Más de un millón de peregrinos se reunieron en la vigilia y la Santa Misa de clausura del Jubileo de los Jóvenes en Roma. Entre ellos estaban Santiago (con un grupo del Centro Cultural Alto Colorado), Margarita (junto a la Pastoral UAndes) y el padre Juan Ignacio Izquierdo (junto a alumnos del Colegio Tabancura), que hoy, ya de regreso en Chile, cuentan parte de su experiencia.
Santiago: Encarnar lo vivido en lo cotidiano
Margarita: Doce días recorriendo lugares santos
Juan Ignacio Izquierdo: Un Jubileo con calcetines rotos
El Jubileo de los Jóvenes se enmarca en el gran Año Santo Jubilar, que se realiza cada 25 años en la Iglesia. Así, el último evento de este tipo fue el año 2000 con el Papa Juan Pablo II. Esta vez fue el Papa León XIV quien hizo de anfitrión y en su homilía animó a los miles de jóvenes peregrinos provenientes de todo el mundo a desprenderse de lo material y poner la vista en el cielo:
“Comprar, acumular, consumir no es suficiente. Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las «cosas celestiales», para darnos cuenta de que todo tiene sentido, entre las realidades del mundo, sólo en la medida en que sirve para unirnos a Dios y a los hermanos en la caridad, haciendo crecer en nosotros 'sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de paciencia', de perdón y de paz, como los de Cristo”. Y añadió: “Aspiren a cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos. Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes mismos y a su alrededor”.
Encarnar lo vivido en lo cotidiano (Santiago)

Participar del Jubileo fue una experiencia que nos marcó a todos de forma profunda, tanto en lo espiritual como en lo humano. Compartir con miles de jóvenes de distintas partes del mundo, distintos idiomas y realidades, nos hizo ver que la fe que nos une es real, cercana y viva. En medio de esa diversidad, descubrimos una Iglesia universal, concreta y profundamente presente. Fue un momento emocionante y un llamado claro a vivir con sentido lo que creemos.
El Papa nos habló con fuerza: “Sean sal y luz en el mundo”. En un tiempo donde todo está hiperconectado y, al mismo tiempo, tan fragmentado, necesitamos detenernos, desconectarnos un momento… y volver a conectar con lo esencial.
A los que tuvimos la suerte de estar ahí, se nos entrega también una gran responsabilidad. Como jóvenes católicos, tenemos que estar a la altura. No se trata de grandes gestos heroicos, sino de algo más difícil: empezar por lo simple, lo cotidiano, lo concreto. La familia. Los estudios. El trabajo bien hecho. Las amistades profundas. La coherencia.

El Papa nos dejó tres pilares que no podemos olvidar:
El valor de decidir: nuestras decisiones construyen lo que somos. La importancia de los vínculos: no estamos hechos para la soledad. El llamado a hacer el bien: construir justicia, servir a los más pobres, y vivir como Jesús vivió.
Volvemos a nuestras casas con la convicción de que esta experiencia no puede quedar guardada en un recuerdo. Estamos llamados a encarnar lo vivido en lo cotidiano. A transformar desde adentro lo que nos rodea. Con humildad, pero con decisión. Con fe, pero también con obras.

Doce días recorriendo lugares santos (Margarita)
Ha sido una experiencia increíble. Realmente es un regalo.
Estuvimos 12 días visitando lugares santos, cada uno muy especial. Que nos ayudó mucho a acercarnos a los santos y a poder reafirmar nuestra fe.

Luego llegaron los días de Roma, incluida la vigilia con el Papa. Fue realmente emocionante ver a miles de jóvenes, igual que uno, rezando. Y esperando ver al papa León XIV con su profunda humildad. ¡Qué lindas y esperanzadoras palabras recibimos de él!
Cuesta poder describir en tan poco lo que se vivió. Pero después de estos días queda solo decir GRACIAS a Dios por tan inmenso regalo. Gracias por hacernos experimentar Tu amor en estos lugares santos. Gracias por hacernos experimentar la fe en comunidad. Gracias por hacernos experimentar que el amor más puro y más genuino viene solo de Ti. Gracias por confiar en mí como portadora de Tu esperanza.

Un Jubileo con calcetines rotos (p. Juan Ignacio Izquierdo)
Mientras el Papa hablaba de la amistad durante la Vigilia en Tor Vergata, yo pensaba en los pies destrozados de nuestros tabancureños: suelas rotas, ampollas, calcetines con agujeros a la altura del dedo gordo, canillas picadas por zancudos. Nada de eso importaba. Teníamos el corazón lleno. Tanto así, que mientras el Papa prolongaba la adoración al Santísimo, yo veía a nuestros 20 alumnos —desde 8º básico hasta IVº medio— firmes, con las rodillas clavadas en la tierra, rezando y, sobre todo, dando gracias a Dios por el inolvidable viaje que nos regaló para preparar ese momento. El cuerpo estaba deteriorado, pero la voluntad de amar se había fortalecido. (Cuando miré por segunda vez, lo confieso, vi a muchos sentados).

Partimos el 17 de julio rumbo a Venecia, iniciando la primera etapa de nuestra travesía. Fuimos descendiendo por Italia (en un bus que luego echaríamos mucho de menos) y visitamos los templos jubilares de Venecia, Lucca, Pisa, San Gimignano y Siena. En Viterbo, las comodidades se terminaron: comenzaba la segunda fase. Caminamos durante cinco días unos 120 kilómetros por la Vía Francígena, hasta llegar a Roma. ¿Para qué mencionar las dificultades, cuando todo eso quedó eclipsado por las emociones de la aventura? Es cierto que Antonio (Iº medio) fue picado por unos 5 o 6 mosquitos, que Santiago (IVº medio) llegó con la punta de la nariz roja, que el tobillo de Vicente (8º básico) conoció las propiedades de una planta parecida al litre, sin embargo, ¿qué es todo eso al lado del bosque, el olor a menta, los campos de trigo de la campiña romana, el sonido de las chicharras, la hora de silencio que dedicábamos a la oración personal, las Coca Cola frías que de vez en cuando comprábamos en los kioskos-oasis del camino, y las buenas anécdotas que surgen, inesperadas, en una aventura tan medieval como ésta?
En el último tramo, desde la cima del Monte Mario, divisamos por fin la cúpula de San Pedro. Como tantos peregrinos a lo largo de los siglos, sentimos que ese era el camino más católico, apostólico y romano que podíamos haber elegido. Lo primero que hicimos en la Ciudad Eterna fue cruzar la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro.

Dedicamos cinco días para vivir la última etapa del viaje: visitar las basílicas, las piazzas y fontanas, disfrutar uno que otro helado, y sobre todo participar en las actividades del Jubileo. En eso, nos ocurrieron cosas simpáticas. En la fila para entrar a la Scala Santa (demoledora de rodillas, por cierto), un grupo de franceses organizó una danza para amenizar la espera, y sacaron a bailar a Antonio (Iº medio). En otra ocasión, varios de los nuestros irrumpieron en el vagón del metro para pillar asiento, pero Pedro Pablo (IIº medio) detectó a una abuelita que se había quedado de pie. En el acto se levantó para cederle el asiento. Los demás tabancureños lo aplaudieron. La viejita gozó con los elogios que los demás dirigían a su héroe. Un episodio pequeño, pero revelador. De hecho, este alumno fue soltándose poco a poco y terminó conversando con grupos de jóvenes de todo el mundo, incluso de Alemania. Según él, los católicos compartimos un lenguaje común: la sonrisa.
Uno de los grandes desafíos de la Vigilia fue, sin duda, la enorme cantidad de gente que había. Por suerte contábamos con Franco (IVº medio), pues su altura de 2,08 metros fue muy útil para servir de referencia permanente: gracias a él, nadie se perdió. Imaginen la escena: llegamos al metro Anagnina y desde ahí arranca una hilera de un millón de personas. Jóvenes con olor a bloqueador solar, botellas de agua en la mano y una alegría sincera de caminar hora veinte para llegar a Tor Vergata, el campo donde tuvo lugar el encuentro con el Papa. Si alguien se extraviaba, bastaba levantar cabeza y encontrar a Franco, quien, para mayor eficacia en su labor de faro o de mástil, portaba una enorme bandera chilena ondeando desde un tubo. Su andar era todo un símbolo de unidad, de aprovechamiento de los dones recibidos para cuidar a los demás.

Por su parte, Javier destacó por su intrepidez. Cuando el Papa avanzaba en su papamóvil, no dudó: pidió permiso a Franco y se sentó sobre sus hombros. Desde esa altura era el rey del aire, y aprovechó la oportunidad para sacar una foto y grabar un video. En todo caso, el gran héroe de la jornada —es de justicia nombrarlo—, fue el profesor y líder del grupo, Benjamín Prieto. Él trazó una estrategia genial para nuestro equipo: nos hizo caminar hasta muy adelante, vimos al Papa 3 veces en distintas pasadas con su papamóvil, y escuchamos la adoración eucarística a unos 300 metros del escenario. Todo eso gracias a que no estábamos pendientes de acampar en el lugar, ni de cuidar carpas. Ligeros de equipaje, tuvimos la emoción de saludar al vicario de Cristo en la tierra. Nuestra misión quedó cumplida y al día siguiente volvimos a Chile con el corazón lleno.
Después de tantos kilómetros caminados, suelas gastadas y pies maltrechos, fuimos pensando qué cosas podríamos sacar de la mochila. Cuántos objetos o afanes que pesan y quizá no merecen ocupar espacio en nuestra vida. A la vez, fuimos reconociendo los elementos que sí debieran entrar en el equipaje en las palabras del Papa y en la experiencia de amistad entre nosotros. A partir de este contraste brotó el propósito: conservar la actitud del peregrino, discerniendo entre lo principal y lo accesorio. Caminar ligeros, atentos a lo esencial y dispuestos a escuchar. Ahora nos toca meditar y dar cuerda al mensaje del Papa León XIV, pues queremos llegar a ser auténticos peregrinos de la esperanza. Aunque eso signifique tener calcetines rotos.