Escrivá de Balaguer, el santo de la normalidad

5 aniversario de su canonización “Las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse”, escribe Saint Exupéry en El Principito.

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Es lo primero que se me viene a la cabeza al recordar el día de la canonización de San Josemaría, hace ya 5 años, el 6 de octubre de 2002. Éramos más de cuatrocientas cincuenta mil personas, congregadas en la Plaza de San Pedro, la Vía della Conciliazione y las calles aledañas. Hombres y mujeres, niños y ancianos, de todas las clases sociales, de más de ochenta países, de todas las profesiones y oficios.

Agradecíamos, en un silencio impresionante, haber conocido personalmente, haber tratado con el hombre que Juan Pablo II estaba declarando santo en una hermosa ceremonia. En Josemaría Escrivá de Balaguer, efectivamente, había despertado una semilla, que venía a hacer luz sobre una realidad, de origen evangélico, dormida durante dos milenios y apenas vislumbrada por otros santos, como Teresita del Niño Jesús, que la encarnó en su corta

vida de heroísmo a través de las cosas pequeñas, como Francisco de Sales, que comprendió que la santidad era posible también para los laicos.

El cómo hacer que estas verdades se encarnaran en toda clase de personas, descubrir una verdadera y eficaz espiritualidad laical, capaz de hacer santos a los hombres y mujeres ‘de a pie’, fue la misión confiada a Josemaría, con la revelación que le fue hecha en otra mañana de octubre, en 1928.

Con no poca frecuencia la gente se pregunta por el ‘secreto’ del Opus Dei. Y la respuesta la tiene también el pequeño gran libro de Exupéry: “Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”.

Y lo esencial es el amor. Solo desde el Amor, con mayúscula, es posible detectar en toda realidad humana, la grandeza divina contenida en la creación. “Se han abierto los caminos divinos de la tierra”, decía San Josemaría. Y agregaba: “En la línea del horizonte parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no. Donde en realidad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”.

Lo cual puede hacer cualquiera que tome la decisión de señalar todos los pasos de su camino cotidiano con la presencia de Dios. Santidad significa, sencillamente, que en la vida de un hombre, de una mujer, se revela con toda claridad esa presencia, y por lo mismo procura hablar con Dios, cara a cara, a lo largo de la jornada, como se dice que lo hacía Moisés.

Es, análogamente, lo que representa la sal para los alimentos y la luz para los ojos, según las imágenes que de la santidad hace el Evangelio. Lo que los cristianos deben ser en el mundo. Lo que es el espíritu para el cuerpo humano. Lo que el amor realiza en cualquier actividad personal. Es la normalidad, que puede llenarse de amor. Como exclamaba San Josemaría: “No hay otro camino… O sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca”.

La vida cotidiana, el mundo del trabajo, la profesión, la familia, el tiempo libre y todas sus implicaciones, todas estas “situaciones que parecen más vulgares”, deben ser “medio y ocasión de nuestro encuentro cotidiano con Jesucristo”. Y esto, todos podemos lograrlo.

javier.abad.gomez@gmail.com VOLVER AL ÍNDICE DE NOTICIAS

Por Javier Abad Gómez. Publicado por el periódico El Heraldo, de Barranquilla (Colombia)