Los Alvira: un matrimonio que desbordó de amor

El miércoles 11 de junio se presentó en Sevilla el libro “Cuando el amor construye la familia”, sobre el matrimonio de Tomás Alvira y Paquita Domínguez, en una conversación entre la periodista Marta Oses y la autora del libro e hija del matrimonio, María Isabel Alvira Domínguez .

“Un matrimonio que desbordó de amor”. Así definía María Isabel Alvira a Tomás Alvira y Paquita Domínguez, sus padres y dos de los primeros supernumerarios del Opus Dei, que actualmente se encuentran en proceso de beatificación. 

'Cuando el amor construye la familia' (Rialp, 2025) recoge a modo de biografía los recuerdos de María Isabel sobre la vida de ambos y su testimonio de entrega y santidad. Fue presentada en Sevilla el 11 de junio, en la Fundación Valentín de Madariaga ante un público principalmente formado por matrimonios jóvenes que pudieran inspirarse en la vida de Tomás y Paquita. 

Tomás Alvira nació en Villanueva de Gállego (Zaragoza) en 1906 y falleció en 1992. Doctor en Ciencias Químicas, Investigador del CSIC, Catedrático de Instituto de Ciencias Naturales y, entre otros cargos, fue durante mucho tiempo director del Instituto Ramiro de Maeztu.

Por su parte, Paquita Domínguez nació en Borau (Huesca) en 1912 y falleció en 1994. Era Maestra. Se casaron en Zaragoza en 1939 y tuvieron nueve hijos, de los que el primero, José María, falleció a los cinco años. 

Encuentro con el fundador del Opus Dei

Tomás conoció a san Josemaría en Madrid en 1937 en las difíciles circunstancias de la guerra civil. Lo recordaba así años después: “Un día de 1937 estábamos a media tarde trabajando con José María Albareda, cuando entraron a llamarle porque preguntaban por él. Salió y, muy poco después, entró acompañado de quien había ido a visitarle: don Josemaría Escrivá. Vestía un mono de color gris. Estaba muy delgado. Tenía entonces 35 años. Nos presentó José María. En aquel momento acababa de conocer yo al Fundador del Opus Dei lo cual iba a tener una importancia extraordinaria para mi vida. (…) 

La recia personalidad de aquel sacerdote joven; la visión sobrenatural de cuanto decía, su optimismo no fácil de tener en aquellos momentos tan graves, su admirable sinceridad, su trato cariñoso… me impresionaron. Estuvo hablando con nosotros un cuarto de hora, aproximadamente, no habló nada de la guerra ni de política, y pasado el rato dijo:

—Yo me marcho.

Nunca me he explicado por qué yo dije:

—Yo también me voy.

No era todavía la hora de irme y, sin embargo, dije que me marchaba, a pesar de tener peligro andar por la calle con un sacerdote, a quien alguien podía conocer. Al llegar a la calle me dijo:

—¿Dónde vas?

Le contesté:

—A acompañarle a usted.

Me cogió del brazo y andando fuimos por Menéndez Pelayo, Alcalá y Serrano, hasta la calle Ayala 67. En la puerta me preguntó:

—¿Quieres que sigamos viéndonos?

Le contesté afirmativamente.

—Pues ven mañana, confiesa y seguiremos viéndonos”.

Tomás pidió la admisión en el Opus Dei como supernumerario el 15 de febrero de 1947: aquel día, diez años antes, mientras abría su corazón a san Josemaría y escuchaba sus palabras, advirtió con claridad la llamada de Dios -una llamada contundente- que se hizo efectiva cuando pudieron ser admitidas en la Obra las personas casadas, después de la aprobación jurídica.

Tú, ¿por qué estás siempre tan contenta?

De esta vocación a la santidad en el trabajo, en la familia y en el matrimonio de sus padres habló María Isabel Alvira. Centró su intervención en la alegría y el amor a la libertad con la que vivían en su familia. De ellos aprendió a vivir con naturalidad la fe en la vida diaria. Y esto lo hizo al filo de sus recuerdos concretos. Algunos de ellos los narra en el libro:

“¿Qué había detrás de esta felicidad familiar? Me llamó la atención la pregunta que una compañera de clase me hizo un día en el colegio:

—Tú, ¿por qué estás siempre tan contenta?

E igualmente me dejó pensativa un comentario lleno de admiración delante de un grupo de amigas:

—En casa de Isabel hay un ambiente especial.

Y más aún me marcó esta frase deslizada de modo espontáneo por mi padre en medio de una conversación:

—No sé si habrá en el mundo personas tan felices como nosotros; más, ¡me parece imposible!

Era algo que no estaba en contradicción con el hecho de conocer, como todo el mundo, la rica paleta de dificultades, sufrimientos y dolores que se presentan en la vida (...).

Alguien puede preguntarse: ¿pero no tenían defectos? Lo que me viene inmediatamente a la cabeza es que, sin duda alguna, los tenían, pero los dos luchaban, con la ayuda de Dios, para vivir las virtudes y crecer en ellas. Recurrían con frecuencia al sacramento de la confesión, lo que demuestra que eran conscientes de sus defectos. Rectificaban y pedían perdón con sencillez cuando se daban cuenta de haberse equivocado”.

¿Por qué se querían tanto? 

La autora del libro también habló de cómo se querían sus padres: “Recuerdo que, hacia el final de su vida, mi padre hilvanaba algunos recuerdos de tiempos pasados y me comentaba:

—San Josemaría decía que ‘había que estar siempre en el frente del amor’ y yo he procurado hacerlo así, buscando sorprender a tu madre y quererla cada día más.

En el último libro que escribió mi padre, poco antes de morir, se lee esta dedicatoria, escrita con letra temblorosa:

—A Paquita, la singular, la única, con el amor más grande.

Mi madre escribió a mi padre por su ochenta cumpleaños:

—Mi querido Tomás: Muchísimas felicidades (…). Más de la mitad de estos años los hemos vivido juntos y quiero decirte que nunca agradeceré bastante al Señor el regalo que me hizo haciendo que te fijases en mí (…), porque eres buenísimo, eres el marido ideal”.

Una educación en libertad

María Isabel Alvira habló también de la presencia de Dios en la vida matrimonial de sus padres, sobre todo en qué les ayudó el espíritu del Opus Dei, que procuraron vivir; de como lucharon por ser santos; su amor a la Eucaristía y su inmenso cariño a la Virgen; su coherencia de vida, sin compartimentos estancos; cómo educaron a sus nueve hijos y cómo se sentían queridos.

“Mis padres estaban convencidos de que la libertad es un ingrediente indispensable para que la formación sea eficaz. Nadie puede aprender la virtud si no quiere. Ellos habían escuchado al fundador del Opus Dei que el motivo más profundo y sobrenatural del porqué elijo hacer lo que hago es ‘porque me da la gana’, es decir, por convicción personal, a conciencia, y no por capricho del ‘me viene en gana’. A mí me costaba decidirme cuando mis amigas me proponían planes incompatibles entre sí, pues temía contristar a alguna de las dos si le decía que no. Un día fui a preguntar a mi padre:

—Papá, dos amigas me proponen tal cosa y tal otra. ¿Qué hago? ¿Con quién voy?

Él me miró y me dijo:

—¿No sabes decidir? Eso quiere decir que no eres libre.

Fue todo lo que me respondió. A mí me tocaba tomar la decisión.

Tuvimos una gran confianza y sinceridad con mis padres, y ellos, siempre respetaban nuestra intimidad. Esto hizo que cuando me planteé mi vocación, lo hiciera por mí misma. Nunca me hablaron ellos de este tema. Debo reconocer que al ser la séptima de mis hermanos que tomaban la misma decisión, me parecía difícil anunciarles que yo tampoco les haría abuelos. Al fin, cuando se lo dije, mi padre se limitó a preguntarme con cariño:

—Hija, ¿te das cuenta de lo que vas a hacer? ¿Lo haces con libertad? ¿Estás contenta?

—Sí, papá.

Me dio un beso, y eso fue todo. Imagino que interiormente habría más”.

La autora concluyó recordando una frase de san Josemaría a su hermano Tomás en Roma:

“Vosotros, con que os parezcáis solo un poco a vuestros padres, ya vais bien”.