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Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
1. Con esta carta, deseo invitaros a considerar conmigo algunos aspectos contenidos en aquellas palabras del Señor, tantas veces meditadas: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).
Jesús nos ha amado hasta el extremo, hasta dar su vida por todos y cada uno. Lo sabemos y deseamos creerlo con una fe más viva y operativa, que le pedimos a Él, como los apóstoles: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5). De esta manera, podremos decir con san Juan, plenamente convencidos: «Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16).
«Dios es amor» (1 Jn 4,8), y nos llama al amor: «Esta es nuestra vocación más alta, nuestra vocación por excelencia; y a ésta está unida también la alegría de la esperanza cristiana. Quien ama tiene la alegría de la esperanza, de llegar a encontrar el gran amor que es el Señor»[1].
Nuestro amor a Dios –caridad sobrenatural– es correspondencia a ese amor divino por todos y cada uno de nosotros, que el mismo Señor nos pone como modelo y horizonte de nuestro amor a los demás. El amor a Dios y el amor a los demás están tan unidos que, «en un acto cualquiera de fraternidad, la cabeza y el corazón no pueden distinguir en muchas ocasiones si se trata de servicio a Dios o de servicio a los hermanos: porque, en el segundo caso, lo que hacemos es servir a Dios dos veces»[2].
2. Tan decisivo es en nuestra vida el amor a los demás que «sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos» (1 Jn 3,14). La caridad se desarrolla en innumerables aspectos y alcanza al mundo entero. Nadie nos puede ser indiferente, porque «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[3].
Con estas líneas, querría que reflexionásemos sobre algunas actitudes y manifestaciones de particular relevancia en las que se expresa la fraternidad. En cierto modo, se resumen en estas palabras de san Josemaría: «¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el mandatum novum! –“¡Que os améis los unos a los otros!” –Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar»[4].
Amplitud de la comprensión
3. La palabra comprensión, en el contexto de las relaciones personales, a veces podría evocar solo uno de sus aspectos: el de no extrañarse de los defectos y faltas de los demás. Sin embargo, en ese caso no se entendería del todo aquel punto de Camino: «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[5].
La comprensión que es fruto de la caridad, del amor, “comprende”: “ve”, primeramente, no los defectos o las faltas, sino las virtudes y las cualidades de los demás. Recuerdo una meditación predicada por don Javier el 26 de agosto de 1999, durante un curso de verano en Olbeira (una casa de retiros en Galicia, España): nos exhortaba con fuerza y cariño a «no ver a las personas a través de sus defectos, sino a través de sus virtudes». El amor hace ver, con alegría, lo positivo de los demás. «Debemos alegrarnos de la prosperidad del prójimo como de la nuestra»[6]; eso es lo más opuesto a ver a los demás con ese oscuro pecado que es la envidia, en su sentido de tristeza por el bien ajeno.
Por otra parte, cada persona vale siempre más de lo que logramos ver con el conocimiento habitual. En cierto modo, sucede con frecuencia lo que leemos en la Escritura, cuando la Carta a los Hebreos nos exhorta a no olvidar la hospitalidad: gracias a ella, «algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Hb 13,2).
4. La comprensión que nace del amor permite ver también los defectos y faltas de los demás: se comprende así a la persona, tanto en lo positivo como en lo negativo. Y podemos estar seguros –el amor lo ve, porque es sapientísimo– de que lo positivo es muy superior a lo negativo. En cualquier caso, lo negativo no es motivo de separación, sino de oración y de ayuda; si cabe, de más cariño; y, si es el caso, de corrección fraterna.
De muchos modos nos ha insistido nuestro Padre en esta manifestación –a veces heroica– de la caridad: «Practicad la corrección fraterna, ne sit populus Domini sicut oves absque pastore (Nm 27,17), para que no aparezca esta Familia sobrenatural, que es la Obra de Dios, como un conjunto de ovejas sin pastor. Siempre he enseñado, hijas e hijos míos, que en la Obra cada uno debe ser pastor y oveja»[7].
5. Todos somos débiles y no podemos extrañarnos de que surjan en nosotros reacciones de contrariedad o de incomprensión hacia otras personas. Pero no debemos aceptar esas reacciones justificándolas; serán más bien momentos para pedir perdón al Señor y para rogarle que nos aumente la capacidad de querer, que nos dé más esa comprensión que es fruto del amor. Y, así, sin desalentarnos ante nuestra debilidad, pediremos ayuda a Dios, para poder decirle al fin, llenos de agradecimiento: «Has dilatado mi corazón» (Sal 119,32).
Es importante, por ejemplo, que luchemos para dominar y mitigar las impaciencias que podrían surgir espontáneamente ante defectos reales o no tan reales de otros (a veces, el defecto puede estar más en nuestra mirada). Estas impaciencias pueden llevar a la falta de comprensión, y por tanto a la falta de caridad. Son fuertes aquellas antiguas palabras de san Cipriano de Cartago: «La caridad es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad; la que es superior a la esperanza y a la fe, la que sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con nosotros para siempre en el cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada»[8].
6. La comprensión, fruto del amor fraterno, conduce también a evitar discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias. En realidad, tantas veces esa diversidad es una riqueza de caracteres, sensibilidades, aficiones, etc. Así nos lo explica nuestro Padre: «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[9].
Junto con el esfuerzo por querer y comprender a los demás, es importante también que facilitemos que nos puedan querer. En este sentido, os recuerdo lo que ya os escribí: «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[10]. Se crea así un ambiente de fraternidad en el que cada uno potencia el cariño del otro y, juntos, experimentamos ese ciento por uno que nos prometió el Señor, y nos encaminamos a la vida eterna (cfr. Mt 19,29).
El tesoro del perdón
7. La comprensión tiene también una relación estrecha con esa realidad de extraordinaria importancia que es el perdón: pedir perdón y perdonar. En abril de 1974, nuestro Padre nos decía que «lo más divino de nuestra vida de cristianos, de hijos de Dios en el Opus Dei, es perdonar a quienes nos hayan hecho daño». Y enseguida añadía, con gran sencillez: «Yo no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer». Entre tantas consecuencias y manifestaciones como tiene la filiación divina, quizá espontáneamente no hubiéramos pensado ante todo en el perdón. Sin embargo, entendemos que nuestro ser hijos de Dios es nuestro ser Cristo, nuestra identificación con él. Y Cristo vino a este mundo, el Hijo eterno se hizo Hombre, precisamente para perdonar. Por eso, podemos considerar que «nada nos asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón»[11].
¡Cuántas veces rezamos y meditamos el padrenuestro! Perdonar a los demás es tan decisivo, que es condición para que Dios nos perdone. Qué bueno es pedir al Señor que nos enseñe a perdonar, de verdad y siempre. Es más, tengamos la audacia santa de pedirle que, como nuestro Padre, lleguemos a querer tanto a los demás que no necesitemos aprender a perdonar[12]. Sería estupendo que deseáramos llegar a un punto en el que amemos tanto que nunca nos sintamos ofendidos.
8. Tan importante como comprender y perdonar es aprender a pedir perdón, también en los conflictos pequeños o cotidianos. Un sincero gesto de petición de perdón es, muchas veces, la única manera de restablecer la armonía en las relaciones, aunque pensemos –con más o menos razón– que nosotros hemos sido la parte mayormente ofendida. No es una estricta justicia sin más, basada en cálculos teóricos, la que llevó al Hijo de Dios a pedir perdón a su Padre en nuestro nombre, sino un amor gratuito, que solo tiene en cuenta lo que puede hacer por los demás.
Hijas e hijos míos, no pensemos que esto es muy bonito, pero demasiado para nuestra poquedad. Desde luego, la meta es muy alta. Sin embargo, con la gracia de Dios podemos ir acercándonos poco a poco a ella, si no dejamos de poner de nuestra parte un esfuerzo espiritual –correspondencia del amor al Amor– que se renueve cada día.
Espíritu de servicio
9. «La mayor ambición de los hijos de Dios en su Opus Dei (…) ha de ser siempre servir»[13]. Entendemos bien esta insistencia de san Josemaría, cuando leemos y meditamos las palabras del Señor: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45); «Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve» (Lc 22,27).
El espíritu de servicio es expresión del amor, del cariño de sentir muy nuestras las necesidades de los demás. Con qué fuerza nos lo explicaba nuestro Padre: «No me importa repetirlo muchas veces. Cariño, lo necesitan todas las personas, y lo necesitamos también en la Obra. Esforzaos para que, sin sensiblerías, aumente siempre el afecto hacia vuestros hermanos. Cualquier cosa de otro hijo mío debe ser –¡de verdad!– muy nuestra: el día que vivamos como extraños o como indiferentes, hemos matado el Opus Dei»[14].
Sin querer, podríamos vivir como extraños o indiferentes por excedernos en actividades que de hecho nos impidiesen conocernos, relacionarnos, interesarnos positivamente por los demás. Hijas e hijos míos, me vienen a la cabeza y al corazón aquellas palabras que san Josemaría nos decía con toda la fuerza de su alma: «¡Que os queráis!».
10. Deseamos servir a los demás, sabiendo que así servimos a Jesucristo: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Por esto, es bueno que pensemos, cada uno: «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[15].
Todos tenemos experiencia de que servir a los demás comporta con frecuencia un cierto esfuerzo. «No penséis (…) que sea fácil hacer de la vida un servicio. Es necesario traducir en realidades ese buen deseo, porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en la virtud (1 Cor 4,20), y la práctica de una ayuda constante a los demás no es posible sin sacrificio»[16]. Pero ese esfuerzo, realizado por amor, es siempre fuente de alegría; una alegría que, en cambio, no puede surgir del egoísmo.
El espíritu de servicio, en fin, es expresión del amor fraterno, y «el amor fraterno solo puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un anticipo por lo que esperamos que haga»[17].
Sembradores de paz y de alegría
11. Una manifestación del espíritu de servicio, que de algún modo las incluye todas, es la de sembrar paz y alegría. Como esta paz y esta alegría solo podemos darlas si las tenemos, y ambas son un don de Dios, la mejor manera de crecer en ellas es cuidar con delicadeza nuestros momentos de intimidad con Dios: los sacramentos y la oración personal.
En la vida de cada persona no faltan, con mayor o menor frecuencia, con mayor o menor intensidad, penas y sufrimientos que tienden a producir diversos sentimientos de intranquilidad y de tristeza. Son estados de ánimo que pueden asomar a nuestra alma y que podemos y debemos superar, reconquistando la alegría mediante la fe en el amor que Dios tiene hoy y ahora por cada una y cada uno (cfr. 1 Jn 4,16).
Necesitamos enraizar nuestra alegría, no en nosotros mismos, sino en el Señor. Así, a pesar de los pesares, podremos tener la fortaleza de ánimo para olvidarnos más de nosotros mismos y para transmitir a los demás esa alegría que procede de Dios. Leamos en ese sentido, como dirigidas también a nosotros, estas palabras del libro de Nehemías: «No estéis tristes, porque el gozo del Señor es vuestra fortaleza» (Ne 8,10).
12. Con cierta frecuencia, en las cartas que me escribís me dais noticias de situaciones difíciles por las que pasáis. Querría estar muy cerca de cada una y de cada uno, acompañándoos en el cuidado de ese hijo enfermo, de esa madre ya muy limitada por la edad, o en situaciones que suponen especial sufrimiento. Procuro llevar todo lo vuestro en mi corazón y en mi Misa de cada día.
En estas y en tantas otras circunstancias, recordemos que el Señor bendice con la cruz y que, como aseguraba con abundante experiencia nuestro Padre, «el auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz»[18]. Además, con la fraternidad bien vivida, nunca estamos solos: todos juntos –cor unum et anima una– llevamos la dulce carga de la cruz del Señor, con la certeza interior de que, en definitiva, su yugo es suave y su carga ligera (cfr. Mt 11,30). En ese sentido, muchas veces habremos leído y meditado, con el sincero deseo de hacerlas vida propia, aquellas palabras de san Josemaría: «Entregarse al servicio de las almas, olvidándose de sí mismo, es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría»[19].
Vida en familia
13. La gran mayoría de vosotros no vivís en un centro de la Obra. Sin embargo, como escribe nuestro Padre, «todos los que pertenecemos al Opus Dei, hijos míos, formamos un solo hogar: la razón de que constituyamos una sola familia no se basa en la materialidad de convivir bajo un mismo techo. Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Hch 4,32) y nadie en la Obra podrá sentir jamás la amargura de la indiferencia»[20].
Para que esta gran mayoría de la Obra que no vivís en los centros —supernumerarios y agregados— recibáis y contribuyáis al calor de hogar del Opus Dei, es necesario que algunos –las numerarias y los numerarios– construyan también materialmente ese hogar en las sedes de los centros, de los que todos los demás participáis según vuestras circunstancias. Ciertamente, las sedes materiales son muy útiles para tener los medios de formación, para acoger actividades apostólicas, etc., aunque sabéis que todas estas cosas también se realizan cuando no hay esas sedes, especialmente en los lugares en que la labor apostólica está aún muy en los comienzos.
Como es natural, a veces hay situaciones de trabajo, de salud, de deberes familiares, etc., que aconsejan o incluso hacen necesario que algunas numerarias y numerarios no residáis en las sedes de los centros, sin que esto deba disminuir vuestra responsabilidad y vuestra dedicación –distinta, pero real– a la construcción de nuestro hogar.
14. Lo normal es que en muchas familias convivan personas de generaciones distintas (abuelos, padres, hijos) y caracteres diversos, y también son frecuentes las familias con enfermos crónicos más o menos graves. Si bien es cierto que todo eso puede dar a veces ocasión a que la unidad familiar se deteriore, también es verdad que, con mucha frecuencia, esas y otras dificultades pueden unir más a las familias, cuando hay verdadero amor.
Hijas e hijos míos, la Obra es una familia muy numerosa, en la que hay personas de edades y personalidades distintas, y también enfermos. Gracias a Dios, es una realidad magnífica el cuidado y cariño con que procuramos cuidar a los enfermos en Casa.
15. En algunos centros hay situaciones que pueden resultar más difíciles. Si alguna vez os resulta cansada la vida en familia, buscad con sinceridad la causa de ese cansancio para ponerle remedio: pensad si se debe solo a una escasez de medios materiales, o al natural esfuerzo que puede suponer la dedicación a cuidar a los demás; o si se debe también a un enfriamiento del cariño. Si esto último fuera el caso, tampoco os sorprendáis ni os desalentéis; os animo a pedir a Dios, con sencillez y audacia, que os agrande el corazón, que os ayude a verle a Él en los demás, de manera que eso os llene de alegría, como los discípulos al ver al Señor resucitado: «Al ver al Señor, los discípulos se alegraron» (Jn 20,20).
Por otro lado, a veces detrás de un determinado carácter hay unos sufrimientos que quizá explican esa manera de ser o de actuar. Dios conoce a fondo a cada uno, también los tramos dolientes, y nos mira a todos con ternura. Aprendamos del Señor a mirar así, a comprender a todos –de intento os lo repito–, a ponernos en el lugar del otro. «¡Cuántos temores y cuántos peligros puede disipar el amor verdadero entre los hermanos, que no se nombra –porque entonces parece como si se profanase–, pero que resplandece en cada detalle!»[21].
No dejemos de agradecer al Señor el hogar que nos ha dado, con esa rica diversidad de caracteres personales, de situaciones sociales y de culturas. Y, a la vez, sintamos la responsabilidad de mantener en él un tono, un ambiente caracterizado también por «una extremada delicadeza en el trato mutuo»[22].
En la Iglesia y en el mundo
16. El cuidado de la fraternidad es una manifestación de que la Obra, como parte de la Iglesia, es familia de Dios. Si procuramos querernos, comprendernos, perdonarnos, servirnos, también contribuiremos muy directamente, por la comunión de los santos, a la unidad de todos los creyentes, y de la humanidad entera. San Josemaría decía que «el principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?»[23]. Pido al Señor que seamos siempre instrumentos de unidad en nuestra propia casa, en la Obra, en la Iglesia y en toda la sociedad.
El cuidado de la fraternidad también aportará luz y calor a nuestro mundo, que muchas veces se encuentra a oscuras, o que sufre el frío de la indiferencia. Nuestros hogares –los de los agregados, los de los supernumerarios y los centros de la Obra– han de ser «luminosos y alegres». Hogares abiertos, en los que puedan participar muchas personas, también aquellas a las que quizá les falta ese calor de hogar. El testimonio de una familia cristiana que procura estar unida, de modo que aun con sus limitaciones personales, cada uno mantiene la disposición de perdonar, de querer, de servir, será un punto de referencia para muchos. Como sobre todo lo fue, lo es y lo será siempre el hogar de Nazaret. No olvidemos aquello que nos decía san Josemaría: «A esa familia pertenecemos».
La fraternidad bien vivida es un apostolado inmediato: tantas personas verán el cariño que nos tenemos y podrán exclamar, como lo hicieron con los primeros cristianos, «mirad cómo se aman»[24]; se sentirán atraídos por ese amor cristiano, por esa «caridad que es una cierta participación del amor infinito, que es el Espíritu Santo»[25].
* * *
17. Termino ya, releyendo con vosotros estas otras palabras de nuestro Padre: «Corazón, hijos míos, poned el corazón en serviros. Cuando el cariño pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús y por el Dulcísimo Corazón de María, la caridad fraterna se ejercita con toda su fuerza humana y divina. Anima a soportar la carga, quita pesos, asegura la alegría en la pelea. No es algo pegadizo, es algo que fortalece las alas del alma para alzarse más alta; la caridad fraterna, que no busca su propio interés (cfr. 1 Cor 13,5), permite volar para alabar al Señor con un espíritu de sacrificio gustoso»[26].
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
Roma, 16 de febrero de 2023
[1] Francisco, Audiencia, 15-III-2017.
[2] San Josemaría, Instrucción, mayo 1935 – septiembre 1950, n. 75. En adelante, los textos en los que no se cita al autor son de san Josemaría.
[3] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[4] Forja, n. 454.
[5] Camino, n. 463.
[6] San Gregorio Magno, Homiliæ in Evangelia, 5, 3: PL 76, 1094 B.
[8] San Cipriano, De bono patientiæ, n. 15: PL 4, 631 C.
[9] Carta 30, n. 28.
[10] Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 9.
[11] San Juan Crisóstomo, Comment. in Matthaeum, Homilía XIX, n. 7: PG 57, 283.
[12] Cfr. Surco, n. 804.
[14] AGP, biblioteca, P01.
[15] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 18.
[16] Carta 8, n. 4.
[17] Francisco, Enc. Laudato si’, n. 228.
[18] Forja, n. 28.
[19] Carta 2, n. 15.
[20] Carta 11, n. 23.
[21] Surco, n. 767.
[22] Instrucción, 1-IV-1934, n. 63.
[23] Amigos de Dios, n. 226.
[24] Tertuliano, Apologeticum, 39: PL 1, 471.
[25] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 24, a. 7 c.
[26] Carta 14-II-1974, n. 23.
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