«Es el Señor»: El acompañamiento espiritual (I)

Todos necesitamos compañeros que, con su conversación cercana y su aliento, nos ayuden a navegar por la vida, al servicio de «la acción siempre original del Espíritu Santo» en nuestra alma. 15.º entrega de la serie "Combate, cercanía y misión".

«Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús» (Jn 21,4). De madrugada, junto al mar de Galilea, el Señor resucitado se presenta misteriosamente a sus discípulos, quizás medio oculto por la bruma que sube desde el agua. Su voz, aunque también velada, llega con fuerza: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?». Ellos responden que no. Todavía no saben quién les está preguntando, pero hay algo en esa voz que les hace escuchar con atención y que los prepara a seguir sus instrucciones: «Echad la red a la derecha, y encontraréis». Obedientes, echan las redes; y, en un contraste sorprendente con los esfuerzos de toda una noche, pescan en abundancia. Mientras los otros discípulos se maravillan de las redes rebosantes, San Juan levanta la mirada. Él ve mucho más allá de los peces: reconoce al que les acaba de hablar. Y dice a Pedro: «¡Es el Señor!» (cfr. Jn 21,4-8).

¿Por qué san Juan es capaz de discernir la presencia de Jesús al final de aquella dura noche de trabajo? En su reacción hay algo que nos recuerda el comienzo de su Evangelio, su primer encuentro con Jesús. «¡He aquí el cordero de Dios!», había dicho aquella vez san Juan Bautista, mientras Jesús pasaba junto a Juan y Andrés (Jn 1,36). Para los demás era un peregrino más, pero el Precursor —es decir, «el que corre por delante», el que ve venir las cosas y las anuncia— veía en él al Mesías.

San Juan Bautista había hecho crecer espiritualmente a Juan y a Andrés: les había enseñado el valor del ayuno y la necesidad de la conversión; les había enseñado a rezar (cfr. Mt 9,14; Lc 3,1-17; 11,1). Pero su mayor lección había sido presentarles a Jesús e invitarlos a una relación personal con Él (cfr. Jn 1,35-39). Y así, poniendo a sus discípulos ante Jesús, llegó a la cumbre de su misión. Desde entonces, el Bautista se hizo humildemente a un lado: ahora correspondía a Jesús ocupar el centro de la vida de sus discípulos (cf. Jn 3,27-30).Durante siglos, su ejemplo ha servido de modelo para tantas personas que guían a otros hacia Cristo y les ayudan a discernir su presencia en sus vidas, desde la conciencia de no ser «dueños, sino custodios»[1]. Porque «la misión es de Jesús. Él ha resucitado, de modo que está vivo y nos precede. Ninguno de nosotros está llamado a sustituirlo»[2]. Estamos llamados, en cambio, a facilitar el encuentro de cada uno con él; a decir, desde la cercanía que da la confianza y el afecto, «¡Es el Señor!».

El acompañamiento espiritual

«A lo largo de esta navegación de la vida nuestra, [hay] tiempos de bonanza −interna o externa− incluso prolongados; pero solo en el Cielo la paz es definitiva, la serenidad completa»[3].Nuestro corazón inquieto necesita quien lo guíe, por las aguas tranquilas y por las tormentas, hasta que pueda descansar en Dios[4]. Necesitamos compañeros que, con su conversación cercana, su consuelo y su aliento, nos ayuden a navegar con más decisión y nos iluminen cuando desciende la oscuridad o perdemos la orientación. A estas personas se las conoce tradicionalmente como «directores espirituales»: personas que nos ayudan a perseverar en la dirección que elegimos al seguir a Cristo.

Un director espiritual camina junto a las personas: no suplanta la acción de Dios en sus almas, ni mucho menos reemplaza su conciencia, sino que las ayuda a discernir entre las inspiraciones del Espíritu Santo y las sugestiones del diablo, o de su propia humanidad herida. Por esta razón, en los últimos decenios se ha vuelto habitual en la Iglesia usar también el término «acompañante espiritual». En este sentido, decía el Papa Francisco: «Quien acompaña —el acompañante o la acompañante— no sustituye al Señor, no hace el trabajo en lugar del acompañado, sino que camina a su lado, le anima a leer lo que se mueve en su corazón, el lugar por excelencia donde habla el Señor. El acompañante espiritual (…) es el que te dice: “Muy bien, pero mira aquí, mira aquí”, te llama la atención sobre cosas que pueden estar pasando; te ayuda a comprender mejor los signos de los tiempos, la voz del Señor, la voz del tentador, la voz de las dificultades que no logras superar...»[5].

Las primeras personas que se acercaron a la Obra se sintieron queridas y acompañadas por san Josemaría. En él no vieron una especie de gurú espiritual que tuviera consejos para cada situación, sino un amigo o un padre que escuchaba y se preocupaba de sus cosas; y que veía bullir en ellos la sangre de Cristo[6]. Cuando las personas son acompañadas de este modo, no solo aprecian la ayuda que reciben, sino que incluso disfrutan de las conversaciones de acompañamiento espiritual. Crecen en madurez e ilusión apostólica, se sienten fortalecidas en su relación con Dios; y, si han emprendido una vocación particular, evitan un equivocado sentido de independencia que les aislaría de quienes comparten su camino y su misión.

En la reciente vida de la Iglesia, se ha profundizado la conciencia de que no solo los sacerdotes, sino también los laicos, pueden realizar la tarea del acompañamiento espiritual. Y así ha sido en la Obra desde el principio. En estas páginas abordaremos algunos aspectos de esta tarea, siempre teniendo en cuenta que todos estamos llamados a llevar a los demás a «la luz y al calor de Cristo»[7], aun cuando no ejerzamos formalmente como acompañantes o directores espirituales. En un segundo artículo mostraremos también en qué sentido la amistad desemboca, «naturalmente, en la confidencia personal, llena de delicadeza y respeto a la libertad»[8]; y veremos cómo mucho de lo que se detalla aquí rige también para ese acompañamiento, más informal, pero tan necesario.

Ayudar a la obra del Espíritu Santo

El objetivo principal del acompañamiento o dirección espiritual es ayudar a las personas a encontrar a Cristo y a reconocer lo que procede de él, para que el Amor de Dios prenda en su vida y a su alrededor. Esto requiere un entorno en el que la persona pueda desarrollar una relación personal con Dios, cultivar el sentido de la escucha en la oración y aprender a discernir la voluntad de Dios en cada momento de su vida. El guía espiritual puede desempeñar un papel crucial para crear este entorno adecuado. Pero eso requiere reconocer la singularidad de cada persona y estar abierto a los caminos misteriosos de la acción de Dios en las almas. «No se pueden ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos, para acercar las almas a Cristo. El encuentro de Dios con cada hombre es inefable e irrepetible, y nosotros debemos colaborar con el Señor para hallar —en cada caso— la palabra y el modo oportunos, siendo dóciles y no intentando poner trabas a la acción siempre original del Espíritu Santo»[9].

A su vez, la persona acompañada debe considerar atentamente las sugerencias que recibe y meditarlas con una mirada de fe en la oración. Como explica el Padre, «saber que Dios nos puede hablar a través de otras personas o de sucesos más o menos corrientes, la convicción de que ahí podemos escucharle, genera en nosotros una actitud dócil frente a sus designios, escondidos también en las palabras de quienes nos acompañan en el camino»[10]. Esta actitud puede dar grandes frutos en nuestra vida, siempre que recordemos que Dios no habla casi nunca literalmente a través de las palabras del guía espiritual. Sus palabras son más bien una invitación a dirigir nuestra escucha en una determinada dirección, para ver si allí oímos las inspiraciones del Espíritu Santo, que es algo que solo nosotros podemos hacer. Son palabras para que nos encontremos con la Palabra.

Un genuino acompañamiento espiritual, pues, se cimienta en un profundo respeto por la actuación del Espíritu Santo en cada alma. El director espiritual no es un dirigente, sino un siervo que ayuda al Espíritu Santo a guiar e iluminar a la persona acompañada. Como decía san Josemaría, «acompañar a las almas es un arte en el que el modelo es Jesucristo y el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia»[11]. De ahí que el director o acompañante espiritual tenga más de jardinero que de arquitecto: no impone formas, no plasma sus ideas en las personas, sino que ayuda a cultivar el terreno del alma para que florezca en ella la vida de Dios.

Escuchar de verdad

Todos habremos hecho la experiencia alguna vez: cuando nos encontramos con alguien que nos escucha con atención y con benevolencia, se abre ante nosotros un espacio en el que nos sentimos cómodos compartiendo pensamientos y emociones, sin miedo a vernos rechazados o juzgados. Cuando las personas se sienten escuchadas, logran ser más conscientes de sí mismas, y se ponen más fácilmente a su vez a la escucha de Dios, de modo que puedan discernir mejor su voz. Por eso, san Josemaría prestaba atención pacientemente a los jóvenes que acudían a él, animándolos a abrir libremente su corazón, y solo al final les ofrecía algún consejo y les abría horizontes para su vida.

Escuchar significa mucho más que oír detalladamente; requiere prestar atención al trasfondo de sentimientos, ideas y experiencias que la persona está expresando, y ayudarla a que ella misma explore ese trasfondo. Para ello hace falta una actitud de verdadero interés hacia la otra persona. No escuchamos a los demás para imponer nuestra propia agenda o implicarlos en proyectos apostólicos específicos; escuchamos para ayudarlos a descubrir lo que el Espíritu Santo, en su infinito amor por cada alma, quiere para que su alegría sea completa (cfr. Jn 16,24). Somos así, como le gustaba repetir a Benedicto XVI, servidores de su alegría (cfr. 2Co 1,24).

Para escuchar realmente, y para que las personas se sientan escuchadas, puede ser útil verbalizar brevemente lo que dicen, con nuestras palabras. Es un modo de alimentar en uno mismo la disposición de entrar en el mundo interior que el otro le está abriendo, sin proyectar en él los propios puntos de vista. Además de fomentar y de transmitir esa disposición, nos cercioramos así de haber entendido bien, y facilitamos que el otro siga desplegando lo que le parezca. Esto da serenidad y conduce a las personas a hacerse responsables de su vida, a dar con soluciones ellos mismos; a andar por su cuenta, a descubrir proyectos. Por el contrario, interrumpirles o anticiparse a sus palabras puede ser desalentador, y no ayuda a desplegar las alas.

La escucha paciente es un acto de amor que revela un genuino interés por el otro. Por eso, el acompañante espiritual nunca debe aparentar aburrimiento o prisa. Muchas veces, de modo práctico, se recomienda brevedad en la dirección espiritual. Sin embargo, es necesario discernir con prudencia las distintas circunstancias, porque escuchar requiere tiempo: respetar el ritmo del otro; también sus silencios. Y a veces, o por temporadas, una persona puede necesitar conversaciones largas. Las preguntas abiertas pueden ser útiles, pero no deben interrumpir el flujo natural de la conversación, ni se deben usar siempre para llenar silencios incómodos. Al contrario, los silencios permiten a veces que la persona profundice en sus reflexiones y encuentre las palabras adecuadas. En el silencio «hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa»[12].

Una actitud de escucha auténtica construye, más que cualquier otra cosa, puentes de confianza, una condición que es fundamental en todo acompañamiento espiritual, y que no puede exigirse como requisito. La confianza está a prueba desde el inicio, y se cultiva con cada encuentro. Para que florezca, es esencial que el otro se sienta respetado, valorado y seguro de poder compartir sus experiencias espirituales más profundas. Lo hará, si descubre en el acompañante un refugio, un apoyo para discernir la voz de Dios.

Un refugio así lo encontraron los apóstoles en Santa María, especialmente tras la Ascensión del Señor. Ella es «maestra de discernimiento: habla poco, escucha mucho y guarda en su corazón (cf. Lc 2,19). Las tres actitudes de la Virgen: hablar poco, escuchar mucho y guardar en el corazón. Y las pocas veces que habla, deja huella»[13].


[1] León XIV, Homilía, 31-05-2025.

[2] Ibid.

[3] San Josemaría, Carta 2, n. 9.

[4] Cfr. San Agustín, Confesiones, I, 1.1.

[5] Francisco, Audiencia, 4-01-2023.

[6] «Hijos míos, ¿sabéis por qué os quiero tanto?” Se hacía el silencio y añadía el Padre: “porque veo bullir en vosotros la Sangre de Cristo”» (A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, Rialp, Madrid 2003, p. 405).

[7] San Josemaría, Carta 1, n. 22.

[8] F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-09-2019.

[9] San Josemaría, Carta 11, n. 42.

[10] F. Ocáriz, Carta pastoral, 10-02-2024, n. 6.

[11] San Josemaría, Carta 26, n. 37.

[12] Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 20-05-2012.

[13] Francisco, Audiencia, 4-01-2023.