«La aurora del Día del Sol». La exposición eucarística y la antífona mariana

La bendición con el Santísimo y la antífona mariana de los sábados nos preparan para la celebración dominical y unen nuestros dos grandes amores, Cristo y María, en un momento de la semana.

El día que se llama Día del Sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo [1]. San Justino inicia de este modo su descripción de la liturgia eucarística de los primeros cristianos, poco más de un siglo después de la muerte de Cristo. Desde la resurrección del Señor en el «Día del Sol», los cristianos no han dejado de celebrar juntos la fracción del pan el primer día de la semana, que pronto rebautizaron como Dies Domini o Dominicus: el Día del Señor.

Dentro del tesoro de piedad cristiana que se vive en la Obra, existen dos prácticas que tienen en común su carácter de preparación para el Día del Señor, porque son características del sábado y constituyen como un prólogo de la celebración dominical: la exposición eucarística y el canto o rezo de una antífona mariana. Usando una imagen, podríamos decir que son el primer resplandor –en el fondo del horizonte– del día que nos trae al Sol que nace de lo alto (cfr. Lc 1,78) y que comenzará a brillar en unas horas. Son, por tanto, como la aurora del Día del Sol.

Además, estas prácticas unen nuestros dos grandes amores, Cristo y María, en un momento de la semana. «Procura dar gracias a Jesús en la Eucaristía, cantando loores a Nuestra Señora, a la Virgen pura, la sin mancilla, la que trajo al mundo al Señor. –Y, con audacia de niño, atrévete a decir a Jesús: mi lindo Amor, ¡bendita sea la Madre que te trajo al mundo! De seguro que le agradas, y pondrá en tu alma más amor aún» [2].

Comer con la vista

El origen histórico de la exposición y bendición eucarísticas se encuentra en el desarrollo de la espiritualidad y de la teología sobre la Eucaristía que tuvo lugar en la Edad Media. Las enseñanzas de la Iglesia que respondían y refutaban a quienes negaban la presencia real de Cristo en la Eucaristía, así como el milagro de Bolsena (1263) –que dio origen a la fiesta del Corpus Christi–, suscitaron un gran movimiento de devoción en el pueblo cristiano. El florecimiento de las procesiones eucarísticas, el gesto de la genuflexión ante las sagradas especies, su elevación durante la consagración de la Misa y la mayor importancia que adquirió el sagrario en los templos son algunas manifestaciones de la progresiva reverencia al Santísimo Sacramento que el Espíritu Santo suscitaba en la Iglesia.

Crecía en los fieles un deseo ardiente de contemplar la Hostia Santa para nutrirse espiritualmente de ella: era la llamada manducatio per visum (comer con la vista). De todos modos, surgía un problema: esta visión se limitaba al tiempo de su elevación durante el canon de la Misa. Por eso, algunas diócesis de Alemania comenzaron a difundir en el siglo XIV la costumbre de mantener expuesto el Santísimo Sacramento durante períodos de tiempo más largos, en momentos distintos a la celebración Eucarística. La exposición era animada con cantos tomados de la liturgia de las horas y de la Misa de la fiesta del Corpus Christi, cuyos textos fueron compuestos por santo Tomás de Aquino: Pange lingua, O salutaris Hostia, Tantum ergo, Ecce panis angelorum

El culto eucarístico fuera de la Misa continuó difundiéndose en los siglos posteriores, especialmente después del Concilio de Trento (1545-1563). La reforma de la liturgia que siguió al Concilio Vaticano II ha querido continuar fomentando esta práctica, subrayando su íntima conexión con la santa Misa: «Los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, recuerden que esta presencia proviene del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual» [3]. La exposición y bendición eucarísticas constituyen, en otro espacio del día, la continuidad natural de la celebración de la Misa: de ella nacen y hacia ella conducen. La adoración nos ayuda a ser «almas de Eucaristía», pendientes de él de la mañana a la noche y de la noche a la mañana: «Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del sacrificio del altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el tabernáculo, en el sagrario» [4].

Un corazón que rompe a cantar

La tradición de venerar especialmente a la santísima Virgen en la víspera del domingo es antiquísima en la Iglesia. Quizá su antecedente remoto sea la reunión de los discípulos en torno a María el Sábado Santo; mientras la oscuridad y la incerteza reinaban en sus corazones, ella, modelo de discípula y de creyente, constituyó como la continuidad de la presencia de su Hijo en el mundo. Un autor medieval, Cesáreo de Heisterbach (+ 1240), lo explicaba de este modo: «Solo María mantuvo la fe en la resurrección de su hijo, dentro de la desesperanza general del Sábado Santo, cuando Cristo yacía muerto en el sepulcro. La devoción mariana del sábado se comprende a partir del domingo, el día conmemorativo de la resurrección» [5].

Junto al Día del Señor, desde tiempos antiguos se observó también en algunas regiones una cierta veneración, con diversos acentos, hacia el sábado, en cuanto prolegómeno o hermano del domingo. La costumbre de celebrar la Misa de Santa María los sábados se remonta en cambio a Alcuino de York (+ 804), teólogo y consejero de Carlomagno, que compuso una serie de Misas para los días de la semana, que se celebraban cuando no se conmemoraban memorias de santos. Además, no mucho después, se difundió ampliamente la costumbre de rezar el pequeño oficio de Santa María en sábado de la liturgia de las horas.

Durante el siglo XIII surgió en Italia una devoción vespertina conocida como la laude, que consistía en una celebración con cantos al final del día o de la semana, entre los que no podía faltar uno dedicado a santa María, sobre todo la salve regina. Posteriormente, se difundió el realizar la laude en presencia de Cristo sacramentado, conservado en la píxide o visible en el ostensorio. Al final, el pueblo era bendecido con la Eucaristía y despedido. De este modo, aunque la tradición de venerar la presencia permanente de Jesús y la de honrar a la Virgen María especialmente el sábado surgieron en la Iglesia de modo independiente, ambas confluyeron felizmente al final de la Edad Media. Se originó así una tradición litúrgica y devocional que ha continuado a lo largo de los siglos.

A san Josemaría le gustaba considerar que, cuando el corazón se desborda de amor, prorrumpe en canto. Muchas veces nos mostró cómo rezar con canciones humanas a lo divino. De hecho, a santa María le dedicó con frecuencia sus serenatas de amor: «Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo… ¡Más que tú, solo Dios!» [6]. En toda su historia la Iglesia no ha dejado de cantar loas a la Virgen María, confirmando aquello que ella misma anunció en el magníficat: «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48).

Desde los comienzos de la Obra

San Josemaría quiso que los sábados fueran días para manifestar especialmente nuestro amor a la Señora, de diversos modos: a través de alguna mortificación más y del canto o rezo de una antífona mariana, especialmente la salve regina y el regina coeli en Pascua. Además, desde los primeros pasos de la Obra, en los centros de san Rafael tenía lugar este día una colecta con la que se compraban flores para adornar su imagen en el oratorio y para asistir a los pobres de la Virgen, obra de caridad que el fundador del Opus Dei vio ejercitar con frecuencia a su padre.

En un punto de Forja, san Josemaría explica algunos motivos por los que quiso que en la Obra se vivieran estos detalles de cariño con la Virgen María: «Dos razones hay, entre otras, se decía aquel amigo, para que desagravie a mi Madre Inmaculada todos los sábados y vísperas de sus fiestas.

–La segunda es que los domingos y las fiestas de la Virgen (que suelen ser fiestas de pueblos), en vez de dedicarlos las gentes a la oración, los dedican –basta abrir los ojos y ver– a ofender con pecados públicos y crímenes escandalosos a Nuestro Jesús.

La primera: que los que queremos ser buenos hijos no vivimos, quizá empujados por satanás, con la atención debida esos días dedicados al Señor y a su Madre.

–Ya te das cuenta de que, por desgracia, siguen muy de actualidad esas razones, para que también nosotros desagraviemos» [7].

En las primeras décadas del siglo XX en España era frecuente en iglesias y oratorios la práctica de la sabatina, que consistía en recitar algunas oraciones y cantos a la Virgen, como el santo rosario y la salve, y podía incluir alguna breve plática. San Josemaría participó en ellas con su familia en Barbastro y en el seminario en Zaragoza. Tenemos noticia además de que, al igual que muchos otros sacerdotes del momento, celebraba con frecuencia la bendición eucarística como parte de su ministerio en Madrid, también con aquellos primeros que se acercaban a las actividades de la Obra: en el Patronato de Enfermos, en las clases de formación cristiana en el asilo Porta Coeli, en los retiros mensuales en la iglesia de los redentoristas o en la academia-residencia DYA los sábados y en algunos retiros y solemnidades. El primer círculo de san Rafael que dio nuestro fundador a tres estudiantes concluyó con la exposición eucarística: era el sábado 21 de enero de 1933. Al dar la bendición, san Josemaría entrevió proyectada en el tiempo la fecundidad que a lo largo de los siglos iba a tener esa labor con gente joven: «Tomé al Señor sacramentado en la custodia, lo alcé, bendije a aquellos tres..., y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones... (…) Y me he quedado corto, porque es una realidad a la vuelta de casi medio siglo. Me he quedado corto, porque el Señor ha sido mucho más generoso» [8].

Como parte de la historia del Opus Dei, en diciembre de 1931 san Josemaría resolvió que se cantara la salve a la Virgen los sábados en los centros. En cuanto a la bendición eucarística de ese día, parece que se fue consolidando de modo progresivo en la vida de familia, uniéndose habitualmente al canto de la antífona mariana.

En la Obra, además, la bendición eucarística se puede entender también en el contexto de la prolongación que san Josemaría deseaba que tuviera la santa Misa a lo largo del día, con distintas manifestaciones de piedad [9], con el fin de santificar la vida diaria en y a través de la gracia de la Misa y de la Comunión. Por tanto, estando metidos en los afanes del día a día –en los que el Señor nos llama–, esa continuidad de la Misa se puede favorecer de varios modos, tanto si participamos o no en una bendición eucarística­­: con una visita al Santísimo, con jaculatorias, con la comunión espiritual, etc. Se comprende que la práctica de piedad de la bendición eucarística –aunque no forme parte de las costumbres del espíritu del Opus Dei– haya surgido con naturalidad, por deseo de san Josemaría, en los centros y actividades de la Obra en días señalados como son las solemnidades o algunas fiestas litúrgicas, en celebraciones de familia, en momentos en los que buscamos renovar nuestra vida espiritual junto al Señor con sosiego –como en un día de retiro espiritual– y cada semana los sábados, una jornada habitualmente un poco más distendida y que nos prepara para el día eucarístico por excelencia: el domingo.

En el horizonte del alma

La participación en familia en la Eucaristía dominical nos permite experimentar la cercanía de Dios en nuestras vidas, gracias a la escucha de la palabra de Dios, la homilía, la Comunión y el encuentro con la comunidad cristiana. El canto o rezo de la antífona mariana y también, si lo permiten nuestras circunstancias, la participación en la exposición eucarística de los sábados, pueden convertirse en modos de preparar nuestra alma para ese momento central de la semana y para aumentar nuestro amor a Jesús sacramentado. Podríamos decir que ambas prácticas constituyen ejercicios para avivar concretamente el deseo de recibir al Señor. «El deseo se renueva solo si recuperamos el gusto de la adoración. El deseo lleva a la adoración y la adoración renueva el deseo. Porque el deseo de Dios solo crece estando frente a él. Porque solo Jesús sana los deseos. ¿De qué? Los sana de la dictadura de las necesidades. El corazón, en efecto, se enferma cuando los deseos solo coinciden con las necesidades. Dios, en cambio, eleva los deseos y los purifica, los sana, curándolos del egoísmo y abriéndonos al amor por él y por los hermanos» [10]. El culto eucarístico fuera de la Misa educa el alma a anhelar ardientemente la Comunión sacramental y espiritual: la adoración tiende a la unión. La antífona mariana nos hace crecer en amor a María, cuya misión es siempre conducirnos a Jesús.

Para evitar que ambas prácticas, a fuerza de repetirlas semana tras semana, se conviertan en rutinarias –la rutina es el «sepulcro de la verdadera piedad» [11]–, puede ser de ayuda la meditación pausada de los textos que se cantan o se rezan cada sábado: los himnos eucarísticos, las lecturas bíblicas, las oraciones y letanías y las antífonas marianas. En este sentido, durante el tiempo de silencio de la exposición entramos en diálogo interior con Cristo y paladeamos lo que se ha cantado o leído. No se trata solo de una simple pausa, sino de un recogimiento que nos permite centrarnos en lo verdaderamente importante en nuestra vida, para después transmitirlo a los demás. «Al hablar de la grandeza de Dios, nuestro lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el espacio para la contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de “comunicar aquello que hemos visto y oído”, para que todos estemos en comunión con Dios (cfr. 1Jn 1,3)» [12]. Al mismo tiempo, la liturgia también nos invita a mantener esa actitud de recogimiento en cada Misa, de manera «que la palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos» [13].

Avivar el deseo de recibir al Señor. Paladear las palabras que se dirigen a Dios. Cada uno puede ver el modo de gustar y participar con más amor en las celebraciones litúrgicas. Este esfuerzo repetido, propio de una persona enamorada, por hacer de cada una de ellas un momento de encuentro único con Jesús, puede abrir horizontes insospechados a nuestra vida de piedad.

De este modo, la exposición eucarística y la antífona mariana de los sábados facilitarán que el resplandor del Sol, que es Cristo, brille con especial claridad en nuestros corazones la víspera del domingo, llenando el horizonte del alma con una aurora de amor y esperanza. Especialmente el canto mariano, que es un conjunto de requiebros de afecto, nos encenderá en devoción a María. «Es una mujer maravillosa –exclamaba nuestro Padre en una tertulia–, la criatura más espléndida que ha podido el Señor crear, llena de perfecciones. Que le gusten los piropos no es una imperfección. De modo que ya sabes: tú y yo la piropearemos» [14].


[1] San Justino, Apología, n. 67, 3.

[2] Forja, n. 70.

[3] Ritual de la sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa, n. 80.

[4] Es Cristo que pasa, n. 154.

[5] Cfr. A. Heinz, Der Tag, den der Herr gemacht hat. Gedanken zur Spiritualität des Sonntags, «Theologie und Glaube» 68 (1978) 40-61, aquí p. 55.

[6] Camino, n. 496.

[7] Forja, n. 434.

[8] A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. I, Madrid, 1997, p. 482.

[9] Cfr. Forja, n. 69; Es Cristo que pasa, n. 154, entre otros textos posibles.

[10] Francisco, Homilía, 6-I-2022.

[11] Camino, n. 551.

[12] Benedicto XVI, Mensaje, 20-V-2012.

[13] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, n. 9.

[14] De nuestro Padre, citado en San Josemaría Escrivá de Balaguer a los pies de la Virgen de Guadalupe, en SEDS, número especial, México, 2-X-1976, Ed. de Revistas S. A.

Fernando López Arias