Por: Luis Fernando Echavez
Unos minutos después de las siete de la noche el timbre del apartamento comenzó a repicar de forma constante. “Hola, buenas noches”, dijo Alberto, un nuevo amigo que llegó con su esposa y sus dos hijos. Unos segundos más tarde, llegaron Lady, mi amigo Diógenes y sus tres pequeños. Los saludos iban y venían cuando tocaron nuevamente a la puerta. Eran más amigos que entraban con una horda de niños animados con la ocasión. Un cuarto de hora más tarde, sesenta personas estaban cantando, repartiendo galletas, buñuelos, jamón y más detalles que habían traído. Risas, fotos, abrazos, los vecinos pensaron que era un “mitin político” ante la algarabía. Le había anunciado a Diana, mi esposa, que estaba loca si creía que podríamos acomodar tanta gente en la casa, pero ella solo me dijo, que se puede, se puede. Y se pudo.

Un amigo trajo su guitarra y los coros improvisados salieron bastante afinados. Una de las notas más llamativas de la reunión fue que mi hijo Juanfer de 9 años, tenía un cronograma de actividades para los niños que venían a la reunión, con piñata, regalos y muchos juegos hicieron que la noche fuera uno de esos recuerdos que siempre queremos repetir.

Las conversaciones sobre los paseos durante los últimos años, las reuniones, los encuentros en el colegio, los problemas planteados sobre nuestros niños y la juventud eran expuestos en cuestión de segundos. Hubo momentos de tristeza también al comentar aquellos días en los cuales uno de los niños de grandes amigos estuvo enfermo.

Pero en general, prevaleció la alegría aquella noche como muchas otras que hemos tenido con familias del colegio de nuestros hijos los últimos años. Era difícil de comprender. Mi esposa nunca había tenido amistades en cantidad, pero ella estaba feliz porque me había dicho: “tú tranquilo que yo me encargo de recibir a los invitados”. No era muy optimista pensar que en el apartamento cupieran tantas personas; pero así fue, y la reunión como se ha vuelto costumbre, tuvo un final feliz.
Todo había comenzado, en realidad, con una noche de lágrimas. Hace tres años, una noche, mi esposa estuvo hablando con Juanfer, uno de nuestros hijos, lo notó con mucha frustración porque él decía que no tenía con quién hablar en las aulas, ni en el recreo. Su único amigo había viajado a Canadá.

Diana, con sus mejillas húmedas por la tristeza que le producía ver a su hijo en soledad, entró a nuestra habitación con la cara descompuesta y en segundos me comentó que estaba dispuesta a llevarlo al psicólogo. También contó que a él le dolía que no asistir a las reuniones de sus compañeros, ya que por alguna razón no lo invitaban.

Yo sólo escuché y no sabía qué aconsejar. Me dolía la situación y nunca me sentí más inútil: mi hijo triste y mi esposa, pensativa, acongojada.
Al día siguiente la noté distinta y más cuando dijo: Haré todo lo que esté en mis manos por hacer a Juanfer feliz. Y añadió “Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña”. “Tengo que confrontar esta situación con los profesores, los directivos y hasta con los padres de familia”, continuó y un rato más tarde partió para el Gimnasio de los Cerros, al norte de Bogotá.

La encomendé a la Virgen María, a la que Diana le tiene mucha devoción, y esperé que más tarde me diera alguna razón.
En efecto, ella expuso su problema y pronto comenzó a recibir el apoyo del colegio y otros padres. Comenzamos las reuniones con una familia, luego con otra, después una más y entonces Juanfer tuvo amigos acá y allá. Organizamos paseos y surgieron reuniones donde de manera natural comenzamos a compartir, ese y otros temas que nos inquietaban no sólo de amistad, sino sobre las situaciones sociales, educativas, económicas, religiosas que resultan del día a día de nuestras familias.

Diana resultó haciendo planes como “cenas de mamás”, “almuerzos de mamás”, “jueves de mamás” e inventando paseos que también dieron la bienvenida a nuevas familias que de pronto visitaban frecuentemente nuestra casa y que tenían los mismos problemas, intereses e inquietudes que nosotros. Eso supuso un cambio increíble, todas esas mamás generaron un lazo de amistad muy estrechó, tanto que ya no era solamente las celebraciones de los niños las que hacía, sino también la de los cumpleaños de los papas. En nuestra casa se empezó a celebrar de todo, tanto que la apodemos “la casa del ritmo”, parafraseando esa canción popular. Con el tiempo por supuesto también se han venido rotando otras casas y sobre todo cada vez que es posible planes campestres. Progresivamente se han venido uniendo muchas familias.

Se organizaron programas con el fin de estar más tiempo con los hijos y que tuvieran momentos para charlar. Además, creció la confianza entre todos. “¿Por favor me puedes traer a mi hijo que está en una actividad extracurricular en el colegio?”, era una pregunta que mostraba la solidaridad y confianza que habíamos logrado entre todos. De hecho, entre los papas que vivimos mas cerca, unos llevan a los niños y otros los recogen y hacemos, según nos toque, la ruta repartiendo a los niños en sus casas.

Cuando uno de los niños se enfermó, de inmediato, comenzaron entre todos a pedir por su pronta curación. Las noticias van y vienen hasta apagar la alarma, y es que cuando un niño se enferma, todos sufrimos como si fuera el nuestro, cuando hay alguna alegría todos la sentimos como propia, y siempre estamos prestos a apoyarnos.

Un día dijimos que íbamos a Villa de Leyva para participar en una cabalgata y celebrar el cumpleaños de nuestra amiga Janeth. Muchos se animaron y unieron al plan. El desfile de caballos era interminable. Fue una actividad entre amigos, sin mayores patrones, pero con mucho significado para nuestras familias, pero sobre todo para nuestros hijos.

San Josemaría, fundador del Opus Dei, nos dio muchas lecciones sobre las virtudes humanas, que vamos descubriendo entre todos con el verdadero sentido de la amistad.

“Te ha entusiasmado ese espíritu de hermandad y compañerismo, que descubriste inesperadamente… —Claro: es algo que habías soñado con tanta fuerza, pero que nunca habías visto. No lo habías visto, porque los hombres olvidan que son hermanos de Cristo, de ese amable Hermano nuestro, que entregó su vida por los otros, por todos y por cada uno, sin condiciones”, leemos en el punto 762 de Surco.

Recientemente, para sorpresa de Diana y mía, en una de esas divertidas reuniones Lady y Diógenes resolvieron pedirnos un favor:
—“Hemos pensado -nos dijeron-, que ustedes deben ser los padrinos de bautismo de Thiago”, ¡su recién nacido hijo y nuevo en la tribu!, y por supuesto ese nacimiento ha supuesto todo tipo de encuentros, regalos, pero sobre todo cercanía.

Nos miramos con Diana, no sabíamos qué decir, pero al verle cómo brillaban sus ojos de alegría, sólo atiné a decir: “desde luego que sí Comadre”. Igual, durante varias reuniones había comentado mi convicción de que los niños debían recibir ese sacramento lo más pronto posible. Es el primer bebe que mi esposa amadrina, y fue muy grato llegar al bautismo y ver que estaban allí todas las familias amigas.

Thiago es otra de esas alegrías que nos han llegado en este tiempo, luego de esa noche de lágrimas.
Muchas veces no sé cómo explicarle a mi esposa lo que es el Opus Dei, pero en todo este panorama de nuevas amistades que se nos ha abierto, en una conversación profunda que solemos tener, me dijo que entendía la Obra al ver la belleza de las familias alrededor del colegio, que ella entendía la Obra un poco desde lo que existía y veía en ese ecosistema de familias entorno al Colegio y el apoyo que allí reciben. Para mi es gratificante saber que más que con palabras, es con hechos que ella ha podido percibir ese carisma.

Hoy Juanfer volvió a ser un niño muy feliz en el colegio, con muchos amigos, no sabe ya en cuantas piñatas ha participado. Aprendí que por más difíciles que parezcan los problemas de crianza, todo se soluciona con la compañía de la Virgen María y la determinación férrea de una madre por hacer felices a sus hijos por encima de cualquier dificultad.