Evangelio (Lc 5,12-16)
Cuando estaba en una de las ciudades, un hombre cubierto de lepra, al ver a Jesús, se postró delante y le suplicó diciendo:
—Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Y extendiendo Jesús la mano le tocó diciendo:
—Quiero, queda limpio.
Y al instante desapareció de él la lepra. Y él le mandó que no lo dijese a nadie, sino:
—Anda, preséntate al sacerdote, y lleva la ofrenda por tu curación, como ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.
Se extendía su fama cada vez más, y concurrían numerosas muchedumbres para oírle y para ser curados de sus enfermedades. Pero él se retiraba a lugares apartados y hacía oración.
Comentario al Evangelio
San Lucas nos narra hoy la curación de un leproso. El relato aporta algunos detalles cargados de significado. Por un lado, aquel pobre enfermo padecía un proceso maligno muy avanzado, pues se encontraba «cubierto de lepra». Podemos imaginar el grado de sufrimiento físico y moral de aquella persona. No solo padecería las heridas y el malestar en todo su cuerpo, sino que también sufría la tristeza de la separación y de la soledad, debido a la naturaleza contagiosa de su enfermedad, que solo los sacerdotes podían certificar como sanada.
El evangelista también añade que aquel hombre no pidió ayuda simplemente, sino que «se postró delante de Jesús y le suplicó». Se trata de un gesto conmovedor, cargado de humildad. Aquella persona, postrada ante el Señor, reconoce su propia indigencia y vulnerabilidad; por eso suplica con sinceridad y sencillez.
Llama la atención la fe de aquel enfermo. Quizá llevaba muchos años sufriendo. Pero ni la gravedad de su situación ni la posible prolongación en el tiempo, empañan su confianza en el Maestro de Galilea: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Él mismo pone la única condición para curarse: que Jesús lo quiera. Y aquel enfermo obtiene del corazón misericordioso de Jesús la curación por medio de un gesto físico: «le tocó». Una acción que demuestra cercanía, comprensión y poder.
Aunque Jesús debió de obrar cientos e incluso miles de curaciones, es lógico que esta escena concreta se transmitiera a través de los evangelios. En efecto, «el leproso representa típicamente al género humano debilitado por los pecados» (Catena áurea, ad loc). De sus gestos podemos aprender a dirigirnos al Señor con la misma humildad, confianza y sinceridad para obtener el remedio a todas nuestras flaquezas.
Cristo «es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres —y Tú quieres siempre—, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 93).