No es extraño que al salir de viaje por algún país y visitar sus monumentos más emblemáticos topemos con alguna gran construcción de piedra. Nos quedamos pasmados, sobrecogidos por los siglos –¡o milenios!– que semejantes edificaciones han visto pasar. Quizá han precisado de alguna restauración, pero no mucho para el tiempo que llevan en pie. Algunas, además, no tienen ninguna argamasa o cemento que una sus bloques de piedra entre sí: basta la compresión que hacen unas piedras sobre las otras.
Hijos de un mismo Padre
Al contemplar estos monumentos se nos viene a la cabeza aquella cita del libro de los Proverbios: «Un hermano ayudado por su hermano es plaza fuerte y alta, fuerte como una muralla real» (Pr 18,19); es como una de esos muros de piedra que ha resistido el embate de los ejércitos enemigos, de las inclemencias del tiempo y del paso de los años. Pero permanece ahí: firme, resistente y compacto.
«Un hermano ayudado por su hermano es plaza fuerte y alta, fuerte como una muralla real»
Nosotros somos como esas piedras, y si nos apoyamos los unos en los otros la Obra será como una ciudad firme: «Yo te pongo hoy como ciudad fortificada, columna de hierro y muralla de bronce» (Jr 1,18). «El amor que nos une –recuerda el prelado del Opus Dei– entre nosotros es el mismo amor que mantiene la Obra unida [1]. Por eso, podríamos decir que, en cierta manera, la unidad en el Opus Dei –aspecto esencial y pasión dominante– depende de nuestra vida. Esto es algo que la beata Guadalupe experimentaba de primera mano, y así se lo hacía saber a san Josemaría: «La Obra soy yo misma y no podría ya ser de otra manera. ¡Qué alegría me da sentir esto tan claro y siempre, desde el primer día y cada vez más!» [2].
Nos preocupamos de los demás miembros de la Obra porque son hermanos nuestros. Unidos por lazos sobrenaturales, más fuertes que los de la sangre, vamos edificando el Opus Dei. Es decir, nos vamos ayudando a ser santos y a ser apóstoles. Pero la fraternidad no es una tarea más por realizar entre otras, como el trabajo o las normas de piedad, sino que es una realidad que vivifica nuestro día. Vivimos, rezamos, gozamos y sufrimos sabiéndonos hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos entre nosotros: «La filiación divina está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos (Amigos de Dios, n. 146). Y se expande necesariamente en fraternidad» [3].
Amorosa vigilancia
El día de guardia nos ayuda a querer apuntalar esa ciudad amurallada. Don José Luis Múzquiz recuerda el momento en que oyó hablar por primera vez de esta costumbre. Fue durante una meditación en Diego de León, hacia 1942, cuando san Josemaría, aludiendo a la vigilancia fraterna que habíamos de vivir en la Obra, «repetía las palabras de la Escritura: Custos, quid de nocte? (Is 21,11). Y empezó a vivirse entonces esa costumbre que lleva a cada uno a estar “de guardia” un día a la semana, tratando de vivir con mayor finura el espíritu de fraternidad».
Esa frase de la Escritura sirvió de inspiración a san Josemaría a la hora de escribir aquel punto de Surco: «¡Centinela, alerta! Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la semana, tu día de guardia: para entregarte más, para vivir con más amorosa vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación»[4]. Si volvemos al ejemplo de las ciudades fortificadas, es fácil imaginarnos transitar por ellas a los soldados de guardia, muralla arriba, muralla abajo. Su labor es importante. Si ellos velan, sus hermanos dentro de la ciudad, a resguardo, pueden vivir tranquilamente: saben que el enemigo no podrá entrar. La ciudad está bien guardada por los centinelas.
«Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la semana, tu día de guardia»
Es propio de cualquier familia que entre todos se ocupen de sacar adelante el hogar. Cada uno lo hace a su modo. El padre y la madre se reparten ciertas tareas, al mismo tiempo que saben confiar otras a sus hijos, sobre todo a los más mayores. Y en épocas en las que uno de la familia se encuentra especialmente necesitado, no dudan en ponerse de acuerdo entre todos para asegurar que se sienta cuidado y bien acompañado en todo momento.
Ese hogar que constituye cada familia no es algo que se da por supuesto: es un trabajo artesanal y cotidiano. El día de guardia nos invita a considerar el modo en que «hacemos hogar», porque «cada uno aporta un valor necesario e insustituible» [5]. Todos tenemos unas capacidades únicas que pueden contribuir a hacer felices a los demás. Con nuestros talentos y nuestro modo de ser, podemos ayudar a nuestros hermanos a recorrer el camino a la santidad. Más allá de concretar algo para esa jornada, se trata de vivir ese día desde un corazón transformado por los sentimientos y los afectos del Señor: «No tengáis miedo a quereros noblemente, santamente. Que os queráis mucho: no os dé vergüenza tener corazón. No basta con que nos toleremos. Eso es poco. No basta la caridad oficial, fría. ¡Cariño!, humano y sobrenatural. Hemos de poner el cariño de Cristo inflamado de amor a los hombres, a su Madre, a los apóstoles, a Lázaro. Cuando alguien tiene una pena, todos con él, para padecer esa pena. Y si alguien tiene una alegría, a alegrarnos con él también todos»[6].
Manantial de agua fresca
Todos los hombres estamos llamados a tejer relaciones. Nuestra felicidad no depende tanto de los éxitos que podamos cosechar o de los bienes que logremos alcanzar, sino del modo en que –al igual que Jesucristo– hemos sabido amar y entregarnos a los demás. El cristiano está llamado a salir de sí mismo y establecer vínculos profundos y estables con sus hermanos. La fraternidad verdadera es la que «sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno» [7].
«No tengáis miedo a quereros noblemente, santamente. Que os queráis mucho»
Cuando vivimos con esta lógica cristiana de acercarnos a los demás y buscar su bien, estamos ampliando nuestro mundo interior para compartir y recibir los dones de Dios: nos permite ser ese manantial que da agua fresca a nuestros hermanos. Por eso, lo que podamos vivir en el día de guardia estará dirigido a cultivar esas relaciones, a salir al encuentro del otro y descubrir en él el rostro de Jesús.
En esa jornada, cada uno tratará de pedir a Dios por sus hermanos: cuidará la práctica de las «normas y costumbres; procurará intensificar su trato habitual con Dios, dedicará más tiempo a la oración, añadirá alguna mortificación especial» [8]. Este empeño muchas veces podrá expresarse a partir de las realidades que el día nos propone: desde las prácticas de piedad que ya realizamos –y que podemos alargar un poco alguna– o realizando otras puntuales que ese día nos van bien, ofreciendo luchas de la vida de familia o del trabajo, mortificaciones que nos facilitan el ejercicio de la caridad, etc. En definitiva, los modos concretos con que vivimos esa costumbre –que no es una cuestión de cantidad– son maneras de despertar, de recordarnos algo que ya estamos procurando vivir de modo habitual: tener a nuestros hermanos en el corazón y en la cabeza. Y también en este ámbito podemos poner la creatividad e ingenio de los hijos de Dios.
La fraternidad verdadera es la que «sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo»
Esto nos puede llevar a participar de las alegrías y sufrimientos de nuestros hermanos. En los encuentros o ratos de tertulia habremos oído hablar muchas veces de afanes e ilusiones: proyectos apostólicos y de formación, noticias del trabajo o de la familia de cada uno… Si estamos atentos y tenemos el corazón en las cosas de los demás sabremos encontrar en todo un motivo más para nuestra respuesta a la gracia. El día de guardia nos trae a la memoria todo eso y lo transforma en impulso para la vida interior: «Damos continuamente gracias a Dios por todos vosotros, teniéndoos presentes en nuestras oraciones. Sin cesar recordamos ante nuestro Dios y Padre vuestra fe operativa, vuestra caridad esforzada y vuestra constante esperanza en nuestro Señor Jesucristo» (1 Ts 1,2-3). La fe, la esperanza y la caridad de nuestros hermanos están, de algún modo, en nuestras manos.
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«Mira que la Iglesia Santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un “frente”, donde hay ataques y luchas y contraataques. ¿Comprendes? Esa disposición, al acercarte más a Dios, te empujará a convertir tus jornadas, una tras otra, en días de guardia»[9]. En efecto, el espíritu con que vivimos esta costumbre no es algo accesorio y solo para ese día, sino que se dirige a informar progresivamente nuestra existencia para que esté arraigada cada vez más en el amor del Señor. Estamos llamados a ser esa lámpara que alumbra todos los rincones, la sal que sabe desaparecer para que sea sabrosa la vida en familia. Y así, viviremos «para hacer más fácil el servicio de las almas que se entregan a Dios» [10].
[1]. Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 14.
[2]. Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, Letras a un santo, carta 28-V-1959.
[3]. Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 3.
[4]. San Josemaría, Surco, n. 960.
[5]. Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 19-III-2021.
[6]. San Josemaría, Notas tomadas en una tertulia, 1-XI-1964.
[7]. Francisco, Evangelii Gaudium, n. 92.
[8]. De spiritu, n. 124.
[9]. San Josemaría, Surco, n. 960.
[10]. San Josemaría, Notas tomadas en una tertulia, V-1955.