Soy hija de Eduardo Ortiz de Landázuri y me gustaría relatar algunos recuerdos de mi padre. Por ejemplo, muchas veces nos había hablado de su juventud, aficiones, lugares donde vivió; de sus padres y hermanos. Tenía un recuerdo muy grato de Segovia —ciudad en que nació—, del ambiente familiar, de los círculos militares en que se movían sus padres y como consecuencia ellos, de su afición por la equitación y el mar, de los paseos y del Acueducto que era siempre un marco referencial de sus recuerdos.
Especialmente recuerdo cuando nos contaba —en contadas ocasiones— la muerte de su padre, las inquietudes sociopolíticas suyas, que no coincidían con las de su padre y el revolcón moral que para él supuso la guerra y el fusilamiento de su padre.
Aquellas horas de la madrugada del 8 de septiembre de 1936, en Madrid, cuando les avisaron de que el ejército republicano ejecutaría a su padre esa misma noche, las pasaron juntos mis abuelos y sus hijos. A mi padre le zarandeó el alma la actitud de mi abuelo que aceptaba la muerte una vez que sus subordinados ya habían sido asesinados, para seguir su suerte, aunque se le ofreció la posibilidad de “salvarse” si se “pasaba” al otro bando en guerra.
Esta actitud, junto a la entereza que demostró en aquellas horas su hermana Guadalupe —seis años menor que él y a quien tanto admiró siempre por su decisión y fortaleza—, que daba ánimos a su padre, mantenía a su madre y ayudaba a todos a rezar; esta actitud le supuso un revulsivo que le llevó a cuestionarse muchas cosas y a volver a la fe cristiana.
Mi tía Guadalupe
Años más tarde —en 1944— su hermana Guadalupe pidió la admisión en el Opus Dei como numeraria. Mi padre la acompañó con sus maletas y pertenencias cuando se trasladó a vivir al primer centro de mujeres del Opus Dei, situado en la calle Jorge Manrique de Madrid. Otro nuevo empujón espiritual. Si Guadalupe –a quien tanto admiraba por su vitalidad, alegría, carácter y decisión— daba ese paso, con el desprendimiento familiar y vital que suponía, él recibía otra vez una lección de generosidad con Dios.
Cuando yo nací, mi padre tenía ya cuarenta y tres años; su vuelta a la fe hacía años que la había asumido y ya pertenecía al Opus Dei. Recuerdo desde muy niña que mi padre era muy cariñoso, muy alegre; nos quería con locura y se entusiasmaba con todo. También era muy exigente, en primer lugar consigo mismo.
Pero esta exigencia era siempre ante cosas determinadas, que estaban mal hechas; pero nunca esta característica de mi padre supuso o marcó de manera negativa o rígida la convivencia familiar.
En mi casa se estaba a gusto; volvías de la calle y te encontrabas con un ambiente acogedor, alegre, tranquilo, tanto si él estaba presente como si no.
Un profesor exigente y cariñoso
Era exigente con sus discípulos, los estudiantes de Medicina, aunque los trataba con cariño, como a hijos. Algunos venían a casa, por la noche, a estudiar con él. Si habían cenado, se metían en los papeles; si no, primero cenaban todos, mi padre y ellos, y luego a estudiar. Ellos respondían a ese cariño, le presentaban a sus novias o novios: él siempre aprovechaba para dar algún “consejo”. Algunos vinieron a comer, con la novia, claro. Trataba a las estudiantes con más distancia, sentía un cierto pudor; aunque las quería igualmente, no había tanta familiaridad en el trato.
En una ocasión un estudiante le abordó por un pasillo y le dijo: “Don Eduardo, en realidad ¡qué poco saben los médicos!”. Y él, mirándole fijamente, siguió: “Sí, pero... «ese poco», hay que saberlo para aprobar”.
Exigía quizá más de lo que parecía normal —no en casa, sino en sus relaciones profesionales—, porque él consideraba que en el trabajo hay que excederse, ir más allá de un cumplimiento exacto del horario establecido, del deber en sentido estricto. Tenía una concepción de la Medicina vocacional, total; se implicaba totalmente e intentaba que a su alrededor se viviera así, sobre todo en la Clínica Universitaria de Navarra.
Él tenía un principio que aplicaba muy a menudo y que los que le conocieron lo sabían: “A las diez, o las once de la noche, puedes salvar a un enfermo; a las nueve de la mañana, quizá firmes su partida de defunción.”
Su capacidad de entusiasmo
Yo admiraba en él su capacidad de entusiasmo. Nos solía decir a sus hijos que las personas servimos para muchas cosas y que en todo se puede encontrar un motivo de entusiasmo. Nos explicaba que de pequeño y hasta su juventud él quiso ser marino y cuando llegó el momento, al acabar el bachillerato, se presentó en dos o tres ocasiones pero no pudo entrar en el Cuerpo. Después de varios intentos, decidió hacer la carrera de Medicina. Entonces se reía y le decía a mi madre: “Vete a saber, Laurita, por qué mares andaría yo ahora”.
Estudiaba mucho, se preparaba las clases por la noche, al llegar a casa, después de cenar; también en los viajes; en los ratos que le quedaban... Recibía muchas revistas de Medicina; estaba al día y procuraba que los de su alrededor también lo hicieran. Recuerdo que en una ocasión un antiguo alumno de la Universidad que era norteamericano, le escribió desde su país y comentaba las mejoras que habían introducido en una granja de pollos y sus buenos resultados. Enseguida, al recibir la carta, recordó a otro antiguo alumno que era navarro y tenía también una granja de pollos. Le escribió para ponerlos en contacto e hizo llegar a la Facultad de Biológicas de la Universidad esos datos, para que estudiaran el tema y vieran si esas mejoras se podrían introduciren las empresas españolas.
Tenía un trato cordial con sus alumnos. Recuerdo un día de mucha lluvia. Llegó a casa con los zapatos llenos de barro y nos contó con mucha ilusión que un alumno suyo que iba en coche por su mismo camino —entonces era una pista de tierra que la llamaban pomposamente en Pamplona “la carretera de la longaniza”—, le había parado y le había traído en coche. Durante el trayecto hablaron animadamente, sin las distancias que uno se podría imaginar que establecería entonces un catedrático universitario con un estudiante.
Un gran trabajador
Su dedicación a los enfermos era total. Los quería como si fueran de la familia. Iba a verles a la habitación y se sentaba al borde de la cama; a veces les cogía de la mano, o les acariciaba la cara. Se preocupaba por sus necesidades. Otro de esos principios que regía su manera de aplicar la medicina era: “El enfermo siempre tiene la razón.” Con esto se refería a la importancia que había que dar a la visión que el propio enfermo tiene de su enfermedad, a su percepción subjetiva y a sus necesidades más o menos objetivas. Por ejemplo, sé que en algún caso había pedido que se le sirviera un vaso de vino a un enfermo, porquelo solicitaba y aquello podía aliviar en algo su malestar.
No hacía con ostentación su trabajo; es decir, trabajaba, rezaba, vivía su vida sin explicar porqué se comportaba así. Lo que pasa es que los que estábamos cerca —por familia o por trabajo— nos dábamos cuenta de que la única explicación que tenía su vida de entrega era el amor a Dios. El hecho de su traslado, con toda la familia a cuestas, de Granada a Pamplona no podía entenderse de otra manera. En Granada había dejado muchas cosas muy atractivas humanamente y en Pamplona se encontró con un reto impresionante.
Se preocupó mucho de nosotros, sus hijos. A pesar de la intensidad y extensión de su actividad profesional, siempre se ocupó de nuestras cosas. Y especialmente de mi madre. Ellos dos, mi padre y mi madre, estaban muy compenetrados. De otra manera, no hubiera sido posible la vida que vivió. Estaba pendiente de nuestras cosas, aunque fueran pequeñas y las vivía con entusiasmo. A cada uno nos quería de una manera diferente. Con mi hermano Eduardo, que está enfermo, se volcaba de una manera más afectuosa.
Un hombre de fe
Era un hombre de fe. Su vida no tiene otra explicación. Todos los días iba a Misa, a las ocho de la mañana, en la Clínica. Solía ayudar al sacerdote en la celebración; le hacía mucha ilusión, parecía un niño. Las otras personas que asistían habitualmente a aquella Misa ya sabían la ilusión que le hacía; por eso nadie más se adelantaba. Lo hizo hasta que cayó enfermo.
Todos los años, al atardecer del Jueves Santo, saliendo del Oficio de ese día, nos llevaba a visitar Monumentos. Estaba alegre, saludaba a la gente... pero, al entrar donde estaba el Señor expuesto, cambiaba su gesto y rezaba. Nos enseñaba así la autenticidad de la fe. Dentro de la iglesia no había nada más importante que el Santísimo. Él hacía un esfuerzo de recogimiento, se olvidaba de todo lo demás. Creía con firmeza en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Yo así lo percibía.
Pasó por Barcelona en el mes de agosto anterior a su setenta cumpleaños. Como siempre, venía con gestiones relacionadas con la marcha de la Universidad o de la Clínica y me contó que había asistido a un medio de formación —quizá a un curso de retiro espiritual—; que le pasmaba, a su edad, estudiar cada día el catecismo de la Iglesia Católica, como cuando era niño. Estaba contento y asombrado al mismo tiempo. Me pareció que se veía —él, un hombre de ciencia— como embobado ante la sencillez de las fórmulas de la fe que se recogían en aquel catecismo.
Todos los días mis padres rezaban el rosario antes de ir a dormir. Eran a veces las tantas de la noche y llegaba cansado, y decía: “Laurita, el rosario”; lo llevaba mi madre y él contestaba yendo arriba y abajo por el pasillo, para no dormirse. Los hermanos lo sabíamos y si alguno quería se podía unir –aunque no solíamos hacerlo—; en mi familia no fue costumbre rezar el rosario juntos. Solamente cantábamos la “Salve” los sábados por la noche. Era la única oración que rezábamos juntos.
Esa fe se traducía en un sentido sobrenatural que le llevaba a “encajar” las cosas difíciles de la vida como algo querido por Dios. También el trato con el Señor le llevaba a entender o a intuir cosas que se escapan al razonamiento humano. A mí me parecía que la fe vencía en él el propio juicio humano, cuando algo no lo entendía, o le costaba aceptarlo. Decía a veces: “Dios sabrá por qué”. Sin embargo vivía la fe de una manera personal: nos la inculcaba y tú veías que su vida respondía a la fe. Sus ilusiones, además de la familia, eran su trabajo, la Universidad, los amigos, el progreso humano y científico. Pero nunca me forzó a rezar, nos invitaba a acompañarle a hacer una visita al Santísimo, bendecía la mesa, rezaba por cosas preocupantes (las guerras, noticias de la televisión...).
Un día, fuimos juntos a ver a mi hermano Eduardo —Eduardito le llamaba—, al hospital psiquiátrico, y salió de allí muy pensativo. “¿Sabes qué he pensado a veces? Que Eduardito tiene una percepción enorme de lo sobrenatural. Que tiene una gran pureza interior: como ninguno en casa”. ¿Qué le llevaba a esta conclusión? No sabría responderlo con seguridad, pero me parece que creía tan de veras que al hacer oración llevaba sus preocupaciones y así veía mejor y más lejos que con la simple mirada humana.
Todos los días hacía media hora de oración, antes de participar en la Misa. También rezaba durante el día. A veces le vi mirar a una imagen de la Virgen o a un Cristo y me parecía que tomaba una resolución, un impulso para seguir dándose o haciendo lo que en aquel momento debía hacer. Tenía mucha devoción a la Virgen.
Alguna vez le oí contar aquella breve conversación que mantuvo en el Colegio Mayor Aralar con el fundador del Opus Dei, el primer día que se vieron físicamente. Estaban con alguno más y mi padre —lo contaba diciendo: “Me eché un farol”— le dijo al fundador: “Padre nos pidió una Universidad y aquí está la Universidad”. Y lo que éste le contestó rápido: “No Eduardo; no te pedí que vinieras a hacer una Universidad. Te pedí que vinieras a hacerte santo haciendo una Universidad”. Aquella expresión se le quedó muy grabada.
Cuando supo que tenía un cáncer irreversible reaccionó con serenidad y rezando más. Decía que le daba pena sobre todo por mi madre. Aprovechó aquellos meses de vida para hablar más claramente de Dios a los que nos encontrábamos cerca. Habló con familiares, enfermos, colegas... Le hicieron diversas entrevistas y un homenaje en la Universidad. En todas estas ocasiones buscaba la manera de hablar de Dios, especialmente con quien veía más alejado. Cuando le hospitalizaron definitivamente, quiso hablar a solas con algunas personas, y nos hacía salir de la habitación a los que le acompañábamos.
Un hombre lleno de esperanza
En el final de curso del año 1975 vivió unos momentos muy duros. El 26 de junio de aquel año murió repentinamente en Roma san Josemaría, a quien quería como a un auténtico padre. El 16 de julio siguiente moría en la Clínica Universitaria su queridísima hermana Guadalupe, a quien habían realizado una operación de corazón de la que había salido estupendamente, pero una pequeña complicación del postoperatorio le provocó un final imprevisible para todos. Una semana más tarde, el 23 de julio, moría en la misma Clínica su madre, que llevaba todo el curso ingresada y seminconsciente.
Él comentó que había recibido como un “mazazo” en menos de un mes. Rezó por su madre y hermana; las veló en las horas previas al entierro y se quedó tranquilo, pero más callado que de costumbre, más pensativo. No recuerdo de quien fue la idea pero pensamos que necesitaba un reposo. Nos fuimos a pasar tres días a Zumárraga (Guipúzcoa), el pueblo de mi madre, en un sencillo hostal de unos conocidos de la familia. Les acompañamos mi hermano Carlos y yo. Fueron tres días de tranquilidad, paseos, en los que mis padres recordaban su noviazgo; el viaje que hizo mi padre después de la guerra para recomenzar sus relaciones; las comidas de mi abuela materna que era una gran cocinera... Esos tres días rezamos, fuimos a misa, como siempre, y volvió a Pamplona tranquilo, convencido de que teníamos tres aliados en el Cielo.
En aquellos años de Pamplona, de vez en cuando, algún “enfermo” —un paciente quería decir— le regalaba algo. La algarabía y contento de la casa —de los pequeños especialmente— cuando llegaba con el regalo era enorme. Pero de vez en cuando, no lo traía: se lo regalaba a otra persona. Recuerdo, por ejemplo, que un día le habían obsequiado con un cuadro y nos lo describió: era una obra de arte. María Dolores Barrios, la secretaria que trabajaba con él desde hacía años, comentó: “¡Qué bonito, don Eduardo!”, “Sí... ¿Le gusta?... Pues para usted, María Dolores”.
Mi padre era un hombre de fe —no un iluminado—, y conocía la realidad, la dificultad de los hechos, de los fenómenos; pero la fe le llevaba a suspender el puro juicio humano y dejar un amplio espacio a la esperanza: “Dios sabrá por qué”, decía.
No tuvo una vida fácil, ni su esperanza le impedía ver con realismo los problemas humanos que iban surgiendo. Él los citaba con su nombre preciso —en el caso de enfermedades, fallecimientos, negativas, alguna incomprensión...—, pero le pesaba más en la balanza su esperanza en Dios. No fue un hombre ingenuo o soñador; era optimista por carácter pero por encima de esto pasaba su esperanza en Dios y en la vida eterna.
Desde que mi hermano Eduardo ingresó en el psiquiátrico, iba una vez por semana a verle, muchas veces los domingos, y los pequeños le acompañábamos. El psiquiátrico estaba entonces bastante abandonado, en un edificio de techos altísimos y pasillos interminables. La verdad es que aquel entorno impresionaba por su frialdad y aparente dureza. Antes de entrar a la zona donde estaba mi hermano, dábamos una pequeña vuelta, subíamos a la pequeña capilla de las monjas. Allí, al entrar, hacía la genuflexión y rezaba unos instantes. Habitualmente a la hora en que íbamos no había nadie en la capilla. Nos quedábamos solos con él ante el sagrario. Rezaba profundamente, no había duda. Al marcharse, volvía de nuevo. Alguna vez pensé, por su gesto y su actitud, que allí —en el sagrario— dejaba esa preocupación humana tan grande. “¡El misterio de Eduardito!” (como alguna vez había dicho.)
Tenía mucho cariño a la imagen de la Virgen que hay en la ermita en el campus universitario. Iba muy a menudo a verla y rezar un instante. Pasaba, subía las escaleras, estaba allí un momento, y regresaba a su trabajo. También lo hacía con mal tiempo, lluvia o nieve. Le atraía mucho.
En cierta ocasión le regalaron algo que le hizo gran ilusión. Con motivo de algún aniversario de la Escuela de Enfermeras, le obsequiaron con un esmalte que reproduce la imagen de la Virgen del Campus, sobre un fondo de terciopelo de color beige, rodeado de una greca de plata y coronado con un escudo de la Escuela de Enfermeras, también de plata, que donó una de las enfermeras. Le impresionó aquel gesto, porque en él se unían dos amores predilectos: la imagen de la Virgen del Campus y la Escuela de Enfermeras, de la que se había ocupado personalmente con mucho interés. Colocó el objeto en un lugar destacado del comedor, donde todavía se encuentra.
Profundamente enamorado
Tenía siempre presente a mi madre, aunque, dadas las circunstancias de salud de ella, muchas veces no le pudiera acompañar en sus viajes. Sin embargo todos sus amigos conocían a mi madre, porque la conocían realmente o porque mi padre siempre la nombraba: “Esto le gustaría a Laurita”, “No sé qué pensará Laurita”, “Hablaré con Laurita”, etc.
A los nuevos amigos les decía: “Tenéis que venir a casa a comer; conoceréis a Laurita”. Lo puedo decir porque al vivir fuera de Pamplona, a veces nos veíamos en otro ambiente, entre otras personas, y se lo oía decir. También sus amigos al verle, conociendo su ternura por mi madre, le preguntaban por ella. Me parece que era algo sabido por todos: estaba profundamente enamorado de mi madre.
Le interesaban todas nuestras cosas, aunque fueran de poca monta: aquel examen, un malestar, las cosas del Instituto, los profesores —las notas ¡por supuesto!—, los planes que teníamos, etc. Y a todo le sacaba punta; una especial profundidad por tratarse de “nuestras cosas”; a veces bromeaba y otras se preocupaba, según. Durante tres años hice una excursión típica de Pamplona, que se llama “La Javierada” y que consiste en ir andando de Pamplona a Javier, que son unos 50 kilómetros. Estaba orgulloso cuando la hacía aunque llegara a casa muy cansada. Hacía suya aquella “proeza”; me decía: “¡Eres un fenómeno!”. Y luego lo contaba a sus amigos, colegas, enfermos, e incluso en una ocasión al fundador del Opus Dei. Disfrutaba con mi hazaña, aunque, por supuesto, en casa nadie dudaba que al día siguiente iría a clase. Nos enseñó a ser fuertes e incluso a disimular el cansancio, con la alegría de haber conseguido algo, pero sin exagerar.
En uno de sus viajes relámpagos, reclamado por algún enfermo de Zaragoza, hizo el viaje en taxi. Como tenía por costumbre, por el camino hablaron y, al saber el taxista que su cliente era médico, le contó algunas molestias que tenía. Le hizo parar el coche en el arcén de la carretera; allí mismo le auscultó con el fonendo yle hizo un reconocimiento. Siempre que iba en taxi o en un coche con chófer se sentaba al lado del conductor porque le parecía mejor no establecer diferencias o distancias. Si viajaba en taxi o con un chófer y comían en el camino, no permitía que el conductor comiera a parte.
A principio de los años sesenta fue a Canarias con motivo de algún congreso. Un catedrático —Durán se apellidaba— le invitó a comer a su casa y así conoció a toda la familia. Entre los hijos había uno que había acabado el bachillerato y aún no sabía qué estudiar. Mi padre le animó a hacer Medicina e ir a estudiar a Pamplona. Al chico y a la familia les pareció bien, y a principio de curso el estudiante se trasladó a Pamplona. Mi padre le trató durante aquellos años casi como si fuera un hijo suyo: le invitaba a comer y él, que era muy simpático, a veces nos presentaba a una novia.
Hacia el final de la carrera este chico canario pidió la admisión en el Opus Dei como numerario y más adelante se ordenó sacerdote. Mi padre tuvo una gran alegría con todo esto y nos hacía pensar cómo Dios se vale de nosotros para hacer algo grande. Nuestro amigo canario después se fue a un país de África y allí sigue. Mi padre mantuvo esta estrecha amistad y seguía al día la labor apostólica que se hacía en África.
Un despistado proverbial
Mi padre tenía fama de ser un despistado proverbial y con razón. Por ejemplo, cuando mi hermano Carlos empezó a fumar a escondidas, se lo prohibió, ya que lo consideraba prematuro. Al cabo de unos días, iban juntos por la calle y Carlos oyó, sin llegárselo a creer, que mi padre le ofrecía tabaco: no es que hubiera cambiado de parecer, es que se había olvidado de la prohibición. Pues bien; puesto que era despistado, había adquirido la costumbre, a modo de disciplina, de escribir lo que hacía, lo que le quedaba pendiente, los compromisos, etc.
Al volver de una gestión, en casa, después de cenar, antes de acostarse, en el tren, en un viaje en coche, escribía la carta en borrador, dando las gracias, recordando lo que habían quedado, enviando unas señas que no tuvo a mano en su momento, etc. Podría decir que “solucionaba” sus posibles despistes con diligencia.
Aunque él decía de sí mismo —y mucha gente lo corrobora— que era muy despistado, sin embargo se ocupó personalmente de las gestiones para comprar un panteón en el cementerio de Pamplona y de trasladar allí los restos de otros familiares ya difuntos. Se preocupó vivamente por el futuro económico de mi hermano Eduardo, dejando las cosas ampliamente resueltas de manera que —como alguna vez había comentado mi madre— a su muerte no pudiera haber enredos entre hermanos.
En uno de los últimos viajes que hice a Pamplona, antes de que muriera —debía de ser a final de abril o primeros de mayo de 1985— estaba ya ingresado en la Clínica. Tenía una ictericia impresionante. El color amarillento de la cara y el contraste con el blanco de los ojos le daba un aspecto lastimoso. Cuando me despedí, estaba sentado en la silla de ruedas, con una manta en las piernas y con fuerza me dijo: “¡Ánimo, que la vida empieza!”. Con esta expresión cerré la puerta de la habitación, bastante impresionada por la despedida tan animosa que, por otra parte, no sabía si la refería a mi vida o a la de él.
Antes de ponerse enfermo, iba a todas partes andando. Medía las distancias por tiempo de camino. Solía coger la carretera que se llamaba “de la longaniza” para llegar a la universidad. Cuando hacía mal tiempo aquel camino se encharcaba o se embarraba. A menudo si pasaba en coche un amigo, un alumno... le recogían y luego lo contaba agradecido: ¡le había llevado en coche un estudiante!
Recuerdo algunos días, que venía a comer con poco tiempo y, al acabar, se nos quedaba mirando, como disfrutando de ese instante y enseguida hacía un gesto muy característico y decía: “Anda, que hay que empezar de nuevo”. Se lo decía a sí mismo. A mi padre se le notaba que luchaba para ser fuerte pues, aunque lo era por carácter, muchas veces le podía el cansancio o el sentirse a gusto en casa, cuando en la calle hacía frío o nevaba, por ejemplo. Nunca lo recuerdo en cama. Era fuerte consigo mismo pero se enternecía con los demás, especialmente con los débiles, enfermos o pequeños.
Un hombre vital
Tenía buen apetito. Bromeando decía que era "la mejor cuchara de Europa". Le gustaba la cocina española, el cocido, las sopas, el queso... De Granada conservaba su afición por el gazpacho y las ensaladas. Y de todas partes su pasión por los dulces. También bromeaba con mi madre, que es una gran cocinera, y le decía: “Laurita, nos hemos equivocado, teníamos que haber puesto un restaurante. Nos hubiéramos forrado!”.
Sin embargo, era muy sobrio en la comida y en la bebida, y sólo tomaba un poco de vino con el almuerzo. Los domingos, a veces, “una cervecita —decía— como en los tiempos de Madrid”. También le gustaba mucho nadar y el mar. Mi padre era muy vital. Cuando tenía ocasión, se daba un chapuzón: en casa de mis tíos, en Ullíbarri o en San Sebastián. Aunque la verdad es que no lo podía practicar mucho.
Dormía poco. Llegaba tarde por la noche y a veces se dormía tomando el postre o entre los papeles al ponerse a estudiar. Los estudiantes que traía a casa para estudiar una lección o repasar unas anotaciones, se medio dormían con él. A veces mi madre les sacaba unos caramelos para mantenerlos despiertos o chocolate, que le gustaba muchísimo.
Era muy austero con las cosas; siempre utilizaba un bolígrafo común y barato, no tenía pluma; sus carteras eran sencillas, nunca pensaba en las marcas, aunque le gustaba ir bien vestido, con porte, los zapatos brillantes. A veces se avergonzaba porque, con lo que llueve en Pamplona, llegaba a algún sitio con barro en los zapatos. También pedía perdón si se había manchado y daba trabajo a los demás: llevar la ropa a la tintorería, lavar algo, etc.
Último recuerdo
La mañana del diecinueve de mayo de 1985, domingo, llegué a Pamplona y estuve junto a su cama hasta que rindió su alma a Dios, el lunes 20 de mayo. En esas horas, hablamos y rezamos juntos. Tenía ya una gran dificultad para expresarse pero estuvo muy cariñoso al verme. Rezábamos con él aquella jaculatoria que utilizó en los últimos años de su vida y que se recogió en su recordatorio: “¡Señor, auméntame la fe, auméntame la esperanza, auméntame el amor, para que mi corazón se parezca al tuyo!”.
Guadalupe Ortiz de Landázuri