Años de juventud de Álvaro del Portillo

Desde muy joven Álvaro se preocupó por la pobreza moral y material. No era una preocupación teórica. Supo dedicar tiempo a dar catequesis en barrios periféricos de Madrid y atender a niños sin nada ni nadie, que vivían en la calle esperando que alguien se ocupara de ellos.

Años de juventud de Álvaro del Portillo

Un carácter esculpido

Álvaro tenía un modo de ser enérgico, unido a una gran afabilidad. Su temple era cosa conocida en la familia, y fue pronto detectado también por sus profesores. En uno de los informes pedagógicos enviado a los padres, se indicaba que el carácter de Álvaro “se dibuja algo brusco". Su padre, al leerlo, comentó: “¿Cómo que se dibuja? ¡Se esculpe!"

Esa determinación, compatible con una cierta timidez, o al menos con un escaso interés por el protagonismo, estuvo siempre acompañada de una gran bondad.

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. P. 53

Apuros económicos familiares

Inicios de los años 30. Álvaro tiene dieciocho, diecinueve años. Al revés económico sufrido por la familia materna como consecuencia de la revolución mexicana, se unió la pérdida de otros bienes por línea paterna, a causa de la crisis financiera. Álvaro afrontó los apuros familiares con serenidad y sin amarguras.

A la vez, se sintió espoleado en el deber de ayudar económicamente a sus padres y decidió presentarse cuanto antes al examen de ingreso en la Escuela de Ingenieros de Caminos, probar también en la de Ingeniería de Minas y, simultáneamente, comenzar la carrera de Ayudante de Obras Públicas —que era de grado inferior, y por eso más breve—, porque le permitiría ganar un sueldo en poco más de dos años y, de este modo, pagarse los estudios de Ingeniería y llevar dinero a casa.

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. Págs. 69-70

Con la cabeza vendada

Las elecciones generales de noviembre de 1933 en España dieron la victoria a una coalición de partidos de derechas. Ese hecho impulsó a grupos radicales a fomentar aún más la inestabilidad social. Siguieron meses de huelgas, algaradas, insurrecciones, motines y ataques a personas e instituciones católicas. Hacía falta tener un gran valor y mucho espíritu de caridad para meterse en barrios como el de Vallecas con el fin de promover una labor social de carácter cristiano. Álvaro había pedido colaborar en las actividades que llevaban a cabo las Conferencias de San Vicente y, con otros jóvenes universitarios, comenzó a ir a los barrios más pobres de Madrid, para ayudar en lo que hiciera falta y dar catequesis a los niños.

El domingo 4 de febrero de 1934, Álvaro estaba dando una clase de Catecismo en la parroquia de San Ramón, en Vallecas. Cuando terminó, le dijeron que unos cuantos agitadores de la zona se habían organizado para propinar «una paliza fenomenal a cuatro o cinco que íbamos a dar la catequesis».

«Me dieron con una llave inglesa en la cabeza. Me salvé de consecuencias aún mayores porque la agresión fue cerca de una boca de Metro y tuve la posibilidad de escapar y de entrar en la estación en el mismo momento en que llegaba un tren, en el que me pude meter —con el abrigo ensangrentado— perseguido por los que me atacaron, que llegaron justo detrás de mí, cuando la puerta automática del Metro se había cerrado: por eso, quizá, no me mataron»

Cuando llegó a casa, sus padres estaban fuera. Para no alarmar a sus hermanos, no les explicó lo sucedido: comentó que se había caído en la calle. La empleada doméstica, Mercedes, al ver la gravedad de la situación, le acompañó a un centro de primeros auxilios, donde le atendieron deficientemente. Como consecuencia, se le infectó la herida, y tuvo unos dolores y unas curas de enorme sufrimiento. El médico que se ocupó de él, en las semanas siguientes, comentó varias veces a su madre: «¡Vaya hijo más valiente tiene Vd.! ¡No se queja nunca!».

Tuvo que ir a la Escuela de Ingenieros con la cabeza vendada. Sus compañeros supieron que por sus convicciones religiosas había sido agredido por un grupo de extremistas.

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. Págs. 78-80

Con los niños de la calle

Otro episodio de los inicios de los años 30, tuvo lugar junto al Arroyo del Abroñigal. Lo relata Manuel, un amigo de Álvaro. Habían acudido para visitar a varias personas que vivían en chabolas, y se encontraron «con que una de aquellas familias había tenido un altercado. La policía había detenido a los padres y los había encarcelado, dejando a sus cuatro hijos pequeños solos, abandonados en la chabola. Los pobres chicos —uno tenía solo un año— estaban sin saber qué hacer: no tenían comida y tiritaban de frío».

Llevaron los niños a la comisaría de policía, pero estaba cerrada; entonces dieron dinero a un vecino para que se ocupase de ellos hasta el día siguiente, en que volverían para dirigirse de nuevo a la comisaría. Pero los guardias no tenían intención de ocuparse del asunto, de modo que tuvieron que acudir a una institución benéfica: el asilo de Santa Cristina, que estaba en la ciudad universitaria. Algunos de los niños eran tan pequeños que no sabían andar todavía. Manuel escribió: «Tengo grabada en la memoria la imagen de Álvaro, con uno de aquellos pobres niños entre los brazos, por las calles de Madrid, dirigiéndose al Asilo».

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. Págs. 77-78

Intentos fallidos para conocer a san Josemaría

Un día de marzo de 1935, mientras se dirigía con Manuel y otros amigos a visitar a una familia pobre de los barrios de la periferia madrileña, la conversación recayó sobre don Josemaría y el apostolado que desarrollaba en Madrid.

Los jóvenes hablaban de aquel sacerdote con entusiasmo. Manuel invitó a Álvaro a conocerlo en la Residencia DYA. La respuesta fue inmediata: «Ah, pues voy, me dijo». En aquella ocasión, el Fundador y Álvaro conversaron solo algunos minutos. Acordaron una entrevista, pero un inconveniente impidió que se vieran en la fecha establecida, sin que san Josemaría pudiera advertirle.

Después de este intento, Álvaro se dedicó a sus múltiples quehaceres y no volvió buscar a san Josemaría hasta tres meses más tarde, una vez finalizado su primer curso de Ingeniero de Caminos. Cuando a principios de julio se disponía a salir de Madrid para pasar las vacaciones con su familia, se acordó de aquel sacerdote con quien solo había hablado unos minutos en marzo, y decidió ir a la Residencia para despedirse hasta después del verano. Aquel encuentro fue decisivo. Álvaro tenía veintiún años y estaba preparado para escuchar la llamada de Dios.

"Álvaro del Portillo, un hombre fiel", Javier Medina. Ed. Rialp, Madrid 2012. Págs. 83-86