Don José María sería ordenado sacerdote junto con el beato Álvaro (y también con don José Luis Múzquiz) el 25 de junio de 1944. Es conmovedor comprobar cómo donde hay santos surgen otros santos, pues el bien de suyo es difusivo. San Josemaría fue padre, maestro, modelo y guía de santos. Las personas que le siguieron por el camino que Dios le señaló, como José María Hernández Garnica, son modelos próximos, pues vivieron en las mismas circunstancias de sus contemporáneos, aceptando la gracia de Dios que llama a todos a la santidad. El beato Álvaro del Portillo era conocido de José María desde la infancia, pues eran vecinos en la calle Conde de Aranda en Madrid: uno vivía en el número 14 y el otro en el 12. Además, compartieron el mismo patio del colegio del Pilar, donde estudiaban, y creció su amistad en la preparación de ingreso a la Escuela de Ingenieros de Minas, donde ambos se examinaron el mismo día y aprobaron, pero Álvaro se incorporó a la de Caminos, a la que estaba más inclinado, mientras que José María se quedaría en Minas, pues su familia tenía intereses en las minas de Rodalquilar (Almería).
Compartieron el mismo patio del colegio del Pilar, donde estudiaban, y creció su amistad en la preparación de ingreso a la Escuela de Ingenieros.
En julio de 1935, tuvo lugar para los dos un encuentro crucial con Dios. El siete de ese mes Álvaro asistió a un retiro espiritual en el cual, después de la segunda meditación predicada por san Josemaría quedó, según sus propias palabras, “hecho fosfatina”, decidido a entregar la vida a Dios en el Opus Dei. Desde entonces, el trato con José María aumentó todavía más. Durante ese mes, aprovechando las vacaciones de verano, ambos acudían a diario a la Residencia de la calle Ferraz. Hablaban mucho y, en especial, en el largo trayecto de tranvía de regreso a casa. José María pidió la admisión en el Opus Dei tres semanas después, tras haber hecho, por indicación de san Josemaría, un triduo al Espíritu Santo. Una de las cosas que más le llamaba la atención a José María era cómo Álvaro había vencido su timidez tan rápidamente, quizá porque él mismo era también algo tímido. Así, un día le preguntó abiertamente: si no le daba reparo visitar al obispo de Madrid en representación de san Josemaría u otras gestiones con las autoridades religiosas, académicas o civiles. Álvaro, le respondió con toda sencillez: “me acuerdo de la pesca milagrosa y procuro hacer lo que hizo san Pedro: «in nomine tuo laxabo rete». Recuerdo lo que me ha dicho el Padre y me acuerdo de esa escena evangélica”.
Una de las cosas que más le llamaba la atención a José María era cómo Álvaro había vencido su timidez tan rápidamente, quizá porque él mismo era también algo tímido.
El secreto de la fidelidad de estos dos jóvenes ingenieros era que todo lo apoyaban en la oración personal y en el trabajo convertido en oración. La mañana del 19 de julio de 1936, José María y Álvaro estaban a primera hora en la residencia de la calle Ferraz 16, recién instalada enfrente del cuartel de la Montaña, que era asaltado en ese momento. Tuvieron que salir a toda prisa entre la masa enardecida, al igual que san Josemaría, que huyó con el mono de arreglos que usaba José María. Se dispersaron por la ciudad. A finales de ese mes se volvieron a encontrar providencialmente y se fundieron en un gran abrazo. Nunca olvidaría la lección de madurez de Álvaro que le fortaleció, así como otras conversaciones que tuvieron en la cárcel de San Antón, donde ambos coincidieron en diciembre y enero, y sufrieron las consecuencias de la dura persecución religiosa.