"Afuera, en la fría noche de los campos de Belén, reinaba un profundo silencio.
Tan profundo era que casi podía sentirse el tic-tac del engranaje cósmico de planetas y estrellas, como un gran reloj, cuyas infinitas piezas se movían a velocidades y ritmos diversos, y que funcionaban con armoniosa exactitud.
El aire, fresco y puro, invitaba a ser inspirado y expirado lenta y profundamente, y traía consigo, aromas de la lejanía, que nunca antes habían sido percibidos. La luna con su mano delicada, blanca, pálida, pintaba de magia árboles y campos.
Toda esa maravilla permanecía oculta a los ojos del pequeño Eliaquim. Era ciego. A raíz de una complicación en el momento del alumbramiento había perdido la vista. No era un niño triste. Tenía ya once años y por primera vez acompañaba a su padre Abiud, pastor, en el cuidado del ganado durante la vigilia nocturna. Había desarrollado excepcionalmente el sentido de la audición y podía casi oír el caminar de los insectos sobre el agua de los arroyos, la caída de las hojas en otoño en los árboles del bosque y conocer el momento exacto del zenit y del ocaso....Pero, sobre todo, era capaz de percibir en el tono de la voz humana, en sus finas inflexiones y matices, el sentir y el querer del corazón.
No creía en Dios y mucho menos alimentaba en su corazón la esperanza de la venida de un Mesías
Con cuánta atención y asombro había escuchado hace unos momento la voz de aquel visitante del otro mundo: una voz potente y, al mismo tiempo suave, una voz que casi no podía contener la alegría y convertirse en canto: -¡Alegraos, había dicho el Ángel del Señor, os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador! Y ahora, junto a su padre y a los otros pastores se dirigía al lugar del acontecimiento.
A decir verdad, Abiud se dirigía con desgana al lugar. No creía en Dios y mucho menos alimentaba en su corazón la esperanza de la venida de un Mesías. Todo había comenzado con el nacimiento de Eliaquim y su consecuente ceguera... y luego, la repentina muerte de su mujer en pocos meses como consecuencia de un cáncer galopante, cuando Eliaquim contaba siete años. Había dejado, por eso, de asistir a la sinagoga y de rezar. Su visión de la religión se había reducido a lo estrictamente pragmático, y entendía sin entender a Dios en clave política... como si la fe se tratase del escenario en el que líderes religiosos luchaban por conquistar ambiciones y fines terrenos, contingentes. Por otra parte, su carácter se había enrarecido paulatinamente. No era infrecuente que se encontrase de mal humor y ante la menor contrariedad reaccionase destempladamente. Algo había en él que lo movía a aportillar en muchas ocasiones los diálogos con sus conocidos y amigos con comentarios irónicos, sarcásticos o amargos.
Buscaba silenciar su inquietud interior con un frenético e innecesario ejercicio de su trabajo, y encubría, muchas veces, el vacío que lo devoraba con una aparente alegría, con un falso acento de seguridad en el tono de su voz, con carcajadas destempladas, cuyos ecos se perdían en la nada... como las risas fatuas de un baile de máscaras. Todo parecía tan sin sentido, tan sin respuesta...

La caminata de los pastores por los campos de la fría y luminosa noche, ya los había llevado al sitio indicado por el ángel. Estaban ahí, en el interior de una gruta de piedra en cuyo centro ardía un fuego atizado por un hombre joven y fuerte. Junto al fuego, se encontraba una mujer con un niño recién nacido en brazos. Reinaba un silencio casi místico y, al mismo tiempo, refulgía en el ambiente una claridad especial, cristalina, que no provenía del crepitante fuego, sino que de los rostros del hombre, de la mujer y del niño.
refulgía en el ambiente una claridad especial, cristalina, que no provenía del crepitante fuego, sino que de los rostros del hombre, de la mujer y del niño
Al percibir la presencia de los pastores, el hombre, cuyo nombre era José, les dio la bienvenida y los invitó a incorporarse al calor del hogar. Su voz grave y serena transmitía paz, seguridad. Pero lo que cautivó inmediatamente la atención de todos los recién llegados, fue el conjunto compuesto por la madre y el hijo. Podía decirse que era como una paradójica representación de la Pietá: con ternura de madre, la mujer abrazaba al niño recién nacido, con ternura de madre, la mujer recibiría entre sus brazos al hijo recién sacrificado.
La belleza de la mujer, cuyo nombre era María, no tenía igual. La simetría y proporción de sus facciones y de su figura superaba todos cánones establecidos por maestros egipcios, semitas y griegos, y, como es lógico, no se encontraban esculpidos en la piedra, ni pintados sobre la tela, sino que estaban ahí realmente presentes: era una belleza que respiraba, que sentía y que amaba. En su mirada había una profunda calidez, y su sonrisa abierta derribaba toda hipotética barrera levantada por el asombro y la natural reserva del primer encuentro... con algo tan único.
con ternura de madre, la mujer abrazaba al niño recién nacido, con ternura de madre, la mujer recibiría entre sus brazos al hijo recién sacrificado
María percibió inmediatamente la presencia y condición del pequeño Eliaquim, que permanecía como oculto entre el conjunto de robustos pastores. Dirigiéndose a él le dijo: -Hijo mío, acércate a mí. El corazón del pequeño se sobresaltó, pues sólo una persona en la tierra lo había llamado así antes, con esa entonación en la voz, con ese cariño en las palabras: su madre. Se acercó, pues, con paso incierto, sumido en la doble oscuridad de la gruta y de sus ojos, al lugar desde donde provenía la voz, al lugar desde donde provenía la luz. -El niño que tengo en mis brazos, dijo María, es el santo de Israel, el hijo del Altísimo, y su nombre es Jesús. ¡Pídele algo, hijo, que quieras de verdad, con toda tu alma!
Abiud al oír estas palabras, pensó en un instante decir a su hijo que pudiera por la curación de su ceguera, pero luego se dijo a sí mismo: -¿qué sentido tenía eso, si no existía santo alguno, ni Altísimo, ni Mesías?
Eliaquim se puso lentamente de rodillas y formuló su petición: - ¡Jesús, niño del Altísimo, haz que mi padre crea! Estas palabras provocaron como una explosión en los oídos y en el corazón de Abiud. Su concepción en clave política de la fe y de la religión, su concepción del mundo y de la vida se derrumbó como un viejo edificio que ya no tenía cimientos; cayó el edificio lenta y pesadamente, estrepitoso, junto con el caer de las lágrimas de sus ojos. Eran lágrimas ardientes, purificadoras. Cayó el pastor de rodillas y dijo casi gritando, sacudido por los sollozos que convulsionaban su pecho: - ¡Jesús, mira con compasión mi pobre vida, mira con compasión mis sufrimientos y mis pecados. Sé que eres el Santo de Dios!
Simultáneamente algo prodigioso se operaba. - ¡Papá, dijo el niño, qué suave es el efecto de la luz en mis ojos, qué bonito es el color, qué variadas son las sombras y las formas. Eliaquim veía. La mirada del padre llena de lágrimas y de fe se cruzó con la mirada pura y recién nacida del hijo. Padre e hijo se abrazaron, se fundieron en un abrazo que era como una perfecta escenificación de la felicidad.
Mirad que el Señor viene con poder, para iluminar los ojos de los ciegos
Afuera, en la fría noche de los campos de Belén, reinaba un profundo silencio. Corría una suave brisa. Y en el murmullo de esa brisa era posible oír unas palabras. Sí, eran las palabras de la antigua profecía: Mirad que el Señor viene con poder, para iluminar los ojos de los ciegos.
Afuera, en la fría noche de los campos de Belén, las estrellas refulgían con un nuevo fulgor....
Por fin el cielo había bajado a la tierra".
¡Feliz Navidad!
Alfonso García-Huidobro C. Sacerdote de la Prelatura del Opus Dei. Vive desde el 2010 en la República Checa impulsando la labor de la Obra en ese país.
Un burro afortunado: un cuento de Navidad, de Cristián Sahli Lecaros, que comparte 10 minutos con Jesús.
