Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
A medida que transcurre el año mariano, procuremos hacer más intensa nuestra plegaria por el próximo Sínodo de los Obispos sobre la familia. El Papa Francisco no cesa de pedir una oración llena de amor por la familia y por la vida. Una oración que sabe alegrarse con quien se alegra y sufrir con quien sufre (...). Así, sostenida y animada por la gracia de Dios, la Iglesia podrá estar aún más comprometida, y aún más unida, en el testimonio de la verdad del amor de Dios y de su misericordia por las familias del mundo, ninguna excluida, tanto dentro como fuera del redil[1].
La intercesión de la Virgen es decisiva. Acudamos a Ella con mucha confianza, mientras preparamos la fiesta del 16 de julio. La memoria litúrgica de la Virgen del Carmen renueva la invitación a redoblar nuestras peticiones al Cielo. Mediante esta advocación, la Iglesia nos anima a recurrir a Aquella que, con su auxilio y sus cuidados maternos, nos haga dignos de llegar al monte santo que es Cristo[2].
San Juan Pablo II subrayaba la absoluta necesidad de la catequesis en el ámbito del hogar, especialmente ahora, cuando en muchos lugares «una legislación antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa»[3].
Todos nos hallamos gozosamente comprometidos en esta tarea; con la confianza puesta en Dios y con optimismo, sin dejarnos influir por ningún ambiente adverso ni por las dificultades objetivas que puedan presentarse. Mirad que no se ha acortado la mano del Señor para salvar, ni se ha endurecido su oído para oír[4], nos dice por el profeta Isaías. Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura[5].
Esta labor en el seno del hogar corresponde en primer lugar a los padres. De acuerdo con la edad y las características de cada uno de los hijos, han de enseñarles los profundos significados de la fe y la caridad de Jesucristo. «Mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo —eucarístico y eclesial— de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente padres, es decir, engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y Resurrección de Cristo»[6].
Son innumerables las manifestaciones de gratitud a san Josemaría, en todo el mundo, por sus palabras de ánimo a los matrimonios, a las familias. Con una frase tomada de la Sagrada Escritura decía: Dícite iusto quóniam bene(cfr. Is3, 10); estáis haciendo todo muy bien, porque no habéis traído a vuestros hijos al mundo, como traen los animales a los suyos. Vosotros sabéis que tienen alma, y que hay una vida más allá de la muerte —una vida de felicidad eterna o de condenación eterna—, y deseáis que vuestros hijos sean felices aquí y allá. ¡Dios os bendiga![7].
También a los otros miembros de la familia, especialmente a los hermanos mayores, a los abuelos, etc., les atañe la especial responsabilidad de ayudar al crecimiento en la fe y en la vida cristiana de los más jóvenes. Y, en cualquier sitio donde tratemos de implantar el ambiente de Nazaret, hemos de comportarnos del mismo modo, procurando —con el testimonio del ejemplo y con la palabra adecuada— hacer este servicio fraterno, que es el más importante que podemos prestar.
Sin embargo, no cabe olvidar que en algunas familias y en otros lugares donde se cuida la formación en la doctrina cristiana, a veces penetran gérmenes que debilitan o incluso apagan la fe de los creyentes. Con sentido de responsabilidad, sin inquietudes ni decaimientos, las madres y los padres han de esmerarse en su gozosa obligación de educadores en la fe. No basta confiar los hijos a una escuela con recto criterio doctrinal, ni contentarse con que frecuenten lugares donde se les ofrece formación católica de acuerdo con la edad de cada uno. Todo eso constituyen ayudas, ayudas estupendas; pero la responsabilidad primera corresponde siempre a los padres.
Cuando le preguntaban sobre estos puntos, nuestro Fundador solía aconsejar: tenéis que defender la fe de vuestros hijos de dos maneras: primero, con vuestra conducta cristiana, con vuestro ejemplo. Y después, con la doctrina, procurando repasar el catecismo (...). Y sin dar la lata a vuestros hijos, les iréis formando en la buena doctrina. Así salvaréis su fe[8].
Desde muy pequeños, los hijos son testigos de lo que sucede en el hogar. Enseguida perciben si los padres se comportan de acuerdo con lo que enseñan, si se sacrifican con alegría por los demás, si llevan con paciencia y comprensión los defectos, si saben disculpar y perdonar y, cuando llega el caso, corregir de modo afable pero claro. En definitiva, explicaba nuestro Fundador, las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas. Procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y de vuestra vejez. Sois para ellos como un libro abierto. Por eso, debéis tener vida interior, luchar por ser buenos cristianos. Si no, es inútil la labor que pretendéis hacer con vuestros hijos o con los hijos de otros amigos vuestros[9].
Para dar vigor a esta primera y mayor responsabilidad, los padres y los demás educadores han de esforzarse personalmente por ahondar en los contenidos de la fe, mediante el estudio y la consulta a quienes están bien preparados, de manera que la luz de la doctrina alumbre sus entendimientos y encienda sus corazones. Todo eso se reflejará en su conducta cotidiana, y entonces podrán afirmar lo que el Espíritu Santo pone en boca de los padres, cuando los hijos —por el ejemplo y los consejos de sus progenitores— buscan las sendas de Dios: hijo mío, si tu corazón es sabio se alegrará también mi corazón, y se regocijarán mis entrañas cuando tus labios digan cosas rectas[10].
Comentando estas palabras, el Papa Francisco añade: no se podría expresar mejor el orgullo y la emoción de un padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que importa de verdad en la vida, o sea, un corazón sabio (...). Un padre sabe bien lo que cuesta transmitir esta herencia: cuánta cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, cuánto consuelo y cuánta recompensa se recibe, cuando los hijos rinden honor a esta herencia. Es una alegría que recompensa toda fatiga, que supera toda incomprensión y cura cada herida[11].
A pesar de esos cuidados, no es infrecuente —sobre todo en algunos países— que la entrada en la adolescencia o en la juventud vaya acompañada por una aparente pérdida de la fe. Más que de abandono, suele tratarse de tibieza o dejadez en la práctica religiosa, que consideran una imposición exterior que contrasta con el ambiente de la escuela, de la universidad, de los amigos o amigas. La primera reacción de unos padres o unos amigos cristianos consiste siempre en rezar más por esas personas, tratarlas con cariño, procurar comprenderlas. Como eres una madre cristiana —comentaba san Josemaría a una madre atribulada—, has dado con la primera manera y la más eficaz: la oración. Invoca a la Santísima Virgen, que entiende mucho a las madres, porque Ella es Madre de Dios, Madre tuya y de tus hijos, y Madre mía.
Después, procura encontrar buenos amigos para tus hijos (...). Las madres muchas veces no os debéis imponer porque pueden quejarse de que les quitáis la libertad. En cambio, por medio de esos amigos, poco a poco irán volviendo (...). Y, protegidos por tu oración, otras personas harán el bien a tus hijos, para que vuelvan a la Iglesia, con amor[12].
Además de rezar y pedir consejo, de tratar de poner a los hijos o a las hijas en relación con personas de su misma edad que puedan ayudarles, san Josemaría aconsejaba también hablar pacífica y serenamente con ellos, más aún cuando van creciendo, de forma que sean conscientes de sus deberes como hijos de Dios. Sin enfadaros, hablad serenamente, sinceramente, de alma a alma. No con todos juntos, sino uno a uno. Mamá que hable con las chicas, aunque a veces es mejor que sea al revés. Vosotros conocéis bien su psicología: hay que tratarlos de modo desigual, para comportarse según justicia. Hablad, sed amigos suyos. Os entenderán muy bien porque en su corazón está —late aún viva— vuestra misma fe. Quizá tienen, encima de todo, un montón de esa porquería que les han echado. Que se confiesen, y veréis qué bien van[13].
En la mañana de hoy celebraré la Santa Misa en una iglesia parroquial dedicada a san Josemaría, en Burgos. En esta ciudad recomenzó nuestro Padre la labor apostólica de la Obra al salir de Madrid durante la guerra civil española. Encomendemos a diario los frutos espirituales en todo el mundo, los preparativos de la expansión a nuevas tierras y todas las actividades con la juventud que se realizan en gran número de países, al servicio de la Iglesia y de las almas. En esta oración por ellos meted también a sus familias.
Y decid al queridísimo don Álvaro que nos ayude a ser muy fieles, cada día más.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Burgos, 1 de julio de 2015.
[1] Papa Francisco, Discurso en la audiencia general, 25-III-2015.
[2] Misal Romano, Memoria de la Virgen del Carmen, Colecta.
[3] San Juan Pablo II, Exhort. apost. Catechesi tradendæ, 16-X-1979, n. 68.
[4] Is 59, 1.
[5] San Josemaría, Camino, n. 586.
[6] San Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 39.
[7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 18-X-1972.
[8] Ibid.
[9] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 12-XI-1972.
[10] Prv 23, 15-16.
[11] Papa Francisco, Discurso en la audiencia general, 4-II-2015.
[12] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 22-X-1972.
[13] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 28-XI-1972.