El mensaje y legado social de san Josemaría a 50 años de su paso por América

Conferencia pronunciada por mons. Mariano Fazio, vicario auxiliar del Opus Dei, durante la segunda edición de Be Do Care, en Sao Paolo (Brasil), el día 10 de octubre de 2024.

ÍNDICE

  1. Llamada universal a la santidad, en medio del mundo, en todos los ámbitos sociales
  2. Unidad de vida
  3. Formación en doctrina social de la Iglesia
  4. Sentido de responsabilidad
  5. Amor a la libertad, pluralismo
  6. Capacidad de diálogo
  7. Espíritu de servicio. Gobernar es servir
  8. Compasión y acción

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1. Llamada universal a la santidad, en medio del mundo, en todos los ámbitos sociales

El mensaje que san Josemaría había recibido de Dios el 2 de octubre de 1928 se centraba en la llamada a la santidad en medio del mundo a través del trabajo profesional y de las circunstancias ordinarias del cristiano. Todos los cristianos están llamados a la santidad en virtud del bautismo, y para la inmensa mayoría de los hombres no se requiere “salirse de su sitio” para tender hacia ella. El mundo —la vida corriente, con sus ámbitos característicos del trabajo profesional, la familia y los deberes de estado en la sociedad civil— es el habitat donde el cristiano se identifica con Cristo. La santificación de la vida ordinaria exige el auxilio de la gracia y de la relación personal con Dios. Al mismo tiempo, la vida espiritual misma necesariamente se inserta y hace referencia a las circunstancias normales del existir en medio del mundo.

El Señor espera que nos santifiquemos y hagamos apostolado en el seno de nuestra familia, en nuestro lugar de trabajo, en los círculos de amistades, en las iniciativas sociales en las que estamos metidos, en nuestro pueblo, ciudad, región y país. Siempre con una visión universal, católica, que nos hace ver con los ojos de la fe que el influjo que podemos tener en nuestro ambiente puede llegar hasta los confines del mundo. Pero hay que empezar por lo que tenemos al alcance de la mano. Si no aprovechamos nuestras circunstancias inmediatas, caeríamos en visiones imaginarias que impedirían toda fecundidad apostólica.

Pongamos un ejemplo literario. En Casa desolada, una de las mejores novelas salidas de la pluma de Charles Dickens, hay un personaje grotesco: Mrs. Jellyby. Esta señora representa a aquellas personas que están obsesionadas por ayudar a todo el mundo —cuanto más lejos de sus circunstancias vitales esté ese mundo, mejor— pero se olvidan de que tienen personas necesitadas junto a sí, muchas veces en su misma casa, en su comunidad de vecinos o en su propia ciudad.

Mrs. Jellyby dedica todas las horas del día a escribir cartas, contestarlas, organizar reuniones con el fin de ayudar a una misión en África: Borrioboola-Gha. Es madre de familia numerosa, pero sus hijos viven en medio del desorden y de la suciedad. Nadie se ocupa de ellos, y cuando reclaman la atención de su madre, ésta les reprocha que «no se interesan de los grandes problemas del mundo». En el fondo, según Mrs. Jellyby, sus hijos son unos egoístas. También su marido es víctima de la preocupación por la misión africana de su esposa. Vive aislado, en medio de problemas financieros terribles, sin nadie que se preocupe por él. Mrs. Jellyby se desentiende de los problemas familiares, porque su preocupación radica en los pobres africanos que tienen tantas necesidades materiales y espirituales. Preocupación, por otro lado, ingenua, pues se dedica a tejer abrigos de lana, que poco uso tendrían en los calores tropicales de África[1].

En realidad, la egoísta es ella: su celo por África es un escapismo para no enfrentar los problemas y necesidades ordinarios de todos los días: preparar la comida, limpiar la casa, mantener el orden en medio de una familia numerosa, cuidar a un hijo enfermo, consolar al que está triste, animar a la hija que tiene dificultades sentimentales, servir de apoyo a su marido en los momentos de crisis económica, mejorar la convivencia con sus vecinos, etc.

El Señor nos llama a santificar la vida ordinaria, incluidos todos los aspectos de la vida social, con un sano realismo sobrenatural. Queremos cambiar el mundo, pero hemos de comenzar por cambiar nuestro propio corazón y el ambiente que nos rodea. Para esta obra de santificación hay dos condiciones necesarias: que mostremos coherencia en nuestros actos con la fe que profesamos, y que nos formemos suficientemente para regirnos por los principios del Evangelio, que tanta luz echan sobre los caminos para alcanzar el bien común de la sociedad. Pasemos a analizar estas dos condiciones.

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2. Unidad de vida

En las circunstancias ordinarias seguramente hemos visto —en nuestra vida o en la de nuestros parientes, amigos o vecinos— incoherencias entre la moral natural o la doctrina cristiana y las actuaciones en la vida social de muchos católicos. Personas que no respetan las leyes de tránsito, que mienten en su declaración impositiva, que se hacen eco de calumnias infundadas o que simplemente tratan con desprecio a quienes ocupan un lugar más humilde en la escala social. Todo esto representa un obstáculo obvio para la búsqueda del bien común con sentido cristiano.

Hace ya muchos años, escribía el santo aragonés: «Es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad —parte de la virtud cardinal de la justicia— y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contri­buir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad»[2].

La llamada a la santidad en medio del mundo lleva, como una de sus consecuencias más importantes, a encarnar lo que san Josemaría llamaba “unidad de vida”. Las personas incoherentes en su actuación con su fe podrían ser calificadas de hombres o mujeres con una doble personalidad o, utilizando una palabra muy citada en los Evangelios, personas con doblez y engaño.

Concluye san Josemaría: «Es, pues, necesario imitar a Jesucristo para darlo a conocer con nuestra vida. Sabemos que Cristo se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida divina, para que —uniéndonos a Él— viviésemos individual y socialmente la vida de Dios»[3]. Nótese que se habla de vivir “socialmente” la vida de Dios.

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3. Formación en doctrina social de la Iglesia

Acabamos de ver cómo san Josemaría señalaba que la ignorancia es uno de los factores que explican la falta de compromiso social de los católicos. Junto a la unidad de vida, otra implicación de la llamada a la santidad en medio de las relaciones sociales es el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia. Citemos textualmente al santo aragonés: «Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro, en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían esas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos»[4]. Gracias a Dios, eso es ya una realidad en el Catecismo de la Iglesia Católica y en el Compendio de doctrina social de la Iglesia.

El papa Francisco también se hace eco de esta misma preocupación. En su encíclica Fratelli tutti expresa su pena por la confusión que tienen muchos cristianos en materias sociales, como los que apoyan nacionalismos cerrados, xenofobias y desprecios por el que es diferente. El remedio es la formación: «La fe, con el humanismo que encierra, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias, y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse. Para ello es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos»[5].

Quien desee impregnar las estructuras terrenales del espíritu de Cristo necesariamente debe formarse para no equivocar el camino. El Evangelio echa una luz intensa para comprender el proyecto de Dios sobre la organización social, la familia, la economía, la cultura. Benedicto XVI hablaba con frecuencia de los “principios no negociables” que el cristiano coherente debe defender para acercar este mundo lo más posible al proyecto divino sobre el mismo. Pero si hay principios “no negociables” también hay muchas cosas que son negociables, objeto de tratativas, de diálogo, de búsqueda de consensos, etc. Distinguir las cosas unidas esencialmente a la fe de las cosas opinables es fundamental para contribuir a la construcción de una sociedad cada vez más acorde a los planes de Dios. Y para distinguir correctamente hay que formarse bien.

San Josemaría no pretendía que todos los ciudadanos fueran profesionales de la política o de las ciencias sociales, pero auspiciaba que todos tuvieran «un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común de la sociedad, en la que vive cada uno, en unas circunstancias históricas determinadas; y también se puede exigir un mínimo de comprensión de la técnica —de las posibilidades reales, limitadas— de la pública administración y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica serena y constructiva ni opiniones sensatas»[6].

En Italia hay un dicho popular que dice así: Piove. Governo ladro! (Llueve. ¡Gobierno ladrón!). La crítica fácil, la protesta gratuita, las reivindicaciones desorbitadas, que están tan al orden del día en la vida política, en la opinión pública y en las redes sociales, en nada contribuyen a la búsqueda del bien común. Seguir el consejo de san Josemaría de formarnos bien y de procurar entender con empatía el mundo que nos circunda crearía un ambiente de paz, de justicia y de comprensión que sí ayudarían al bien social de la comunidad.

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4. Sentido de responsabilidad

En el Evangelio son numerosas las llamadas que el Señor dirige a sus discípulos para que tomen conciencia de la responsabilidad que les compete sobre el mundo. El cristiano ha de ser sal y luz, fermento en la masa. La parábola de los talentos, en la que el Señor nos pide hacer fructificar nuestras capacidades en servicio de nuestros hermanos se encuentra entre las más comentadas por la tradición de la Iglesia, pues es siempre un despertador para evitar la pasividad y la indolencia. La leemos en el capítulo XXV de san Mateo, en donde se encuentra también la descripción del Juicio Universal: el Señor pedirá cuenta estrecha de cómo nos hicimos cargo, de cómo fuimos responsables de nuestros prójimos, especialmente de los más necesitados.

La parábola del buen samaritano es otro despertador de nuestra responsabilidad para con todos. El papa Francisco comenta que «esta parábola es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. La parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. Al mismo tiempo, la parábola nos advierte sobre ciertas actitudes de personas que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana»[7].

Unidad de vida y formación en la doctrina —siempre fundamentadas en una vida espiritual sincera— fortalecerán nuestro sentido de responsabilidad social. Hay que dejar de lado la pasividad, la comodidad, y cargar sobre nuestros hombros este mundo nuestro, tan lleno de necesidades, de injusticias, de sufrimientos. «Vuestro amor a todos los hombres os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario todos deben ser oca­sión para hacer bien a las almas y facilitarles el cami­no hacia Dios»[8].

La principal manifestación del sentido de responsabilidad social radica en el cumplimiento de nuestras obligaciones de estado: trabajar bien, con toda la perfección de que seamos capaces, para prestar el servicio que nuestros conciudadanos esperan en justicia de nosotros; crear un ambiente familiar apto para formar en virtudes a los hijos, futuros ciudadanos responsables; respetar las leyes y los ordenamientos jurídicos válidos para que la convivencia sea ordenada y pacífica. Ahí nos espera el Señor, y así podremos contribuir eficazmente al bien común. Mons. Fernando Ocáriz se refería al carácter transformador del trabajo: «El trabajo santificado es siempre una palanca de transformación del mundo, y el medio habitual a través del cual se deberían producir los cambios que dignifican la vida de las personas, de modo que la caridad y la justicia empapen verdaderamente todas las relaciones. El trabajo así realizado podrá contribuir a purificar las estructuras de pecado, convirtiéndolas en estructuras donde el desarrollo humano integral sea una posibilidad real»[9].

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5. Amor a la libertad, pluralismo

El bien común implica crear las circunstancias para que cada persona pueda alcanzar su plenitud en la vida personal y de relación con los demás. Para ello es necesario garantizar amplios ámbitos de libertad. No es este el momento para detenernos en todos los aspectos de la libertad: solo señalamos que la plenitud de la vida humana es el Amor —con mayúscula, que se identifica con Dios—, y sin libertad no podremos amar.

En muchas sociedades contemporáneas la libertad sufre un menoscabo preocupante. A fuerza de imponer lo supuestamente “correcto” desde una perspectiva cerrada al espíritu, dicha libertad se ve limitada, y muchas personas caen en una espiral del miedo y el silencio para no quedar fuera de juego, como ha sucedido con la llamada cultura de la cancelación que están denunciando los rectores de algunas de las universidades más destacadas de los Estados Unidos. En algunas latitudes se imponen dictaduras de un signo o de otro, impregnadas de ideologías totalitarias, que impiden expresar los pensamientos que no coincidan con la doctrina oficial, bajo pena de prisión. Más grave aún son los intentos de negar la libertad religiosa a los ciudadanos, ejerciendo una persecución sistemática a los que no comparten el credo único oficial de una sociedad basada en el fundamentalismo. No se trata solo del fundamentalismo religioso: también el laicismo peca de totalitario cuando impide las manifestaciones públicas de una fe religiosa.

A san Josemaría le gustaba el aire limpio y el agua clara. Allí donde se niega la libertad, el ambiente social se llena de oscuridades y el agua que debería correr libérrima para saciar la sed de los ciudadanos se estanca y se pudre. Por eso, una de las características más sobresalientes de sus enseñanzas—y no solo en la dimensión social—era precisamente su amor a la libertad. Afirmaba con fuerza que hay un ámbito libérrimo en la persona humana en la que solo puede entrar el mismo interesado y Dios, y que siempre ha de ser respetado: la intimidad de las conciencias. El respeto irrestricto por el sagrario íntimo de las conciencias le llevaba a defender la libertad en materia religiosa. Mantuvo relaciones de auténtica amistad con personas de todo credo o sin credo alguno, y estaba dispuesto a dar la vida para defender la libertad de sus conciencias. Sostuvo un filial forcejeo con la Santa Sede para que permitieran que en el Opus Dei pudiera haber cooperadores no católicos, e incluso no cristianos. Se llenó de alegría con la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, del Concilio Vaticano II. Parafraseando la declaración magisterial, afirmaba: «Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios»[10].

Junto a la libertad religiosa, san Josemaría defendía la libertad de todos los cristianos para defender sus opiniones en las materias que Dios ha dejado al libre albedrío de los hombres. Fomentaba un clima vital abierto, en el que cada uno pudiera manifestarse sencillamente como era, y en el que se respetaran las opiniones de unos y otros. Detestaba la tiranía, «porque es contraria a la dignidad de la persona humana»[11], y manifestaba un gran respeto por el pluralismo en lo opinable, ya se tratase de temas políticos, sociales, económicos, culturales, deportivos: en definitiva, en el ancho mundo de lo no dogmático. Leemos en Surco: «Qué triste cosa es tener una mentalidad cesarista, y no comprender la libertad de los demás ciudadanos, en las cosas que Dios ha dejado al juicio de los hombres»[12].

En un artículo publicado en el diario ABCde Madrid el 2 de noviembre de 1969, san Josemaría se expresaba de este modo: «Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras —muchísimas— en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible. Porque no sólo es posible que yo me equivoque, sino que —teniendo yo razón— es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta»[13].

La responsabilidad traía consigo la obligación moral de intervenir en la vida de la sociedad, dejando allí una impronta evangélica, siempre en el respeto de las libres opciones temporales. «Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son —afirmaba en la célebre homilía del Campus de la Universidad de Navarra—: una llamada a que ejerzáis ¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciu­dadanos en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo, lo diré de un modo positivo, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social»[14].

La libertad en materias opinables forma parte esencial de su espíritu secular y laical. Aborrecía de la mentalidad de “partido único”, y reivindicaba para los cristianos la libertad de opinión y las decisiones responsables en sus actividades profesionales y sociales: «No hay dogmas en las cosas temporales. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar. Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo»[15].

Hay que añadir que, en nuestro autor, inseparable­mente unida a esta conciencia de la libertad del cristiano en lo temporal, estaba la obligación de la formación de la conciencia y también la afirmación del derecho-deber de la Jerarquía eclesiástica de pronunciar juicios morales sobre las realidades temporales cuando lo exigiera la fe y la moral cristianas[16].

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6. Capacidad de diálogo

El pluralismo social impulsado por san Josemaría im­plica que se instaure en la sociedad una “cultura del diálogo”. Precisamente al diálogo san Pablo VI dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam. El fun­dador del Opus Dei animaba a no discutir, sino a inter­cambiar pareceres, con caridad y respeto por la persona que opina de forma diversa de la nuestra. Para dialogar hace falta humildad: no somos dueños de la verdad y podemos —y debemos— aprender de los demás; hace falta caridad: nunca podremos maltratar a una persona por más que estemos seguros de que está equivocada; hace falta comprensión, es decir, ponernos en las cir­cunstancias de los demás. En definitiva, en el diálogo ejercitamos muchas virtudes cristianas que hacen más humana la sociedad en la que vivimos.

Para que el diálogo sea real, resulta clave permanecer fiel a la propia identidad. La inmensa mayoría de las cuestiones son opinables. A su vez, hay un núcleo de verdades —tanto de fe como de orden natural— en las que una persona de conciencia recta no puede ceder: se trata de la “santa intransigencia”, en expresión usada por san Josemaría, o de los “principios no negociables” de Benedicto XVI. Un punto de Surco citado anteriormente termina así: «Solo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia».[17] Defender con garbo esos puntos irrenunciables no significa ser fundamentalistas: es ser coherentes con nuestra conciencia humana y cristiana.

En una carta enviada a sus hijos el 21 de enero de 1966, san Josemaría se explayaba sobre el diálogo que todo cristiano ha de mantener en la sociedad, para hacerla más humana y, en consecuencia, más cristiana. Vamos a reproducir algunos pasajes de esta carta, pues considero que merece ser conocida y sobre todo aplicada en un ambiente de crispación como es el actual en el debate público, tanto en lo político como en lo cultural y religioso.

Como siempre, el modelo es la vida de Jesús, que mantuvo un diálogo ininterrumpido con todo tipo de personas. «Con la luz siempre nueva de la caridad, con un generoso amor a Dios y al prójimo, renovaremos, a la vista del ejemplo que nos dio el Maestro, nuestras ansias de comprender, de disculpar, de no sentirnos enemigos de nadie»[18]. Nuestra actitud ha de ser la de sembradores de paz y alegría en el mundo, amando y defendiendo la libertad de las almas, ganada y respetada por el mismo Señor.

San Josemaría concebía como finalidad propia del Opus Dei —pero podemos aplicarla a todos los cristianos— «extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a todos los hombres al respeto de los derechos de la persona»[19].

El fundador describe un panorama poco alentador de los tiempos que le habían tocado vivir, que son muy similares a los nuestros: se habla mucho de paz, pero la paz brilla por su ausencia; se habla de democracia e igualdad, pero hay castas cerradas e impenetrables; se clama por la comprensión, pero no se vive, tampoco entre los cristianos. «Son momentos, en los que los fanáticos e intransigentes —incapaces de admitir razones ajenas— se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. Nos ha llamado (el Señor), en fin, cuando se oye hablar mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda darse mayor desunión, no ya entre los hombres en general, sino entre los mismos católicos»[20].

San Josemaría aborda un tema central en la actuación de los cristianos en la plaza pública: fidelidad a la doctrina —que llama, como hemos visto, “santa intransigencia”— y acogida y respeto por todas las personas, también las que se encuentran en el error: es la “santa transigencia”. Y aclara: «Es preciso, sin embargo, que enseñéis a mucha gente a practicar esta doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear»[21].

Los cristianos no podemos transigir con las verdades de fe. El depósito de la Revelación no nos pertenece. Si se hicieran los cambios en la doctrina que muchos pretenden, con la buena intención de que todos nos pusiéramos de acuerdo, saldría una especie de religión vaga y sentimental, que ya no sería sal y luz. El cristiano ha de defender lo que la Iglesia enseña en materia de fe y costumbres «con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance»[22].

La fidelidad a la verdad no nos puede llevar al deseo de aniquilar al que se equivoca, o a dejarnos arrastrar por la ira o a caer en el fanatismo. No se trata de ser un “martillo de herejes”. Hay que distinguir entre el error y la persona equivocada. Pero en el error mismo se debe rescatar la parte de verdad que conlleva. «Las ideas malas no suelen ser totalmente malas; tienen ordinariamente una parte de bien, porque si no, no las seguiría nadie. Tienen casi siempre una chispa de verdad, que es su banderín de enganche; pero esa parte de verdad no es de ellas: está tomada de Cristo, de la Iglesia; y por tanto son esas ideas buenas —que están mezcladas con el error— las que han de venir detrás de los cristianos, que poseen la verdad plena: no hemos de ser nosotros los que vayamos detrás de ellas»[23].

La “santa transigencia” nos lleva a convivir con todos, a dialogar con todos. «Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Esta es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata solo de admitir, como un mal menor e inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error. Se trata también de ceder, de transigir en todo lo nuestro, en lo opinable, en aquello que —no tocando lo esencial— podría ser motivo de discrepancia. Se trata, en fin, de limar asperezas, donde puedan limarse, para crear una plataforma de entendimiento, que facilite la luz a los equivocados»[24].

Si faltara este talante abierto, haríamos un mal servicio a la verdad, como los que «convierten su vida en una perpetua cruzada, en una constante defensa de la fe, pero a veces se obcecan, olvidando que la caridad y la prudencia deberían regir esos buenos deseos, y se hacen fanáticos. A pesar de su recta intención, el gran servicio que quieren prestar a la verdad se desnaturaliza, y acaban haciendo más mal que bien, defendiendo quizá su opinión, su amor propio, su cerrazón de ideas. Como el hidalgo de la Mancha, ven gigantes donde no hay más que molinos de viento; se convierten en personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír»[25].

Lejos de esta actitud, la conducta del cristiano en el debate público está presidida por la caridad, que tiene, entre otras características, la delicadeza en el trato, la buena educación, el amor a la libertad ajena, la cordialidad, la simpatía. Por otro lado, no podemos limitarnos a hablar o a dar buen ejemplo: «es menester también que escuchéis, que estéis dispuestos a entablar un diálogo franco y cordial con las almas que deseáis acercar a Dios»[26].

San Josemaría impulsa a comprender a todos, a ir del brazo con todos, a trabajar juntos también con las personas que están en otra sintonía ideológica. Para acercar a estas personas a la verdad es necesario fortalecer nuestra formación doctrinal y regarlo todo con la caridad de Cristo. «¿Contra quién estamos? Contra nadie. No puedo querer al diablo, pero a todos los que no sean el diablo —por malos que sean o parezcan— los quiero bien. No me siento ni me he sentido nunca contrario a nadie; rechazo las ideas que van contra la fe o contra la moral de Jesucristo, pero al mismo tiempo tengo el deber de acoger, con la caridad de Cristo, a todos los que las profesen»[27].

En 1974 san Josemaría realizó una visita pastoral por algunos países de América del Sur. En Argentina había un ambiente tenso, de desunión nacional y de violen­cia fratricida. Sus palabras en voz alta resonaron en los corazones de miles de argentinos que estaban sufriendo esa situación, y que bien pueden aplicarse a muchas cir­cunstancias de la actualidad: «Que sembréis la paz y la alegría por todos lados; que no digáis ninguna palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas, sembradores de paz y alegría»[28].

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7. Espíritu de servicio. Gobernar es servir

La palabra servicio no goza de demasiada popularidad. En cambio, la palabra poder se presenta como algo apetecible. Este hecho quizá pone de manifiesto que vivimos en un mundo secularizado, que ha olvidado que reinar es servir. Por lo menos esta fue siempre la visión cristiana de la autoridad. Quien ocupa un puesto de responsabilidad en la sociedad —un gobernante, una profesora universitaria, un padre de familia, etc.—ha de ser consciente de que está allí para servir a sus súbditos, a sus alumnos, a los miembros de su familia. Con frecuencia vemos lo contrario: se considera que quien ejerce el poder tiene la posibilidad de servirse a sí mismo. Ve el poder como una propiedad personal desde la cual medrar. De ahí surgen fenómenos tan difundidos en los cinco continentes como la corrupción política y económica, la arbitrariedad, los deseos de perpetuarse en el poder. La historia y la literatura —pensemos en tantos reyes de las obras de Shakespeare, como Macbeth o Ricardo III— lo demuestran sobradamente. Gracias a Dios, también hay numerosos ejemplos de personas que ejercen el poder con autoridad moral, con suavidad, con respeto, con espíritu de servicio: honran el nombre de “ministros”, palabra que viene del latín “ministrare”, es decir, servir.

Una de las características que san Josemaría señala con más frecuencia para la santificación todas las dimensiones sociales es precisamente el espíritu de servicio. Toda tarea humana honesta tiene como finalidad intrínseca el servicio a los demás. Sirve tanto el médico como el ama de casa, el barrendero municipal como la investigadora o el empleado bancario. El servicio no es algo añadido al trabajo humano. «Vamos a pensar despacio qué hay en la entraña de nuestra labor profesional. Os diré que es una sola intención: servir. Porque en el mundo, ahora, la importancia de la misión social de todas las profesiones está clara: hasta la caridad se ha hecho social, hasta la enseñanza se ha hecho social»[29].

Escrivá se refería al deseo sobrenatural de servir a Dios y a las almas que ha de reinar en los corazones de todos los cristianos, y que tiene también una dimensión humana: «tratar de lograr la perfección cristiana en el mundo limpiamente, con vuestra libérrima y responsable actuación en todos los campos de la actividad ciudadana. Un servicio abnegado, que no envilece, sino que educa, que agranda el corazón —lo hace romano, en el sentido más alto de esta palabra— y lleva a buscar el honor y el bien de las gentes de cada país: para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes, menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más caridad y más paz»[30].

El espíritu de servicio lleva necesariamente a pensar en los demás, a vivir esa clave antropológica cristiana, señalada en el n. 24 de la Gaudium et spes: la persona humana se realiza en el don sincero de sí. En el entramado de las relaciones sociales es donde ejercemos esa entrega a los demás. «La actuación de cada uno de nosotros, hijos es personal y responsable. Debemos procurar dar buen ejemplo ante cada persona y ante la sociedad, porque un cristiano no puede ser individualista, no puede desentenderse de los demás, no puede vivir egoístamente, de espaldas al mundo: es esencialmente social, miembro responsable del Cuerpo Místico de Cristo»[31].

De acuerdo con su visión, si en la sociedad prima el espíritu de servicio, la transformación del mundo —siempre conscientes de las humanas limitaciones— será una realidad. «Nuestra labor apostólica contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de toda la gran familia humana, que está dirigida por voluntad de Dios a la perfección»[32]. San Josemaría es un maestro a la hora de ampliar horizontes: aunque nuestra tarea en la sociedad sea aparentemente ínfima o de poca importancia a los ojos humanos, podemos cambiar el mundo precisamente desde allí.

Si todos los ámbitos sociales constituyen una oportunidad para contribuir al bien común, para servir, es evidente que algunos de ellos son estratégicos. San Josemaría señala en particular el servicio público, la actividad política. «En todos los campos donde los hombres trabajan os habéis de hacer presentes también vosotros, con el maravilloso espíritu de servicio de los seguidores de Jesucristo, que no vino a ser servido sino a servir: sin abandonar imprudentemente —sería error gravísimo— la vida pública de las naciones, en la que actuaréis como ciudadanos corrientes, que eso sois, con libertad personal y con personal responsabilidad»[33]. E insiste: «La presencia leal y desinteresada en el terreno de la vida pública ofrece posibilidades inmensas para hacer el bien, para servir: no pueden los católicos (…) desertar ese campo, dejando las tareas políticas en las manos de los que no conocen o no practican la ley de Dios, o de los que se muestran enemigos de su Santa Iglesia»[34].

Siguiendo una larga tradición de filosofía política y de doctrina social, cuyos representantes más eximios son Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, Escrivá ofrece una definición de la actividad política: «Política, en el sentido noble de la palabra, no es sino un servicio para lograr el bien común de la Ciudad terrena. Pero este bien tiene una extensión muy grande y, por consiguiente, es en el terreno político donde se debaten y se dictan leyes de la más alta importancia, como son las que conciernen al matrimonio, a la familia, a la escuela, al mínimo necesario de propiedad privada, a la dignidad —a los derechos y los deberes— de la persona humana»[35].

En los textos de filosofía política clásicos es habitual encontrar apartados dedicados a las virtudes del gobernante. Son numerosos los textos de san Josemaría en el que recoge una serie de consejos para gobernar bien en vistas al bien común. Por ejemplo, saber repartir responsabilidades, sin acaparar el poder en una sola persona (cfr. Surco 972); rodearse de personas doctas y rectas moralmente, y no de mediocres para querer sobresalir (cfr. Surco, 968); tomar las decisiones escuchando a los colaboradores, para evitar visiones unilaterales (cfr. Surco 392); nunca juzgar o hablar con ligereza sobre personas o temas que el gobernante desconoce (cfr. Surco 397); tener la convicción de que quien gobierna no lo sabe todo y debe aprender de los demás (cfr. Surco 388).

En una carta fechada en 1959 y dirigida a los miembros del Opus Dei, daba una serie de indicaciones que no obedecían a sus ideas políticas personales, sino a la doctrina social de la Iglesia: «Cuando hayáis de participar en tareas de gobierno, poned todo el empeño en dictar leyes justas, que puedan cumplir los ciudadanos. Lo contrario es un abuso de poder y un atentado a la libertad de la gente: deforma sus conciencias, además, porque —en esos casos— tienen perfecto derecho a dejar de cumplir esas leyes que solo lo son de nombre»[36].

Al mismo tiempo, no era suficiente dictar buenas leyes, sino hacer partícipes a todos los ciudadanos del bien común, y en particular a los más débiles: «Respetad la libertad de todos los ciudadanos, teniendo en cuenta que el bien común debe ser participado por todos los miembros de la comunidad. Dad a todos la posibilidad de elevar su vida, sin humillar a unos, para levantar a los demás; ofreced, a los más humildes, horizontes abiertos para su futuro: la seguridad de un trabajo retribuido y protegido, el acceso a la igualdad de cultura, porque esto —que es justo— llevará luz a sus vidas, cambiará su humor y les facilitará la búsqueda de Dios y de realidades más altas»[37].

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8. Compasión y acción

Una de las características más presentes en la cultura contemporánea es el rechazo a todo tipo de discriminación. Es algo muy positivo desde una mirada cristiana, aunque con dolor comprobamos que muchas veces se sigue discriminando a distintos grupos de personas, sobre todo a los más débiles o a quienes tienen capacidades diferentes. A estos grupos se suman los que consideran que hay verdades objetivas, o quienes piensan que esta vida tiene sentido, o los que se atreven a profesar su fe públicamente: no es raro que esas personas —muchos de los lectores de este libro, supongo— sean tachadas de fundamentalistas, incapaces de dialogar con quien piensa distinto o que constituyen un peligro para la democracia.

Recientemente, un documento de la Santa Sede ha reafirmado la dignidad de toda persona: «Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos»[38].

Con el fin de aclarar posibles malentendidos sobre el término dignidad, el documento explica que se pueden distinguir cuatro dimensiones de la misma: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y dignidad existencial. La primera dimensión es la más importante. La dignidad ontológica «corresponde a la persona como tal por el mero hecho de existir y haber sido querida, creada y amada por Dios. Esta dignidad no puede ser nunca eliminada y permanece válida más allá de toda circunstancia en la que pueden encontrarse los individuos»[39]. La dignidad moral se refiere al ejercicio de la libertad por parte de la persona humana. Muchas veces hacemos un mal uso de la libertad, y en ese caso nos comportamos de un modo “no digno” de la persona humana. «La historia nos atestigua que el ejercicio de la libertad contra la ley del amor revelada por el Evangelio puede alcanzar cotas incalculables de mal infligido a los otros. Cuando esto sucede, nos encontramos ante personas que parecen haber perdido todo rastro de humanidad, todo rastro de dignidad. A este respecto, la distinción introducida aquí nos ayuda a discernir con precisión entre el aspecto de la dignidad moral, que de hecho puede “perderse”, y el aspecto de la dignidad ontológica que nunca puede ser anulada. Y es precisamente en razón de esta última que se deberá trabajar con todas las fuerzas, para que todos los que han hecho el mal puedan arrepentirse y convertirse»[40].

La dignidad social hace referencia a las condiciones de vida de una persona. Se puede afirmar que hay vidas “indignas” porque sus circunstancias sociales no respetan la dignidad ontológica de la que goza toda persona. Hablar de una “vida indigna” «no indica en modo alguno un juicio hacia la persona, al contrario, quiere destacar el hecho de que su dignidad inalienable se contradice por la situación en la que se ve obligada a vivir»[41]. Por último, la dignidad existencial: «con esta expresión nos referimos a situaciones de tipo existencial: por ejemplo, al caso de una persona que, aun no faltándole, aparentemente, nada de esencial para vivir, por diversas razones, le resulta difícil vivir con paz, con alegría y con esperanza. En otras situaciones es la presencia de enfermedades graves, de contextos familiares violentos, de ciertas adicciones patológicas y de otros malestares los que llevan a alguien a experimentar su propia condición de vida como “indigna” frente a la percepción de aquella dignidad ontológica que nunca puede ser oscurecida Las distinciones aquí introducidas, en todo caso, no hacen más que recordarnos el valor inalienable de esa dignidad ontológica enraizada en el ser mismo de la persona humana y que subsiste más allá de toda circunstancia»[42].

San Juan Pablo II, desde una perspectiva personalista, subrayaba que «la persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor»[43]. Y Francisco añade: «El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos»[44].

San Josemaría, siguiendo el ejemplo de Jesucristo crucificado, decía que todo cristiano debía abrir los brazos de par en par, para abrazar a todas las almas. Consideraba que toda persona tenía un valor infinito, pues «valemos toda la sangre de Cristo». Utilizando la terminología del documento que acabamos de citar, podemos afirmar sin equivocarnos que, tanto en su vida como en su doctrina, vivía con todas sus consecuencias el respeto a la dignidad de la persona humana en sus cuatro dimensiones. Dignidad ontológica que le llevaba a defender la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, en un apostolado constante en un contexto cultural donde ya estaba muy desarrollada la mentalidad anti-vida; dignidad moral, que le llevaba a buscar al pecador para acercarlo a las fuentes de la gracia, incluso llegando hasta las puertas del infierno; dignidad social, despertando las conciencias de todas las personas de buena voluntad para promover el desarrollo de todos, en especial de los más pobres, y alcanzar un nivel de vida concorde con la dignidad de hijos de Dios; y, por último, la dignidad existencial, por su constante preocupación por acompañar a las personas solas, consolar a los enfermos, predicar la paz familiar, etc.

A la actitud personal de san Josemaría se unía sus ansias de infundir en sus hijos espirituales y en todas las personas a las que llegaba su predicación, la responsabilidad de colaborar en la solución de los problemas sociales. Si un primer paso es la “compasión” ante el débil, el pobre, el discriminado, el siguiente paso ha de ser la “acción”: el cristiano —y toda persona de buena voluntad—, no puede quedarse cruzada de brazos frente a las injusticias sociales. Su amor a Cristo, a quién veía en los pobres, lo impulsaba a buscar medios para revertir las situaciones de pobreza y miseria de tantas personas en los cinco continentes. Consideraba que, si la vida espiritual era auténtica, necesariamente debía desembo­car en la cercanía a las personas que sufren. De otra manera, se caería en una religiosidad subjetivista, que encerraría una comodidad ajena al espíritu de Cristo[45]. «No se ama la justicia —escribía en una homilía dedicada a san José—, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan, se puede decir que quien afirma que es justo con Dios, pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él»[46].

Respetando el legítimo pluralismo que existe a la hora de encontrar las soluciones técnicas para resolver las emergencias sociales, no dejaba de recordar a todos que parte central del Evangelio es la predilección por los pobres y enfermos, que deben gozar de los mismos derechos de los demás hombres. Sin medias tintas, afirmaba a mediados del siglo pasado: «En estos tiempos de confusión, no se sabe lo que es derecha, ni centro, ni izquierda, en lo político y en lo social. Pero si por izquierda se entiende conseguir el bienestar para los pobres, para que todos puedan satisfacer el derecho a vivir con un mínimo de comodidad, a trabajar, a estar bien asistidos si se ponen enfermos, a distraerse, a tener hijos y poderles educar, a ser viejos y ser atendidos, entonces yo estoy más a la izquierda que nadie. Naturalmente, dentro de la doctrina social de la Iglesia, y sin compromisos con el marxismo o con el materialismo ateo; ni con la lucha de clases, anticristiana, porque en estas cosas no podemos transigir»[47].

Para san Josemaría hay exigencias de justicia ineludibles, y se deben buscar todos los medios idóneos para que se respeten. A su vez, en su visión social impregnada por el amor de Cristo, consideraba que la justicia sola no basta. «Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo: Dios es amor (…). Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer. Y no son muchos los que perseveran hasta el fin. Algunos se conforman con acercarse a los umbrales: prescinden de la justicia y se limitan a un poco de beneficencia que califican de caridad. (…) La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige siempre el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo (…); pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: “llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo”. Entonces sí, ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús»[48].

A lo largo de su vida, el fundador del Opus Dei alentó innumerables iniciativas en servicio de los más necesitados: institutos de formación profesional, dispensarios médicos, escuelas agrarias, centros de formación para empleadas del hogar, etc. A su vez, no tenía una mentalidad “asistencialista”: había que poner en manos de los más necesitados los instrumentos necesarios para que pudieran salir adelante por ellos mismos, respetando su dignidad. Eso implicaba darles formación humana y profesional, sin olvidar la formación espiritual, porque entonces como ahora —es una denuncia del papa Francisco— «la peor discriminación que sufren los pobres es su falta de atención espiritual»[49]. Lo decía el mismo san Josemaría: «Hijos de mi alma, no olvidéis que la miseria más triste es la pobreza espiritual, la carencia de la doctrina y de la participación en la vida de Cristo»[50].

También impulsó universidades y escuelas de negocios en los que se procura fomentar la responsabilidad social y el espíritu de servicio, para poner esa formación de altura al servicio del bien común. Procuró que las personas más educadas y con mayores posibilidades económicas afinaran su sensibilidad social, producto no tanto de unos principios de filosofía política o económica, sino de una mentalidad que se amolda a los sentimientos del Corazón de Cristo: «Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tan­to, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»[51].

No podemos conformarnos con resolver los proble­mas personales y familiares. Son prioritarios, pero han de constituir la plataforma para lanzarnos “mar adentro” a buscar a todos los hombres, a llevar el mensaje de Cristo a cada uno y a cada una. «La caridad de Cristo —escribe san Pablo— nos urge» (2 Cor 5,14). Y el amor implica entrega, salir de uno mismo, don sincero de sí. Con otras palabras, lleva a complicarnos la vida. En Ve­nezuela, en una de esas reuniones multitudinarias que mantuvo con todo tipo de personas, contestando a una pregunta sobre la educación de los hijos en relación con los bienes materiales, san Josemaría señaló:

«Yo les pasearía un poco... por esos barrios que hay alrededor de la gran ciudad de Caracas. Les pondría la mano delante de los ojos, y después la quitaría para que vieran las chabolas, unas encima de otras: ¡y ya les has contestado! Que sepan que el dinero lo tienen que aprovechar bien; que han de saberlo administrar, de modo que todos participen de alguna manera de los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad. Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: yo no sé si soy bueno, porque nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo; no he tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un céntimo; no me he encontrado en medio de la calle, tendido sin un cobijo... No sé si soy un hombre honrado: ¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido todo eso? Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilo en la vejez y en la enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente la caridad y la justicia»[52].

* * *

El cristiano que, coherente con el Evangelio y bien formado en la doctrina social, procura influir en la comunidad, con responsabilidad social, respeto a la libertad de los demás, capacidad de diálogo, espíritu de servicio y compasión activa por los más pobres, es un generador de cambios positivos. Como los círculos concéntricos que produce la piedra echada en el agua, su influjo llegará hasta los últimos confines de la tierra. Si hay muchos cristianos así, habrá razones para esperar en un mundo mejor, con más amor, comprensión, paz, perdón. No caigamos en la utopía, pues la presencia del mal siempre estará presente hasta el fin de los tiempos. Pero es nuestra responsabilidad aportar nuestra contribución para hacer más cristiana —y, en consecuencia, más humana— la convivencia social.

Hace pocas semanas vi en los estantes de una librería de Yaoundé, capital de Camerún, un libro que se titulaba así: Le pire n’est pas encore arrivé (Lo peor todavía no ha llegado). Como título es poco entusiasmante. Con las certezas que nos da la fe, podemos afirmar que, si somos fieles a nuestra vocación de ciudadanos cristianos en medio del mundo, lo mejor todavía no ha llegado. Todo depende al mismo tiempo de Dios y de nuestra correspondencia libre y responsable a la gracia divina.

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[1] Cfr. Ch. DICKENS, Casa desolada, Montesinos, Madrid 2018.

[2] Carta n. 3, 46a, en Cartas I, Edición crítica y anotada por Luis Cano, Rialp, Madrid 2020.

[3] Carta n. 3, 29b, en ibidem.

[4] Carta n. 3, 45b, en ibidem.

[5] FRANCISCO, Encíclica Fratelli tutti, 3-X-2020, n.86.

[6] Carta n. 3, 46c, en Cartas I, cit.

[7] FRANCISCO, Fratelli tutti, n. 68.

[8] Carta, 15-X-1948, n. 28.

[9] F. OCÁRIZ, Conferencia “Agrandar el corazón”, 22 de enero de 2023.

[10] Amigos de Dios, 32

[11] Conversaciones, 53

[12] Surco, 313

[13] Artículo Las riquezas de la fe, ABC, 2-XI-1969

[14] Conversaciones, 104

[15] Las riquezas de la fe, ABC 2-XI-1969

[16] Cfr. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La formazione della coscienza in materia sociale e politica secondo gli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá, en Romana, Enero-Junio 1991, 162-181

[17] Surco, 275.

[18] Carta n. 4, 3a, en Cartas I, cit.

[19] Ibidem, 3c.

[20] Ibidem, 4c.

[21] Ibidem, 6d.

[22] Ibidem, 8c.

[23] Ibidem, 11a.

[24] Ibidem, 12a.

[25] Ibidem, 12e y d.

[26] Ibidem, 13e.

[27] Ibidem, 24 b, c y d.

[28] Notas de una reunión familiar, 15-VI-1974 (Archivo General de la Prleatura, en adeante AGP, biblioteca, PO4, vol. II, 482).

[29] Carta n.3, 26b.

[30] Carta n.8, 1b, en Cartas II, edición crítica y anotada, preparada por Luis Cano, Rialp, Madrid 2022.

[31] Ibidem, 37d.

[32] Ibidem, 38a.

[33] Ibidem, 40, e.

[34] Ibidem, 41a.

[35] Ibidem, 42a.

[36] Carta n, 29, 52, en www.escriva.org.

[37] Ibídem.

[38] Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana, 8-IV-2024, n. 1

[39] Ibidem, n. 7.

[40] Ibidem.

[41] Ibidem, n. 8.

[42] Ibídem.

[43] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 199.

[44] FRANCISCO, Fratelli tutti, n, 94.

[45] Cfr. SCHLAG, M., voz Promoción y desarrollo, en el Diccionario…, cit., 1026.

[46] Es Cristo que pasa, 52.

[47] Instrucción, V-1935/14-IX-1950, nota 146.

[48] Amigos de Dios, 172-173

[49] FRANCISCO, Evangelii gaudium, 200.

[50] Cartan. 29, 52.

[51] Es Cristo que pasa, 167

[52] Notas de una reunión familiar, 9-II-1975 (AGP, Biblioteca, P04, 1975, vol. III, 83-84).



Mariano Fazio