Desde hace unas semanas, en el fondo de pantalla de mi iPad aparece el retrato de una mujer; edad indefinida, pero menor que yo. La pintura me gusta, pero no es perfecta. Falla en lo que podría parecer lo más importante, pues no logra atrapar esa sonrisa que me resulta tan atractiva y que a todos llamaba la atención. En cambio, no le reprocharé al artista que no haya sido capaz de recoger sus carcajadas, porque técnicamente es muy difícil plasmar una carcajada en un lienzo y porque tendrán que pasar aún algunas décadas hasta que tengamos en nuestros templos unas pinturas de santos que ríen a carcajadas. No porque no existan (basta ver el caso de san Felipe Neri), sino porque aún son pocas las autoridades eclesiásticas que gocen del humor de un Chesterton.
Con todo, el pintor acertó en mostrar algo importante para mí, su elegancia. Me gustan las mujeres elegantes, tanto como me producen aversión esas cargadas de joyas y trajes ostentosos. Es la elegancia del gesto, del vestido, de la sobriedad que transmite su figura delgada.
"A LO LARGO DE MI VIDA, HE TENIDO LA FORTUNA DE CONTAR CON ALGUNAS GUADALUPES"
Esa mujer entró de pronto en mi vida, de manera inesperada, pero pienso que se quedó para siempre. Hoy me desperté pensando en ella y su recuerdo me acompaña durante el día. Parece raro, en alguien que ha recibido el regalo del celibato; que no tiene la más mínima duda de que ese es el camino que Dios le pide y que espera no perderlo jamás. Pero los hombres necesitamos, cada uno a su modo, a las mujeres. También nosotros, los que hemos elegido ese camino (mi único problema con el celibato es su nombre: ¿cómo se puede haber elegido una palabra tan fea para denominar a una realidad tan atractiva?). Necesitamos a las mujeres porque, como dice Herbert Grönemayer, un cantante muy querido en Alemania: “Männer sind so verletzlich” (“Los hombres son tan vulnerables”).
La mujer de quien les hablo se llama Guadalupe. A lo largo de mi vida, he tenido la fortuna de contar con algunas Guadalupes. Y sé que no habría escrito los libros que he escrito, ni podría hacer las clases que hago, ni nada de lo que la gente considera importante, si ellas no hubiesen estado allí. Ellas son las mujeres oportunas, que están allí, en el momento preciso. Porque, aunque el dicho diga lo contrario, detrás de cada hombre vulnerable hay un buen número de mujeres que lo sostienen. No es que ellas hayan renunciado a sus proyectos en favor del mío, sino que yo soy su proyecto. Ellas me han mostrado, con su ejemplo carente de toda estridencia, que resulta una tontería tener “mi proyecto”. Lo verdaderamente interesante, lo entretenido, lo que hace que la vida sea una aventura, es que nuestros proyectos sean –precisamente– los demás. En resumen, todos estamos llamados a ser los proyectos de todos. Esa es una de las cosas que nos viene a decir el cristianismo y la gente que lo encarna, como es el caso de mi amiga Guadalupe.
"En resumen, todos estamos llamados a ser los proyectos de todos. Esa es una de las cosas que nos viene a decir el cristianismo y la gente que lo encarna, como es el caso de mi amiga Guadalupe"
En la pintura aparecen unos libros sobre una mesa. Sobre la mía también hay muchos, aunque menos ordenados de los suyos. Se ven, en cambio, unos objetos que en el colegio me causaban angustia y temor, porque la Química fue una pesadilla que me amargó la vida en mi adolescencia. Era un buen recordatorio de mis limitaciones, aunque quizá mis sufrimientos se debieran simplemente a que no tuve la suerte de que mi profesora se llamara Guadalupe. Me parece que ella descubrió desde un principio el secreto de una buena clase: los alumnos deben ver, tocar, sentir que al profesor le apasiona su materia y los quiere a ellos.
Una Viajera de Dios.
Guadalupe quería a la Química con toda el alma, pero en cada momento de su vida tuvo que alejarse un poco de ella, porque descubría que, precisamente, en ese momento Dios tenía otros planes para ella. De hecho, hizo su doctorado de a pedazos, tomando un curso por aquí y otro por allá, hasta que lo obtuvo; y no fue un doctorado cualquiera, sino uno que obtuvo un premio importante. Su caso me recuerda una virtud tan importante como desconocida, que Aristóteles trata en su Ética a Nicómaco: la eutrapelia. Es la virtud del buen deportista, que deja el alma en el partido pero que no está dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar. Compromiso, sí, pero también desprendimiento.
Hay una foto de Guadalupe que ilustra lo que intento decir. Se la ve vestida de blanco, con su elegancia de siempre, sentada en un baúl, esos objetos que ya han desaparecido de nuestras vidas y que eran un símbolo del viaje. Porque mi amiga era una viajera, que se metía con pasión en todo lo que hacía, pero siempre estaba dispuesta a emprender rumbo hacia donde Dios la necesitara. Basta con leer sus cartas para comprobar esa actitud suya.
Sin embargo, hay cosas que sus cartas no nos dicen. Concretamente, que las personas que la conocieron pensaban que a cada una de ellas las quería de un modo especial. Pero eso calza a la perfección con su actitud ante todo lo que hacía, porque la Química podía decir lo mismo, y también su docencia, o las residencias de universitarias que sacó adelante. Todo para ella era importante o principal. Eso de estar en lo que uno hace es sencillamente heroico, pero con una heroicidad de estilo Guadalupe, que es la heroicidad apta para nosotros, los vulnerables, los que no creemos que las grandes penitencias o los ayunos al estilo cura de Ars estén a nuestro alcance. Nosotros somos los millones de cristianos que no tenemos el más mínimo interés en ser asados a la parrilla, como San Lorenzo, ni podríamos resistir años de aislamiento en una cárcel vietnamita, como Van Thuan.
"Eso de estar en lo que uno hace es sencillamente heroico, pero con una heroicidad de estilo Guadalupe"
Por eso, para mí ella es tan importante. Y el hecho de que en un lugar de Madrid, un sábado 18 de mayo, la autoridad de la Iglesia declare oficialmente que Guadalupe Ortiz de Landázuri, una persona que, como yo, dedicó su vida a hacer clases, investigar, formar gente joven y equivocarse muchas veces sin por eso perder la alegría de los hijos de Dios es muy importante, imprescindible.
Solo lamento, que la proclamen “beata” y no santa directamente. No piensen que estoy en contra de todos esos pasos que ordena el Derecho Canónico, simplemente sucede que “beata” es otra de esas desafortunadas palabrejas que mi querida Iglesia Católica elige para nombrar ciertas realidades maravillosas. Solo me consuela una cosa: que si atendemos a su etimología, la palabra “beata” simplemente significa “feliz”. Feliz ella y felices nosotros, que recibimos a Guadalupe en el momento en que más la necesitábamos, porque esta hora de la vida de la Iglesia es la hora de la gente de a pie.
Joaquín García-Huidobro
Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes
Columnista político del diario El Mercurio