Cualquier vida se resiste a ser reducida a meros datos biográficos, por relevantes que parezcan. Pero en el caso de la vida de los santos nos sentimos empujados a conocer al menos aquellos momentos que marcaron su vida incluso por más pequeños que pudieran parecer, pues son los santos los que marcan el verdadero y profundo acontecer de la Historia. Este es el caso, por ejemplo, del acontecimiento cuyo centenario ahora vamos a conmemorar: la incorporación de san Josemaría Escrivá de Balaguer al Seminario de Zaragoza, el día 28 de septiembre de 1920.
En Zaragoza añadió a su oración habitual el “Domina, ut sit” dirigido con fe a la Virgen del Pilar
En efecto, por más que desde fuera esa fecha pueda parecer irrelevante a ojos de un biógrafo que carezca de sentido histórico, aquel día fue una fecha importante pues no sólo tuvo lugar el ingreso de un seminarista joven (tenía 18 años) a Zaragoza y que luego subiría a los altares. Ese día, sobre todo, aquel futuro santo comenzó su etapa en la capital aragonesa, en la que viviría los siguientes cinco años antes de trasladarse a Madrid. La capital de España sería definitivamente su “Damasco”, pues allí le haría ver Dios la misión que le pedía desde que era adolescente: fundar el Opus Dei.
Si fue en Logroño donde Josemaría Escrivá notó los barruntos de algo que le pedía Dios en forma de unas huellas en la nieve de un carmelita descalzo, la etapa de Zaragoza por su parte supuso la preparación del instrumento del que Dios se valdría para abrir un nuevo camino de santidad dentro de la Iglesia universal. Y si en Logroño comenzó a repetir el “Domine, ut videam” como el ciego de Jericó, en Zaragoza añadió a su oración habitual el “Domina, ut sit” dirigido con fe a la Virgen del Pilar. De este modo, Logroño y Zaragoza aportaron la luz para ver y la fuerza para querer que Josemaría necesitaba para ser el Fundador del Opus Dei.
Los cimientos de un gran edificio
El joven Josemaría sintió al principio cierta inclinación hacia la Arquitectura. Don José, su padre, le aconsejó prudentemente cursar los estudios de Derecho. Fue por entonces cuando Dios se cruzó en su camino pidiéndole algo que estaba aún por descubrir. Aquellos barruntos sobrenaturales acabaron por decidirle a entrar en el Seminario de Logroño, ciudad donde vivía entonces con su familia tras el traslado desde Barbastro, con el objetivo principal de estar más disponible para lo que le pidiera Dios. Pero, ¿qué hacer con el consejo de su propio padre de cursar Leyes?
Ante el cambio imprevisto de planes, Josemaría reconsideró entonces la posibilidad de trasladarse a alguna ciudad donde poder cursar estudios de Derecho, al mismo tiempo que se preparaba en el Seminario para ser sacerdote. De ese modo seguiría el consejo de su padre y podría seguir el impulso de Dios. Ese fue el motivo por el que decidió ir a Zaragoza, ciudad cercana y bien comunicada con Logroño, y que sí disponía de una prestigiosa Facultad de Derecho. Como el tiempo demostraría, la elección de estudiar Derecho además de cursar el Seminario fue muy acertada para la misión que le esperaba.
En ese contexto, y con ese sentido último, aquel 28 septiembre se incorporó como alumno interno al seminario de San Francisco de Paula, ubicado dentro del Real Seminario Sacerdotal de San Carlos (ocupaba las plantas tercera y cuarta del edificio; él ocupó la tercera, preparada para alumnos de Teología). Su presidente era por entonces don Miguel de los Santos Díaz y Gómara, obispo auxiliar desde julio de 1920. Durante su estancia en el seminario de San Francisco el rector fue don José López Sierra. Al mismo tiempo, comienza a ser alumno de la Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio, para comenzar el segundo año de Teología. En el Seminario residirá casi cinco años, hasta el verano de 1925; a la Universidad acudirá con regularidad hasta junio de 1924, fecha en la que finaliza sus estudios eclesiásticos en Zaragoza.
Desde el punto de vista externo, Josemaría notó mucho ese cambio en el itinerario de su vida. Era la primera vez que se alejaba de su hogar ya que, aunque en Logroño había estado como seminarista, allí lo hacía como alumno externo. Pero fue sobre todo internamente, por la labor que hizo en él la gracia de Dios y por las circunstancias que le rodearon esos años, donde más se notó el cambio en aquel muchacho que debía y quería prepararse para servir fielmente e Dios en lo que le pidiera.
Podría decirse que fue en Zaragoza donde Josemaría Escrivá descubrió e integró algo que luego enseñaría siempre: la unidad de vida
Bien podría decirse que fue en Zaragoza donde Josemaría Escrivá descubrió e integró algo que luego enseñaría siempre: la unidad de vida, entendida como una profunda y radical unidad que se debe dar en cada persona entre la vida interior de trato con Dios de quien desea ser contemplativo y las manifestaciones externas y humanas de quien ha sido llamado a vivir en medio del mundo.
Experto en humanidad
Los padres de san Josemaría cuidaron siempre con esmero la formación humana de su hijo. Durante su etapa en Zaragoza aquel muchacho siguió creciendo enormemente en esa faceta humana: virtudes como el orden, la limpieza, el cuidado material de las cosas (especialmente el esmero de todo lo que hiciera referencia al culto)… y otras más profundas como la comprensión y la paciencia, o la simpatía y la alegría. Eran virtudes que ya por naturaleza poseía y cuidaba, pero en esos años arraigaron y se hicieron dominantes en su forma de ser y pensar.
También en esos años se formó intelectualmente con la lectura abundante de obras de literatura clásicas que tanto le ayudaron a tener modelos humanos de referencia; y por supuesto aprovechó al máximo la formación teológica y jurídica que recibió.
En definitiva, el aspecto humano de la formación, tan necesario para poder estar verdaderamente disponible a la voluntad de Dios, se forjó definitivamente en Zaragoza en todas sus manifestaciones. Ahora bien, si hubiera que destacar alguna de ellas, tal vez podríamos destacar su amor a la obediencia (lealtad humana y fidelidad sobrenatural) y su enorme capacidad de relacionarse y de vivir la amistad, con las variadas formas que ésta virtud puede adquirir.
Josemaría adquirió ya entonces esa capacidad que siempre tuvo de volcarse en cada persona que conocía
Respecto a la obediencia, fueron años donde aprendió el valor definitivo que llega a tener esa virtud vivida hasta el extremo para poder ser fieles a la voluntad de Dios. Mientras vivía con humildad y sobrecogido con la expectación de algo sublime (“y yo medio ciego, siempre esperando el porqué”), se sometía al flujo cotidiano de la vida tal y como iban tomando forma los acontecimientos, sin poderlos ni quererlos controlar.
Descubrió que los proyectos humanos se van divinizando hasta coincidir con el querer divino cuando nos mostramos verdaderamente disponibles a la moción de Dios. Es significativo y gráfico, en ese sentido, un sencillo y pequeño gesto en su primer día de Seminario. Antes de cruzar el umbral de la puerta del edificio del San Carlos, entregó al portero, que las recibió asombrado, las pipas y el tabaco, todo el aparejo de fumador. Era como un signo de ruptura con pequeñas aficiones, expresión visible de la seriedad con que se disponía a emprender esta nueva singladura, que mostraba la disponibilidad y la libertad con la que afrontaba su camino. A partir de aquel día, Dios se encargaría de darle en esos años muchísimas oportunidades de crecer en esas buenas disposiciones.
Por lo que toca a su enorme capacidad de relacionarse y entablar amistad, no sólo es que tratara con gran afecto y atención a los demás seminaristas (y al mismo tiempo con la fortaleza necesaria propia de la caridad, sobre todo desde que al poco tiempo de ingresar fue nombrado inspector del Seminario), sino que también supo construir amistades que pudo mantener durante toda su vida tanto con aquellos compañeros como con profesores de gran talla intelectual mucho mayores que él.
Más aún, lejos de conformarse con las relaciones puntuales que se le abrían al paso durante esos años, Josemaría adquirió ya entonces esa capacidad que siempre tuvo de volcarse en cada persona que conocía, algo tan propio del alma sacerdotal que crecía en su corazón. En definitiva, pese a su enorme juventud, aprendió por entonces a ser “maestro y guía de santos”.
Piedad de aragonés
Junto a la formación humana y la disposición a obedecer sin límites a lo que el Señor le pidiera, Zaragoza proporcionó a aquel muchacho el tiempo, el lugar y los medios para poder crecer y profundizar en esa “piedad de aragonés” que le habían inculcado en su familia.
Sólo ya su modo de firmar aquellas poesías que por entonces le gustaba escribir con ingenuidad y que rubricaba con la expresión “El clérigo corazón”, o el apodo de “el soñador” o “rosa mística” con que algunos le calificaban –con mejor o peor intención–, ya muestran que aquel seminarista destacaba por su piedad.
Su modo afectivo de tratar a Dios daba cuenta ya de algo que iba a necesitar antes que ninguna otra cualidad: un enorme corazón de carne fraguado en la forja del Corazón de Cristo. ¡Cuánto le ayudaría esa imagen del Corazón de Jesús envuelto en llamas que puede contemplarse en el retablo de una capilla lateral de la iglesia de San Carlos y que pasados muchos años querrá replicar en el Oratorio que lindaba con el cuarto de trabajo y habitación en la que vivió tantos años en Roma! Piedad firme, por más que pasen los años. Piedad de aragonés.
La Virgen le concedió la fortaleza de padre y la ternura de madre que luego le serían imprescindibles en su misión apostólica
Desde luego, también su amor a la Virgen creció muchísimo en esa época hasta desbordarse, gracias entre otras cosas a sus visitas diarias al Pilar. La Virgen le concedió la fortaleza de padre y la ternura de madre que luego le serían imprescindibles en su misión apostólica y sello indeleble de su alma de sacerdote. La ternura, como máxima expresión de la virtud de la fortaleza auténtica. La misma ternura y fortaleza que reparte a manos llenas la Virgen del Pilar constantemente con quienes se le acercan con cariño de hijos pequeños. Piedad de aragonés.
También la piedad eucarística irá entonces in crescendo, acompañando durante aquellos años muchísimas horas a Jesús sacramentado (noches enteras de oración). ¡O cómo recordaba aquellas procesiones del Corpus Christi que recorrían el Coso, con cientos de hombres maduros, con una fe tan grande como los enormes cirios que portaban, mientras acompañaban sobrecogidos a Jesús sacramentado! O su temor y temblor al dar las primeras bendiciones con el Santísimo Sacramento o al dar, sencillamente, la Sagrada Comunión a los feligreses. Piedad recia e infantil. Piedad de aragonés.
Y por supuesto, la Cruz, forjadora de la piedad más auténtica. “Así trata Dios a los que quiere”, recordaba años después, repitiendo esa enseñanza que aprendió de un profesor de Derecho, quien le contaba la historia de un hombre que usaba piedras muy especiales para su molino de canela y que, a falta de ellas y sin poder lograrlas de ningún modo (no eran fáciles de adquirir pues venían de Alemania) recibió de otro el consejo sencillo de buscar en el río cantos parecidos a los que necesitaba y darles vueltas y vueltas ajustadas a la piedra de molino, hasta que tomaran la forma conveniente. Así, puliendo unas piedras contra otras, aquellas piedras quedaron tan lisas como las de Alemania… Y concluía aquel maestro, mirando intensamente al joven seminarista para que calara en su alma inexperta: “Así trata Dios a los que quiere… ¿Me entiendes, Escrivá?, ¿me entiendes?”. Pues bien, así, como un canto rodado y pulido por las aguas y la gracia, del Ebro y de Dios, durante cinco años, Josemaría fue adquiriendo la adecuada forma de Cruz que iba a necesitar para ser aquella piedra del edificio que necesitaría el arquitecto divino para hacer su Obra, hasta el punto de hacerle exclamar dirigiéndose al Señor, desahogando su alma, justo antes de marchar a su primer destino, Perdiguera: “¡Cómo me tratas, cómo me tratas!”. Solía recordar con zozobra su primera Misa en el Pilar ofrecida por el alma de su padre recientemente fallecido, toda una estampa de dolor con la imagen grabada de su madre vestida de luto. Con el tiempo comprendería que todo aquello formaba parte importante de los planes de Dios que sus padres le enseñaron a vivir. Sus padres, con su piedad de aragoneses.
Estos son, muy a vuela pluma, algunos de los motivos que hacen muy relevante el recuerdo de aquel 28 de septiembre de 1920. Las biografías y estudios que gracias a Dios se han ido haciendo, cada vez más profundos y concretos, han ido sacando a la luz muchísimos más que muestran hasta qué punto la etapa de san Josemaría en Zaragoza fue aprovechada por Dios para moldear aquel instrumento fiel que sería el fundador del Opus Dei.
D. Antonio Schlatter Navarro