Evangelio del Domingo: que tome su cruz y me siga

Comentario del Domingo 22.º del Tiempo Ordinario (Ciclo A). “¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?”. Para alcanzar cada día una auténtica vida -plena, feliz, con sentido- el Señor nos pide cargar amorosamente con su cruz.

Evangelio (Mt 16,21-27)

Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.

Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:

— ¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.

Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo:

— ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.

Entonces les dijo Jesús a sus discípulos:

— Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.

Porque, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta.


Comentario

Este pasaje del Evangelio sigue inmediatamente después de aquel diálogo de Jesús con sus discípulos, cuando a su pregunta “Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre” (Mt 16,13), tras unos momentos de silencio por parte de todos, Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Afirmación que fue solemnemente confirmada por el Maestro que, a la vez, les ordenó que no dijeran a nadie que Él es el Cristo (cf. Mt 16,20).

Los apóstoles estarían impresionados por la claridad con la que Jesús les había confirmado lo que intuían, que su Maestro era el Mesías largamente esperado, aquel descendiente de David que vendría a reinar para siempre liberando a su pueblo de toda opresión. Tal vez pensaban, como era lo habitual entre sus contemporáneos, que el reinado del Mesías sería una gloriosa sucesión de triunfos. Por eso, Jesús les pone inmediatamente en la realidad hablándoles de sus planes de futuro, que iban por unos derroteros muy distintos a los que se imaginaban. Les advierte de que “él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día” (v. 21).

También en esta ocasión, es Pedro quien toma la palabra para expresar lo que otros no se atreven a decir, y se atreve a reprender al Maestro: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso” (v. 22). A lo que Jesús le responde con palabras muy fuertes: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres” (v. 23).

Jesús se dirige hacia la Cruz e invita a sus discípulos a seguirlo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (v. 24). Contra toda lógica humana, la cruz no implica desventura, desgracia que hay que evitar a toda costa, sino oportunidad de acompañar a Jesús en su victoria. En la lógica de Dios el camino que conduce al triunfo glorioso sobre el pecado y la muerte pasa por la pasión y la cruz.

Recordaba san Josemaría en su predicación un sueño de un clásico castellano en el que se mencionaban dos caminos. Uno es ancho y regalado, pero termina en un precipicio sin fondo. Es el que siguen atolondradamente los mundanos. “Por dirección distinta, discurre en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aun su carne. Pero al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el cielo. Es el camino de las almas santas que se humillan, que por amor a Jesucristo se sacrifican gustosamente por los demás; la ruta de los que no temen ir cuesta arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese, porque conocen que, si el peso les hunde, podrán alzarse y continuar la ascensión: Cristo es la fuerza de estos caminantes”[1].

El fin de todo ser humano es alcanzar la felicidad. Pero no se consigue la felicidad cuando se busca siempre lo más cómodo y apetecible, sino cuando se ama decididamente, aunque el amor comporte sacrificio. “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado”[2], decía san Josemaría. “Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales”[3].


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 130.

[2] San Josemaría, Surco, n. 795.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 216.

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Francisco Varo