mundo en el que vivimos. Esta idea fue expresada por Papa Francisco en su primera encíclica, a propósito de la relación entre ciencia y fe: “La luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio (...). Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia”[2].

Si queremos “ensanchar los horizontes” e iluminar verdaderamente el mundo de hoy, debemos comenzar por nosotros mismos y aplicar la luz de Dios a nuestra conducta, con conversiones personales, pequeñas pero constantes, que poco a poco construyen en nosotros esa unidad de vida que san Josemaría señalaba como uno de los aspectos centrales de la existencia cristiana. Para conducirnos a Dios, el estudio tiene que convertirse en “motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean (...). Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte”[3].

En este sentido, hay una expresión que se repite en la reciente encíclica de Papa Francisco y da una clave de lectura muy útil para quien desea avanzar siendo coherente con la fe: “Todo está conectado”, repite el Santo padre. Después, tras haber señalado algunos errores del antropocentrismo moderno, afirma: “Si el ser humano no redescubre su verdadero lugar, se entiende mal a sí mismo y termina contradiciendo su propia realidad”[4]

Repito: no estamos hablando de cuestiones teóricas. La responsabilidad que sentimos hacia nuestro tiempo se debe reflejar en el comportamiento cotidiano, procurando asumir –como señala el Santo Padre- un estilo de vida que consiste en “asumir el deber de cuidar la creación con pequeñas acciones cotidianas (...). No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente”[5].

Todo está conectado: nuestra perseverancia en el estudio y en el trabajo, nuestra lucha ascética, nuestra preocupación por otros estudiantes o por los profesores, nuestro cuidado de la creación y, deseo añadir, nuestro respeto por el trabajo de los demás, especialmente por el trabajo escondido de aquellas personas que, en oficinas técnicas o en la secretaría, contribuyen a hacer las jornadas más sencillas y amables.

Responsabilidad hacia todo y hacia todos: ni el estudio ni la investigación académica nos aíslan de los demás: ¡al contrario! Para que exista verdadera universidad debe haber diálogo constante con los demás, debemos abrirnos a otras disciplinas, ayudarnos recíprocamente para buscar la única Verdad y, también, escuchar a aquellos que piensan de modo diferente porque provienen de culturas diversas.

Antes de acabar, querría detenerme en un acontecimiento importante, en el cual estamos todos implicados, no únicamente por el hecho de vivir en Roma, sino en cuanto estudiantes o profesores: me refiero al Año Jubilar de la Misericordia. Ningún periodo de la vida carece de tensiones o incomprensiones, y la comunidad universitaria no es un lugar inmune a las dificultades. El mundo académico tiene sus propias exigencias, que derivan de la alta meta que deseamos alcanzar: conocer la verdad que viene de la Palabra de Dios, vivir de acuerdo con esta Palabra, y transmitirla a los demás. Dios mismo, precisamente porque nos ama, es exigente con sus hijos: exigente y misericordioso. Verdad y Misericordia se identifican en él.

Benedicto XVI se hizo esta pregunta: “La verdad, al menos como viene presentada por la fe de la Iglesia, ¿no es algo demasiado difícil y fuera del alcance del hombre? (...). Sí –reconocía- el camino alto y duro que conduce a la verdad y al bien no es cómodo. La verdad desafía al hombre”[6]. Este desafío puede inspirarnos miedo, como inspira miedo a tantos hombres de nuestro tiempo que prefieren huir de las exigencias de la verdad y conformarse con la comodidad del propio yo. Convenzámonos de que Dios no nos abandona nunca, no nos deja solos ante una verdad desencarnada y fría, que se convertiría al final en un yugo insoportable para el hombre. En Jesucristo, “el Logos, la Verdad en persona, es al mismo tiempo también la reconciliación, el perdón que transforma más allá de todas nuestras capacidades e incapacidades personales”: el amor. De es forma, con nuestro Señor, “el yugo de la verdad es ligero (cfr. Mt. 11,30”[7].

El Año de la Misericordia nos hará comprender, una vez más, que “todo está conectado”: la Verdad y la Misericordia son Amor. Nuestro estudio nos hará conocer las exigencias de la verdad, nos hará ver la necesidad de permanecer fieles en nuestro trabajo, en las cosas pequeñas de cada día, en nuestra relación con los demás.

Mientras acompañamos con espíritu de oración al Sínodo ordinario sobre la Familia, encomendamos a la Virgen, Reina del Rosario, nuestras intenciones y el nuevo año académico 2015-2016 que declaro inaugurado.


[1] Benedicto XVI, Homilía, 5 de febrero de 2011.

[2] Francisco, Enc. Lumen Fidei, 29 de junio de 2013, n. 34.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 10.

[4] Francisco, Enc. Laudato Si’, n. 115.

[5] Francisco, Ibid, n. 211-212

[6] Joseph Ratzinger, L’elogio della coscienza: la verità interroga il cuore, Siena, Cantagalli, 2009, p. 30.

[7] Ibid, 32.