Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de reflexionar sobre la acción santificadora y carismática del Espíritu, dedicamos esta catequesis a otro aspecto: la obra evangelizadora del Espíritu Santo, es decir, su papel en la predicación de la Iglesia.
La Primera Carta de Pedro define a los apóstoles como “aquellos que han anunciado el Evangelio mediante el Espíritu Santo” (cf. 1,12). En esta expresión encontramos los dos elementos esenciales de la predicación cristiana: su contenido, que es el Evangelio, y su medio, que es el Espíritu Santo. Hablemos brevemente de ambos.
En el Nuevo Testamento, la palabra “Evangelio” tiene dos significados principales. Puede referirse a cualquiera de los cuatro Evangelios canónicos: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y en este sentido, el Evangelio es la buena noticia proclamada por Jesús durante su vida terrenal. Después de la Pascua, el término “Evangelio” adquiere un nuevo significado: la buena noticia sobre Jesús, es decir, el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. Esto es lo que el apóstol Pablo llama “Evangelio” cuando escribe: «No me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para la salvación de quien cree» (Rm 1,16).
La predicación de Jesús y, posteriormente, la de los Apóstoles incluye también todos los deberes morales derivados del Evangelio, desde los diez mandamientos hasta el mandamiento “nuevo” del amor. Pero para evitar caer en el error que denuncia el apóstol Pablo de poner la ley antes que la gracia y las obras antes que la fe, es necesario partir siempre del anuncio de lo que Cristo ha hecho por nosotros. Por esta razón, en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium se insiste tanto en la primera de estas dos cosas, es decir, el kerygma o “proclamación”, de la cual depende toda aplicación moral.
De hecho, «en la catequesis tiene un papel fundamental el primer anuncio o kerygma, que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de cualquier esfuerzo de renovación eclesial. […] Cuando decimos que este anuncio es “el primero”, no significa que esté al principio y luego se olvide o sea sustituido por otros contenidos. Es el primero en sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, aquel al que siempre se debe regresar y que se debe proclamar constantemente en la catequesis, de una forma u otra, en todas sus etapas y momentos. […] No se debe pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en favor de una formación que se presume más “sólida”. No hay nada más sólido, profundo, seguro, consistente y sabio que este anuncio» (nn. 164-165), es decir, el kerygma.
Hasta aquí hemos visto el contenido de la predicación cristiana. Pero también debemos tener en cuenta el medio de este anuncio. El Evangelio debe ser predicado «mediante el Espíritu Santo» (1 Pt 1,12). La Iglesia debe hacer propio lo que Jesús dijo al comienzo de su ministerio público: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para llevar la buena noticia a los pobres» (Lc 4,18). Predicar con la unción del Espíritu Santo significa transmitir, junto con las ideas y la doctrina, la vida y la convicción de nuestra fe. Significa confiar no en «discursos persuasivos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y de su poder» (1 Cor 2,4), como escribió San Pablo.
Es fácil decirlo –se podría objetar–, pero ¿cómo ponerlo en práctica si no depende de nosotros, sino de la venida del Espíritu Santo? En realidad, hay algo que sí depende de nosotros, o mejor dicho, dos cosas, y las mencionaré brevemente. La primera es la oración. El Espíritu Santo desciende sobre quien reza, porque está escrito que el Padre celestial «da el Espíritu Santo a quien se lo pide» (Lc 11,13), especialmente si lo pide para anunciar el Evangelio de su Hijo. ¡Cuidado con predicar sin orar! Uno se convierte en lo que el Apóstol define como “bronce que resuena y címbalo que retiñe” (cf. 1 Cor 13,1).
Por tanto, lo primero que depende de nosotros es orar para que venga el Espíritu Santo. Lo segundo es no querer predicarnos a nosotros mismos, sino a Jesús como Señor (cf. 2 Cor 4,5).
Esto se refiere a la predicación. A veces hay sermones largos, de 20 o 30 minutos… Pero, por favor, los predicadores deben transmitir una idea, un sentimiento y un llamado a la acción. Después de ocho minutos, el mensaje se diluye y no se entiende. Y esto lo digo a los predicadores… [aplausos] ¡Veo que les gusta oír esto! A veces vemos personas que, cuando empieza el sermón, salen a fumar un cigarrillo y luego vuelven a entrar. Por favor, el sermón debe ser una idea, un sentimiento y una propuesta de acción. Y nunca debe exceder los diez minutos. Esto es muy importante.
Lo segundo –como decía– es no querer predicarnos a nosotros mismos, sino al Señor. No es necesario extendernos en esto, porque todo aquel comprometido con la evangelización sabe bien lo que significa, en la práctica, no predicarse a sí mismo. Me limito a una aplicación concreta de esta exigencia. No querer predicarnos a nosotros mismos también implica no dar siempre prioridad a iniciativas pastorales promovidas por nosotros y vinculadas a nuestro nombre, sino colaborar de buena gana, si se nos pide, en iniciativas comunitarias o que nos hayan sido confiadas por obediencia.
¡Que el Espíritu Santo nos ayude, nos acompañe y enseñe a la Iglesia a predicar el Evangelio de esta manera a los hombres y mujeres de nuestro tiempo! ¡Gracias!