— Padre. Soy profesor universitario. Sabemos que el Padre está en el año cincuenta de su sacerdocio; damos, por eso, muchas gracias a Dios, por la fecundidad inmensa de su trabajo. ¿Podría, Padre, hablarnos resumidamente de su vida de sacerdote?; y también, en pocas palabras, sobre la misión del sacerdote en la vida moderna.
— Hijo mío, me da mucha alegría contestar a un universitario, a un colega. Yo, desde los dieciséis años, estoy en contacto con la Universidad. Y, no me has llamado viejo, pero has dicho que estoy en el año cincuenta de mi sacerdocio. Has sido prudentísimo. Y es verdad. En primer término, tengo que agradecer a Dios Nuestro Señor estos cincuenta años de labor.
He trabajado..., ¿quieres que te lo diga como lo suelo decir?; porque me vas a entender muy bien: “ut iumentum, ut iumentum factus sum apud te”. Ya traduzco, ¿eh?: ...como un borriquito. ¿Se entiende?
— Sí, Padre.
Como un borriquito estoy delante de Dios, tirando del carro. Ese ha sido el oficio al que yo me he dedicado. Mi oficio es servir al Señor y, por el servicio del Señor, servir a todas las almas, sin distinción. Una parte de tu pregunta está contestada.
Y ¿cómo sirvo al Señor?: hablando a las almas de Dios y sólo de Dios. Me olvido de que soy abogado; me olvido de que tengo tres doctorados, que no me sirven para nada. Sólo quiero recordar que soy Cristo; y Cristo habla de paz y de guerra; Cristo habla de dar y de darse; y Cristo habla siempre de amor.
De modo que, hijo mío, te contesté: yo no sé hablar más que de Dios; no puedo hablar más que de Dios. Si hablara de algo que no sea Dios, me equivocaría. Y creo que ésta es la misión del sacerdote: hablar de Dios; repetir, una y otra vez, las palabras de Cristo Señor Nuestro, la doctrina salvadora del Redentor; y administrar los santos sacramentos. Sin distinción, con amor, para todos igual.