Trabajo y Sinceridad

Presentamos la homilía que pronunció en la Catedral de Bogotá, Monseñor Hernán Salcedo, Vicario Regional del Opus Dei en Colombia con ocasión de la fiesta de San Josemaría Escrivá el pasado 27 de Junio de 2009.

Algunos de los asistente a la Misa de San Josemaría

El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer; y además, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara (Gn 2, 14-15). Con estas palabras, la Sagrada Escritura pone en relación la misión del hombre con el árbol de la vida y con el árbol de la ciencia del bien y del mal. Sin unión con Dios, sin rectitud moral, el hombre no puede llevar a cabo la tarea de trabajar y custodiar el jardín del Edén.

San Josemaría nos dejó muy claro que sin vida interior no hay obras fecundas y la labor es precaria e incluso ficticia, y, por tanto, hemos de tener hambre y sed de Él y de su doctrina (Cfr. Forja, 892). Pero ahora no quiero detenerme en esta verdad, aunque la presupone lo que voy a exponer.

Algunos de los asistente a la Misa de San Josemaría

Me interesa resaltar que el trabajo del hombre, en el plan divino, está destinado a llevar a cabo lo que el Fundador del Opus Dei llamó alguna vez milagros materiales. Milagros que debemos realizar con el trabajo bien hecho. En una ocasión, camino de Torreciudad, era abril de 1970, haciendo referencia al milagro de Calanda —la curación de un cojo, al que le faltaba una pierna—, nos hacía caer en la cuenta de que si trabajamos bien, santificando nuestras tareas, y si enseñamos a los demás hombres a encontrar a Dios en su trabajo, no haciéndolo a medias, realizándolo con esmero, sabiendo trabajar en equipo, codo a codo con los demás hombres, ¡cuántos milagros materiales obraremos! Conseguiremos que haya menos hambre en el mundo, menos incultura, menos pobreza, menos enfermedades… Hoy –concluía—, los médicos buenos, con la ayuda de su ciencia, ya consiguen de alguna manera cosas semejantes al milagro de Calanda, ya cosen miembros de accidentados, que recuperan el movimiento y la sensibilidad.

En cambio, añadía San Josemaría en esa misma oportunidad, en el Opus Dei, estaremos siempre pidiendo a Dios milagros espirituales. Milagros de esta clase son las conversiones, las vocaciones, la paz en las familias y en los pueblos… Todo eso es obra de Dios en cada corazón; muchas veces, eso sí, preparada por nuestra amistad y nuestra oración.

¡Qué urgencia tenemos de esto milagros espirituales! Nunca pediremos suficientemente al Señor que los realice a diario. Basta que echemos una mirada a nuestro alrededor para caer en la cuenta de lo necesitados que estamos de la actuación de Dios en los corazones de nuestros parientes, amigos, conocidos, colegas, de todos los hombres, pues todos necesitamos convertirnos en cada momento.

A punto de concluir este año paulino que tanto bien ha hecho al Iglesia y tomando pie de la segunda lectura de la Santa Misa, voy a considerar una virtud a la que San Josemaría tenía un amor muy grande. La virtud de la sinceridad.  Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (Rm 8, 14), nos enseña San Pablo. Nadie como María Santísima ha sido guiada por el Espíritu Santo y nadie como ella ha sido totalmente sincera. Detengámonos un momento en el punto 339 de Surco y nos quedará muy claro:

Durante la Homilía

«Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!» -¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!     

 -María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos.Si María, por Voluntad de Dios y en atención a los méritos infinitos de Cristo, es concebida sin pecado, sin mancha alguna, es su sincera correspondencia, sin la menor sombra de doblez, la que la hace permanecer en ese amor. ¡Tan importante es la sinceridad!

Si deseamos avanzar con seguridad por el camino de la santidad, sigamos el consejo del Fundador del Opus Dei:Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar (Surco, 148).

Del Santo Evangelio vamos a sacar una enseñanza que a primera vista no se ve y que nos pone en sintonía con el Año Sacerdotal que ha convocado el Santo Padre, Benedicto XVI. Releamos las palabras de San Lucas: Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón: -Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Simón le contestó: -Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes. Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. (…) Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él (…) Entonces Jesús le dijo a Simón: -No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás. (Lc 5, 1-6.8-10).

Deseo —decía San Josemaría, en su homilía La libertad, don de Diosque consideremos la reacción del Príncipe de los Apóstoles, a la vista del milagro: "apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador". Una verdad -no me cabe duda- que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin Ti no puedo hacer nada bueno.  (Amigos de Dios,  23).

Esto vale para todo nuestro actuar, pero cuando se refiere al sacerdocio ministerial es absolutamente necesario, pues su identidad es la de  Cristo de modo sacramental. Por el Sacramento del Orden —dice el Fundador del Opus Dei, que se definía a sí mismo como un pobre sacerdote que ama Jesucristo (cfr Enxomil, 1972)—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad.

En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor.  (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Sacerdote para la eternidad, Homilía pronunciada el 13 de abril de 1973). “El objetivo de este Año Sacerdotal, como he escrito en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión —son palabras del Papa Benedicto XVI—, consiste en favorecer la tensión de todo presbítero "hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio", y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el Pueblo de Dios, a redescubrir y revigorizar la conciencia del extraordinario e indispensable don de la Gracia que el ministerio ordinario representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido” (Benedicto XVI, Audiencia de los miércoles, 24 de junio de 2009).

Unidos a Santa María, nuestra Madre, Madre de los sacerdotes, como la invocó Juan Pablo II, en 1992 (cfr Pastores dabo vobis) confiemos a su intercesión los frutos de este Año Sacerdotal.

 Amén.