Comenzar es de muchos; acabar, de pocos, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como hijos de Dios. No lo olvidéis: sólo las tareas terminadas con amor, bien acabadas, merecen aquel aplauso del Señor, que se lee en la Sagrada Escritura: mejor es el fin de la obra que su principio. (…)
Muchos cristianos han perdido el convencimiento de que la integridad de Vida, reclamada por el Señor a sus hijos, exige un auténtico cuidado en realizar sus propias tareas, que han de santificar, descendiendo hasta los pormenores más pequeños.
No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él. Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable.
Si os fijáis, entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay una que en cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación, cuajada de acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la multitud al presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit, todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto. (Amigos de Dios, 55-56)