Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán

El 9 de noviembre se celebra la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, la catedral de la ciudad de Roma.

Durante los primeros siglos, a causa de las persecuciones, la celebración de la Eucaristía y la catequesis tenían lugar en casas privadas que algunas familias cristianas –habitualmente las que contaban con mayores medios económicos y por tanto con moradas más amplias– ponían a disposición de la Iglesia. Eran las primitivas iglesias domésticas, que en Roma también son llamadas títulos.

El titulus era una tablilla de madera que se colgaba en la entrada de las villas romanas, en la que estaba escrito el apellido del propietario; la vivienda también era denominada con el nombre de la gens, o linaje familiar.

Con el paso del tiempo, muchas domus ecclesiae acabaron siendo donadas a la Iglesia y, cuando hubo libertad, se edificaron templos cristianos sobre esos lugares venerables, cuya historia se remontaba a la época apostólica en algunos casos y a famosos mártires romanos en otros. A partir del siglo IV, cada una de estas primitivas iglesias domésticas fue dedicada a un santo; en bastantes ocasiones al antiguo propietario del inmueble, que había entregado no sólo su casa sino la misma vida por la fe.

Los títulos que aparecen mencionados en algunos documentos antiguos trazan una especie de mapa en el que puede observarse cómo estaban distribuidos los cristianos por la Urbe hacia el siglo III. Los más antiguos son el titulus Clementis (hoy iglesia de San Clemente), Anastasiae (Santa Anastasia), Vizantis (Santos Juan y Pablo, en el Celio), Equitii (Santos Silvestre y Martín ai Monti, en el Esquilino), Chrysogoni (San Crisógono, en el Trastevere), Sabinae (Santa Sabina, en el Aventino); Gaii (Santa Susana); Crescentianae (San Sixto) y Pudentis (Santa Pudenciana). Estos nueve títulos se remontan a los orígenes del cristianismo en Roma, y hay otros tres que datan de finales del siglo III: el titulus Callisti (hoy Santa María in Trastevere), Ceciliae (Santa Cecilia) y Marcelli (San Marcelo al Corso).

Se calcula que antes del Edicto de Milán (año 313) existían más de veinte títulos o iglesias domésticas en la Ciudad Eterna. Por entonces ya se había convertido al cristianismo aproximadamente un tercio de la población, pero esto no se reflejaba en la fisonomía urbana, debido a que la Iglesia carecía de personalidad jurídica. El emperador Constantino, además de autorizar públicamente el culto cristiano, promovió la construcción de las primeras basílicas cristianas, en Roma y en Jerusalén.

Un pueblo de noble estirpe

En la Ciudad Eterna, el primer templo cristiano que se edificó fue la basílica Lateranense, en los terrenos hasta entonces ocupados por un cuartel de la guardia privada del emperador. Durante bastantes siglos –hasta el periodo de Aviñón– allí estuvo la cátedra papal, por lo que esta basílica merecía el título de cunctarum mater et caput ecclesiarum, que aún puede leerse en una inscripción junto a la entrada.

Al principio, recibió el nombre de Basílica del Salvador, pero en época medieval se dedicó también a San Juan Bautista y San Juan Evangelista. El Papa Silvestre la consagró en el año 318, aunque pasaron todavía algunos decenios hasta que se terminó por completo. Desde entonces, ha sido reconstruida varias veces a causa de saqueos, terremotos e incendios. La fábrica actual data de mediados del siglo XVII y se debe a Borromini, aunque la fachada y el ábside se transformaron posteriormente.

Un poco separado de la Basílica, en la esquina derecha de la gran plaza de San Giovanni, destaca un edificio de planta octogonal y aspecto antiguo, escuetamente adornado pero armonioso de líneas. Es el baptisterio. Data del siglo V, y se levantó durante el pontificado de Sixto III, sobre uno primitivo que había mandado construir Constantino.

En las paredes, cinco frescos reproducen episodios de la vida de Constantino, entre los que podemos destacar el de la aparición de la Santa Cruz con la promesa: in hoc signo vinces (con este signo vencerás), sucedida –según la tradición– mientras el emperador acampaba con su ejército en la zona de Saxa Rubra, la víspera de la batalla de Ponte Milvio en la que Constantino derrotó a Majencio.

La piscina circular donde antiguamente los cristianos eran bautizados por inmersión se encuentra en el centro, rodeada de ocho hermosas columnas de pórfido con capiteles jónicos y corintios.

Esas columnas sostienen un arquitrabe, que tiene escritos unos versos en latín, atribuidos al Papa San Sixto III (432-440), en los que se resume de manera admirable la doctrina cristiana sobre el Bautismo.

Apóstoles de apóstoles

Por el Bautismo todos los cristianos están llamados a la santidad y al apostolado. La inscripción del baptisterio laterano muestra que esa conciencia estaba muy viva en los orígenes del cristianismo. Por ello, San Josemaría al explicar el espíritu del Opus Dei lo comparaba con "la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo"1.

En los primeros siglos, los neófitos eran bautizados con una triple inmersión –en honor de la Santísima Trinidad– en la piscina del baptisterio, y llevaban durante toda la semana siguiente una túnica blanca, como manifestación de que, una vez purificada su alma con las aguas de la regeneración, no querían volverla a manchar con el pecado. Si tenían la desgracia de caer, acudían llenos de dolor al Sacramento de la Penitencia. ¡Pero qué grandes eran sus deseos de santidad, qué lejos estaba la suya de ser una lucha negativa...! Estaban felices de haber encontrado la Verdad y el Bien –el Amor de Dios– y deseaban también, como es natural, ir hacia Dios acompañados de muchos otros: parientes, amigos, vecinos, compañeros de oficio... Anunciaron el Evangelio con gozo y el Señor les concedió mucho fruto; pero sabemos que en ocasiones difundir el mensaje de salvación significó para ellos jugarse la vida o sufrir graves contradicciones. Sin embargo, los primeros cristianos no se detuvieron ante los obstáculos: en su conducta volvieron resonaron muchas veces las palabras que pronunciaron Pedro y Juan cuando pretendían acallarles: “nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” 2.

Hoy como ayer, atañe a los bautizados la tarea de trabajar para que la salvación llegue a todas partes y a todos los hombres3. Por eso, los cristianos no sólo procuramos hacer apostolado personal, sino que además hemos de impulsar a nuestros amigos para que también ellos sean apóstoles y se comprometan en la maravillosa tarea de acercar almas a Cristo.

"Cada uno de vosotros ha de procurar ser un apóstol de apóstoles"4, escribió san Josemaría en Camino. Dios cuenta con cada uno de los cristianos para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” 5. Por eso, es urgente que todos los bautizados tomen conciencia de su vocación a la santidad y al apostolado. Así acercarán a muchas personas a la felicidad y serán ellos mismos muy felices, porque llenarán de sentido cristiano y de esperanza cualquier realidad humana: "por el Bautismo, somos portadores de la palabra de Cristo, que serena, que enciende y aquieta las conciencias heridas. Y para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros, hemos de decirle que estamos dispuestos a luchar cada jornada, aunque nos veamos flojos e inútiles, aunque percibamos el peso inmenso de las miserias personales y de la pobre personal debilidad. Hemos de repetirle que confiamos en Él, en su asistencia: si es preciso, como Abraham, contra toda esperanza (Rm 4, 18). Así, trabajaremos con renovado empeño, y enseñaremos a la gente a reaccionar con serenidad, libres de odios, de recelos, de ignorancias, de incomprensiones, de pesimismos, porque Dios todo lo puede"6.

Notas

1. San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 24.

2. Hch 4, 20.

3. Cfr. Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 3.

4. San Josemaría, Camino, n. 920.

5. 1 Tm 2, 4.

6. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 210.