Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe.
Por eso no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a valorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. Ya hemos recordado que podemos oponernos a los designios salvadores del Señor; podemos, pero no debemos hacerlo. Y si alguno tomase esa postura deliberadamente, pecaría al transgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón.
Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios.
Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal: y los que no se apartaron del bien irán a la vida eterna; los que cometieron el mal, al fuego eterno. (Amigos de Dios, 32-33)