Combate, cercanía, misión (13): Corazón eucarístico

Frecuentar la Eucaristía es la respuesta, hecha vida, a su promesa de quedarse con nosotros: si Él está conmigo todos los días, yo quiero estar también con Él todos los días.

Ubi amor ibi oculus: «Donde está el amor está la mirada»[1]. El amor busca siempre la presencia del amado: casi se diría que no tiene ojos para nadie más. Pero a veces la separación, la ausencia, se hace inevitable. Nos resignamos entonces impotentes a la espera, o a la nostalgia; nos aferramos a algo que evoque la presencia del otro, o que nos recuerde tanto amor vivido. Esta nostalgia es la fuente inagotable de tantas canciones y poemas a lo largo de la historia, que condensan ese último intento de vencer la soledad.

Estaré con vosotros todos los días

Cada domingo, los cristianos profesamos nuestra fe en la vida eterna y en la resurrección de la carne. Para nosotros el recuerdo y el dolor por la ausencia de la persona amada no son la última palabra. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra»[2]. Sin embargo, mientras caminamos por este «valle de lágrimas», el dolor por la ausencia forma parte de la gramática del corazón humano.

San Josemaría solía acudir a estos movimientos del corazón, a la reacción tan natural de no querer separarse, para ilustrar el misterio de la Eucaristía. La realidad desconcertante y grandiosa de que todo un Dios haya querido quedarse en un trozo de pan se puede considerar desde «la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad»[3].

Un pequeño libro sobre el dolor de la separación que supone la muerte, escrito con la herida aún en carne viva, describe con fuerza ese humano sentimiento de impotencia. Ante la partida definitiva de su esposa, el autor se niega a contentarse con una fotografía, con un objeto que de alguna manera evoque su presencia: «Quiero a H. –escribe— y no a nada que se asemeje a ella»[4]. Para el amor, no es suficiente el recuerdo; el corazón humano pide más, pero su poder es limitado. Sin embargo, «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Se entienden así las palabras de Jesús al final de su paso por la tierra: «Estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Por la fuerza del Espíritu, Él permanece en la historia y en la vida de cada hombre. Se va y al mismo tiempo se queda: con una «nueva cercanía»[5], invisible, pero más profunda y abarcante.

La Eucaristía no es un simple recuerdo, ni el deseo de un futuro reencuentro: es una presencia y una proximidad real. En la Misa está Jesús de Nazaret, el mismo que nació en Belén, que caminó por las tierras de Galilea y murió en la Cruz por nosotros. Esta realidad ilumina toda la vida cristiana, que no es sino la vida de Cristo en nosotros (cfr. Gal 2,20): «Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con él nos identifiquemos»[6].

Frecuentar la Eucaristía a diario obedece a ese deseo de acompañarle de cerca; es la respuesta, hecha vida, a su promesa de quedarse con nosotros: si Él está conmigo todos los días, yo quiero estar también con Él todos los días. Quien sabe del deseo ardiente de Jesús de comer su Pascua con nosotros (cfr. Lc 22,15), de su oración constante, de su sufrimiento, de su amor por cada uno, no quiere dejarlo solo: lo acompaña, si puede, todos los días. No le basta saber que otros millones de hombres y mujeres lo estarán esperando al pie del altar: sabe que Jesús notaría la ausencia de quien, pudiendo estar con él, se fue con sus cosas.

San Manuel González, amigo de san Josemaría y gran enamorado de la Eucaristía, dejó escritas estas palabras al final de su vida: «Una Misa es Jesús recogiendo en su Corazón todo el aroma de sus buenas obras y buenas palabras, todos los ecos de su corazón, (…) todo el jugo de sus sudores y lágrimas buscando pecadores, todas las hieles de cariños pagados con ingratitudes, de generosidades con incomprensiones, envidias y malquerencias, que lo acompañaron desde Belén hasta el Calvario, y, cuando el corazón estaba lleno de todo esto, tomar sobre sus hombros una cruz pesada y dejarse enclavar en ella, permitiendo que, ya muerto, una lanza se lo abriera, como rosa que se abre en primavera…»[7].

En la Eucaristía viene a nuestro encuentro la persona viva del Señor, el Amor de los amores, origen y fin de nuestra existencia y de la creación entera (cfr. Col 1,16-19). Por esto la santa Misa es «el centro y la raíz de la vida interior»[8]. Es centro porque mi vida gira en torno a la cruz gloriosa: el trabajo y el descanso, el dolor y la alegría, el amor recibido y el entregado… En la Misa comparto con él sentimientos, deseos, dificultades… todas mis cosas; y, con Él, las llevo al Padre. Al mismo tiempo, la santa Misa también es raíz porque me pone en contacto con el Autor de la gracia, con la vida misma de Dios. «Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Sin la Eucaristía, ninguna obra humana podría tener «vibración de eternidad»[9]. Solo en la medida en que dejo que Jesús se meta en la barca de mi vida puedo «trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba»[10].

La Santa Misa es algo grandioso, pero aparece casi siempre —fuera de algunas celebraciones más solemnes o multitudinarias— como algo discreto, sencillo, familiar: como lo fue la última cena, los encuentros de Jesús resucitado con los apóstoles, y la fracción del pan de los primeros cristianos. Sin embargo, estamos rodeados de ángeles, tocamos el cielo, tocamos a Dios. No lo vemos, pero nos lo dice la fe[11]. De nuestra parte podemos poner el recogimiento, el asombro, las ganas de que Dios nos meta en su misterio. Y Él hará el resto.

Yo soy el pan vivo

Sucedió en Abitinia, en tierras africanas, en los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Un grupo de cuarenta y nueve cristianos iba a ser condenado a muerte por desobedecer la prohibición imperial de celebrar la Eucaristía. Cuando el juez les preguntó por qué arriesgaban la vida, uno de ellos respondió con sencillez:sine dominico non possumus; «porque sin el domingo —sin la Eucaristía— no podemos»[12]. Impresiona la fe de estos hombres y mujeres en la presencia real de Jesús. Se jugaban la vida porque creían con todo su ser que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho carne, estaba realmente en lo que parecía un simple trozo de pan. Se jugaban la vida, porque para ellos era realmente cuestión de vida o muerte: sin Jesús, sin comulgar, su vida dejaba de tener sentido; sus corazones volvían a un mundo sin luz, sin salvación, sin un amor que venciera la muerte. La fe de estos mártires nos interpela: ¿Sentimos nosotros también que sin la Eucaristía no podemos? ¿Tenemos hambre de la palabra de Dios, de recibirle en nosotros? ¿Qué estamos dispuestos a hacer para poder frecuentarlo?

Cada Misa es un encuentro con Jesús resucitado, una oportunidad de recibirlo con nuestra fragilidad, pero también con la pureza, la humildad y la devoción de los santos. La línea de separación entre el fervor y la rutina en la comunión diaria es muy fina, pero muy gruesa a la vez. Por eso necesitamos prepararnos, atendiendo a los distintos estratos de nuestro ser: desde los sentidos corporales —en concreto, la vista y el oído— hasta los sentidos interiores, como la imaginación y la memoria. El silencio interior es indispensable para poder gustar y saborear la belleza de Cristo. En un corazón lleno de ruido difícilmente podrá resonar la palabra de Dios.

Así como la semilla es fecunda cuando cae en tierra buena (cfr. Mt 13,1-23), la comunión será fuente de vida para nosotros en la medida que nuestro corazón, purificado por la humildad y el sacrificio, se convierta en tierra generosa que acoge a su Señor: «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos… —Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma»[13].

Al considerar la grandeza del don de recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, san Agustín entendió que el Señor le decía: «No me transformarás en sustancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí»[14]. De nuevo, con San Pablo, «no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Durante los minutos en que las especies sacramentales permanecen en nuestro cuerpo, nos hacemos una sola cosa con Él, nos cristificamos. Él viene a nuestro corazón y nosotros nos adentramos en el suyo: dos movimientos que forman un único acto de amor. Dios se hace pan, Dios se hace pequeño para hacerse una sola cosa con nuestra trama cotidiana: Él en mí y yo en Él (cfr. Jn 6,56). Los horizontes que se abren aquí son inmensos: entrar en su Corazón significa entrar en todo lo suyo, abrirme a su lógica, descubrir que es un corazón herido por mí. A la vez, dejar que Jesús entre en lo nuestro, en mi vida, es dejar que su amor me desarme, que queme mi miseria, que transfigure mis sueños.

Dios escondido

El amor de Dios nos precede siempre, nos primerea, como decía el papa Francisco[15]. Si existimos, si hemos nacido, es porque somos amados con un amor eterno (cfr. Jr 31,3): un amor que nos abraza, nos precede, nos desborda (cfr. Sal 139,5-6). El Padre nos lo recuerda con frecuencia: «Saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra existencia, sino en cada instante, porque Él es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, nos llena de seguridad»[16]. Desde esa convicción escribe san Josemaría: «Acude perseverantemente ante el Sagrario, de modo físico o con el corazón, para sentirte seguro, para sentirte sereno: pero también para sentirte amado..., ¡y para amar!»[17].

Jesús ha querido que, a la vuelta de los siglos, los cristianos descubriéramos el valor de su presencia entre nosotros tras la celebración eucarística. Cada iglesia con sagrario transmite el calor de este hogar, de este corazón palpitante donde él nos espera; allí vamos a amar y a sentirnos amados, a pedir y a agradecer, a adorar y a desagraviar. «Hijos míos –decía una vez san Josemaría—, mirad que el Señor está siempre en el sagrario. Parece que no nos oye, pero nos escucha amorosamente, con el cariño de un padre y de una madre, escondiendo su Divinidad y su Humanidad. Es un Señor que habla cuando quiere, cuando menos se espera, y dice cosas concretas. Después calla, porque desea la respuesta de nuestra fe y de nuestra lealtad»[18].

La experiencia del silencio de Dios en el sagrario forma parte de la senda que nos conduce a una vida de oración profunda. Este silencio puede ser a veces doloroso, pero nos salva de la tentación de hacer un Dios a nuestra medida, una especie de ídolo que responda a nuestras expectativas y que, por tanto, podamos controlar. El Señor se esconde precisamente para que lo busquemos, para respetar nuestra libertad, y para que respetemos la suya: para que le podamos amar como hijos libres y para que le dejemos ser Dios, nuestro Dios.

En una homilía de Nochebuena en Alemania, Joseph Ratzinger acudía a un hermoso cuento para explicar esta lógica de amor del Dios escondido: «Jeshiel, un muchacho aún pequeño, entró precipitadamente y llorando a la habitación de su abuelo, el célebre rabí Baruj. Unos lagrimones le corrían por las mejillas al pequeño mientras se desahogaba: “Mi amigo me ha abandonado. Ha sido muy injusto y se ha portado muy mal conmigo”. “A ver, ¿no puedes explicármelo un poco más?”, le preguntó el maestro. “Sí”, respondió el pequeño. “Estábamos jugando al escondite, y yo me escondí tan bien que no pudo encontrarme. Pero entonces, simplemente dejó de buscarme y se marchó. ¿No está mal eso?”. Entonces, el maestro acarició las mejillas del pequeño, y a él mismo se le llenaron los ojos de lágrimas. Y dijo: “Sí, no hay duda de que es muy antipático. ¿Ves?, con Dios es exactamente lo mismo. Él se ha escondido, y nosotros no lo buscamos”»[19].

Pero Él sí que nos busca; no deja de hacerlo. Y encuentra siempre modos de ponernos a nosotros en búsqueda, aun en medio de la oscuridad: «Si Dios os hace gustar su presencia sensiblemente…, bien, pero no lo deseéis. Pedidle claridad de ideas, pedidle la fe, que en medio de esos silencios de Dios nos llena de esperanza y, con la esperanza, nos hace vivir de amor»[20]. En medio del silencio de Dios puede nacer el amor y la esperanza, porque el alma enamorada, cuando pierde al amado de su vida, lo busca, lo desea. Y así, con el ímpetu de una búsqueda alimentada por el deseo de unión, la mirada se ensancha y se hace capaz de encontrarlo.

María Magdalena encarna esa búsqueda. El domingo, antes de despuntar la aurora, se pone en camino hacia la tumba del Señor. No hay luz, todavía es de noche. Pero ella busca, desea, camina. No tiene a Jesús, pero no va a parar hasta que lo encuentre. Ni siquiera la presencia de un ángel consigue distraer el movimiento de su corazón. María ha perdido a Jesús, pero lo busca con todas sus fuerzas, con unas lágrimas que abren y riegan más y más la tierra de su alma, hasta que germine la flor de la visión del Resucitado. Así busca la amada del Cantar: «Por las noches, sobre mi lecho, busco al amor de mi vida; lo busco y no lo hallo. Me levanto, voy por la ciudad, por sus calles y mercados, buscando el amor de mi vida. Lo busqué y no lo hallé. Me encuentran los centinelas mientras rondan la ciudad. Les pregunto: ¿Habéis visto al amor de mi vida?» (Ct 3,1-3).

Esta búsqueda nos pone ya en camino hacia la contemplación. «Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos»[21]. Buscar ya es amar. Este el secreto de la Magdalena, y de todo hombre o mujer que, en la noche del mundo y de su propia alma, busca con veracidad a Cristo. ¿Pero, cómo buscar? San Agustín, con el sentir de muchos santos, nos los enseña: con el deseo, un acto libre que nace del fondo del alma: «La vida entera del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas aún no lo ves, pero deseándolo te capacitas para que —cuando llegue lo que has de ver— te llenes de ello (…). Dios, difiriendo el dártelo, extiende tu deseo, con el deseo extiende tu espíritu y extendiéndolo lo hace más capaz. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos llenados. Ésta es nuestra vida: ejercitarnos mediante el deseo»[22].

Al acercarnos así a adorar a Jesús en el sagrario, nuestro corazón se ensanchará y sentirá cada vez más la necesidad de su presencia, de estar y de conversar con Él. Nacerá entonces en nosotros «una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro (…). “Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!” Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente»[23].


[1] Ricardo de San Víctor, Beniamin Minor, XIII (PL 196, col. 10 A).

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 221.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 83.

[4] C.S. Lewis, Una pena en observación, Barcelona, Anagrama, 1994, cap. IV.

[5] J. Ratzinger, «El comienzo de una nueva cercanía», en El resplandor de Dios en nuestro tiempo, Barcelona: Herder, 2008, p. 185.

[6] Amigos de Dios, n. 299.

[7] San Manuel González, ¡Si viviéramos nuestras Misas!, Palencia, El Granito de Arena, 1941, pp. 32-33.

[8] San Josemaría, Forja, n. 69.

[9] Amigos de Dios, n. 239.

[10] Es Cristo que pasa, n. 154.

[11] «Al juzgar de ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta con el oído para creer con firmeza» (Himno Adoro te devote).

[12] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi, 29-05-2005.

[13] Forja, n. 834.

[14] San Agustín, Confesiones, 7, 10, 16.

[15] Cfr. Francisco, Evangelii gaudium, n. 24.

[16] F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-01-2018, n. 4.

[17] Forja, n. 837.

[18] San Josemaría, Predicación oral, Crónica 1972, p. 759 (AGP, biblioteca, P01).

[19] J. Ratzinger, Homilía en la misa de Nochebuena, catedral de Nuestra Señora, Múnich, 24-XII-1980, en Benedicto XVI, Y Dios se hizo hombre, Encuentro, Madrid 2012, p. 11.

[20] San Josemaría, Predicación oral, Crónica 1972, p. 759 (AGP, biblioteca, P01).

[21] Amigos de Dios, n. 300.

[22] San Agustín, Comentario a la primera Carta de San Juan 4, 6.

[23] Amigos de Dios, n. 310. Cfr. Sal 42,2.

Carlos Villar