“Nada que llegan los mototaxis”, murmuró Nicolás, mirando una y otra vez hacia la entrada de Bonga. El sol ya apretaba y el reloj avanzaba. Tenían cita con el padre Apolonides, párroco de Loma Arena, un corregimiento de Bolívar situado a unos quince minutos de esa casa de convivencias al norte de Cartagena. Con él terminarían de concretar las actividades con las comunidades que habían planeado desde semanas atrás.
Cuando por fin apareció una fila de siete mototaxis, el murmullo se volvió alegría. Eran los vehículos encargados de llevar a los 28 participantes del Centro Cultural y Deportivo Monteverde, llegados desde Bogotá, que habían dedicado cinco días de sus vacaciones a una convivencia de fin de año con labor social.

Cartagena está a 980 kilómetros de Bogotá. Es una de las joyas históricas de Colombia y, aunque cuenta con zonas de alto nivel, también tiene barrios y corregimientos donde se vive sin agua, sin luz y con muchas carencias. Con esa realidad en mente, a un grupo de muchachos se les ocurrió un plan ambicioso: organizar un viaje que incluyera los tiquetes, la estadía y, además, 150 regalos para niños de una comunidad necesitada.
El Centro Cultural Monteverde es una entidad privada y sin ánimo de lucro, impulsada por algunas personas del Opus Dei en el sur de Bogotá y nacida en 1977 bajo el impulso del beato Álvaro del Portillo. Desde entonces se ha dedicado a la promoción de los jóvenes en la localidad de Kennedy, con programas de formación integral y aprovechamiento del tiempo libre. Cerca de 200 muchachos pasan por allí cada semana; además, las familias se han vuelto visitantes habituales de la casa.

A lo largo del año funcionan diferentes programas: Juventus, Mejor Bachiller, Líderes Siglo XXI, entre otros. De todas estas actividades surgen al final de año excursiones, paseos y labores sociales. Esta vez, un grupo de los más arriesgados propuso un plan distinto: que el destino fuera Cartagena, pero no la turística de las postales y los hoteles, sino esa otra Cartagena menos visitada, donde la pobreza es más visible y, al mismo tiempo, la fe y la alegría parecen más hondas.
Además de los trabajos académicos, deportivos y apostólicos, en Monteverde se organizan diversas actividades sociales a lo largo del año, casi siempre a iniciativa de los mismos asistentes. Para esta ocasión, la meta era clara: llegar hasta un rincón de Cartagena, visitar una comunidad concreta, ofrecer un rato de juego y llevar un obsequio a un buen grupo de niños.

Se pusieron en contacto con la oficina de pastoral de la Arquidiócesis de Cartagena, compartieron la idea y allí les asignaron al padre Apolonides, quien se encargó de orientar y acompañar el proyecto. En la convivencia habría también charlas, medios de formación, deporte, playa y mar, pero el corazón del viaje era ese encuentro con las familias de Loma Arena.
En una de las jornadas matutinas apareció María del Pilar. Se alojaba con su familia cerca de Bonga y, cada mañana, ella y sus padres, Humberto y Yolanda, asistían a la Santa Misa. Al ver al grupo de Monteverde, se acercó con una sonrisa y les lanzó una propuesta inesperada: “¿Quieren que les dicte una clase de protocolo?”. Los muchachos se miraron entre sí; bastó un movimiento de cabeza para aceptar.

Esa misma tarde, el comedor se convirtió en aula. Con paciencia, María del Pilar fue explicando desde las normas básicas de comportamiento en la mesa, hasta cómo usar servilletas de tela y de papel, el manejo de los cubiertos en una cena formal y el porqué de los tres vasos frente al plato. A los más atentos, los que se animaban a responder sus preguntas de etiqueta, les tenía preparados pequeños obsequios. Ese rato, sencillo y alegre, se convirtió en un regalo inesperado dentro del plan de ayuda, descanso y formación que habían imaginado para esos cinco días.
La gran expectativa, sin embargo, estaba puesta en el encuentro con los niños y sus familias. La noche anterior a la visita a Loma Arena, Sebastián, Andrés y varios más se quedaron hasta tarde clasificando los regalos: por edades, por género, revisando que nada faltara. Todos aquellos obsequios habían sido fruto de rifas, bingos y aportes que se recogieron en el Centro Cultural.

El trayecto en mototaxi hasta el pueblo fue una experiencia que ninguno olvidará. Como en todo grupo de jóvenes, las risas y las fotos no faltaron: cada curva del camino, cada casa a la vera de la carretera se convertía en recuerdo para compartir luego en familia.
Al llegar a la parroquia, todavía sobre los mototaxis, escucharon a lo lejos un grito emocionado: “¡Ya están llegando!”. Era Consuelo, la coordinadora de la pastoral juvenil de Loma Arena, que los esperaba en la puerta. Mientras los recibía, se veía cómo iban llegando más niños y familias al templo.

La jornada comenzó con la celebración de la Santa Misa, presidida por el padre Apolonides y el padre Jaime, capellán de Monteverde. El templo se llenó por completo. A pesar de los ventiladores, el calor de más de 35 grados se hacía sentir y más de uno terminó “sudando la gota gorda”. En la homilía del domingo de Gaudete, en Adviento, el padre Jaime habló de la alegría cristiana y de la esperanza ante la próxima venida del Niño Dios; sus palabras prepararon el ambiente para todo lo que vendría después.
Terminada la Misa, los jóvenes se dividieron en cinco grupos, como ya habían planeado, y empezaron las actividades recreativas con más de 80 niños. Aquí fue clave el liderazgo de varios participantes, como “Juanes”, que dirigió juegos tradicionales: “Pato, pato, ganso”, “El calamar”, “La lleva”… Muy pronto el patio se llenó de carreras, gritos, aplausos y sonrisas.

Después de unos 45 minutos de juegos, llegó Nelson con refrigerios y agua para todos. Mientras los niños recuperaban fuerzas, se preparaba el momento más esperado de la jornada: la entrega de regalos.
Organizados en una fila, cada niña y cada niño iba pasando para recibir su obsequio. Andrés y Juan, con la ayuda de varios vecinos, se encargaban de entregarlos uno a uno. Resultaba conmovedor ver la ilusión con la que recibían sus muñecas, carros, balones o juegos de mesa, que enseguida corrían a mostrar a sus familiares. Eran detalles sencillos, pero el brillo en sus ojos decía que, para ellos, significaban mucho.

Fueron momentos de verdadera alegría y de profundo aprendizaje. Para los muchachos de Monteverde era una manera concreta de vivir las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, que invitaba a llevar el mensaje del Evangelio ayudando al prójimo: “Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría” (n. 591 de Forja).
Al terminar las actividades, varios padres de familia y miembros de la comunidad se acercaron a agradecer el tiempo, los juegos, los regalos. Pero, en realidad, quienes se sentían más agradecidos eran los visitantes: habían podido entrar, por unas horas, en la vida de esos niños y niñas que los acogieron con tanta naturalidad y les contagiaron su alegría. De regreso a casa, la frase se repetía en las conversaciones: “valió la pena, de verdad”.

El viaje tenía como primera finalidad acompañar a estos niños y llevarles un obsequio, pero también incluía un componente de aventura. Visitaron el volcán de lodo, una curiosa formación del relieve, de poca altura, pero muy extendida por la escasa pendiente. De los 700 volcanes de este tipo que se dice hay en el mundo, uno se encuentra a unos 40 minutos de Bonga. Para ellos fue una experiencia casi irrepetible: “nadar” en el barro a 40 grados de temperatura y luego dedicar casi una hora, en las aguas del manglar, a quitarse el lodo de la ropa, del cabello y de todo el cuerpo. No faltaron las bromas, las fotos y las risas.
Ya en Bogotá, con el cansancio lógico del viaje, los 28 participantes coincidían en algo: se sentían felices, no solo por haber conocido nuevos lugares o haber tenido días de convivencia y descanso, sino sobre todo por haber compartido con familias que, muchas veces, no pueden ofrecer un regalo de Navidad a sus hijos y, sin embargo, conservan una sonrisa y unas enormes ganas de vivir.

Cinco de los muchachos nunca habían montado en avión ni visto el mar. Para ellos, el viaje fue doblemente inolvidable. Y para todos quedó una certeza grabada: siempre hay personas que tienen menos de lo que uno imagina. Descubrir que “no se es el último de la fila” se convirtió en un impulso para ser más solidarios y aprender a compartir lo que se tiene en el camino.
Al final, todos coincidían en la misma conclusión: valió la pena recorrer 980 kilómetros para jugar “Pato, pato, ganso”, para sudar bajo el sol del Caribe, para escuchar una homilía que hablaba de alegría y esperanza, para entregar un regalo envuelto con cariño y para dejarse evangelizar por la sonrisa de unos niños que, con muy poco, lo dan todo.

